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La ley del silencio planea sobre los bebés robados

La ciudad argentina donde creció el nieto de De Carlotto calla sobre los hijos de desaparecidos bajo la dictadura

Alejandro Rebossio
Grafiti de un grupo defensor de los DD HH en un muro de Olavarría
Grafiti de un grupo defensor de los DD HH en un muro de OlavarríaRicardo Ceppi

En Cerro Sotuyo (300 kilómetros al suroeste de Buenos Aires) solo se escuchan pájaros y máquinas que trasladan a decenas de camiones las piedras de granito de las canteras que rodean los campos de maíz. De vez en cuando, una explosión sacude las pocas viviendas desperdigadas por las fincas. Allí se crió el ahora compositor de música fusión, Ignacio Guido Montoya Carlotto, de 37 años.

En las haciendas vecinas casi todos sabían que el chico llamado Ignacio Hurban no era hijo natural de Clemente Hurban y Juana Rodríguez, los peones rurales que todavía hoy cuidan las 300 hectáreas de la familia Aguilar. Pero Ignacio lo desconocía. Lo descubrió el día de su supuesto cumpleaños, el 2 de junio pasado, tres meses después de morir el dueño de aquellas tierras: Carlos Francisco Aguilar. Un mes más tarde se acercó a Abuelas de Plaza de Mayo para comprobar si era uno de los 500 bebés robados por la dictadura militar de Argentina (1976-1983). El 5 de julio descubrió que era nieto de la presidenta de la organización que los viene buscando desde hace 37 años: Estela Barnes de Carlotto.

En 2010, alguien llamó a Abuelas de Plaza de Mayo para contar que Carlos Francisco Aguilar había entregado un bebé no identificado a un matrimonio de peones. No se sabía que era el nieto de De Carlotto. Tampoco Aguilar era un empresario conocido. “No era el gran ideólogo de la dictadura ni el referente de la oligarquía”, cuenta el presidente de la Comisión de la Memoria de Olavarría, Carmelo Vinci, que fue torturado y permaneció detenido cinco años durante el régimen.

La viuda de Aguilar, que no atiende a la prensa bajo el argumento de que está enferma, era prima de un militar fallecido. El empresario, amante de la equitación, guardaba caballos en el regimiento de Olavarría, según Vinci. En 2007, Aguilar fue candidato suplente a concejal por una alianza de peronistas antikirchneristas y el conservador Partido Propuesta Republicana (PRO), del ahora candidato presidencial Mauricio Macri. Pero Vinci insiste en que nunca fue un político relevante y se pregunta por los militares que trajeron al bebé de manos de su madre a las del empresario. “Alguien por Twitter ha dicho que tenían planeado traerlo para otra familia, que se arrepintió, y terminó en manos de los Hurban”, relata Vinci.

Dos vecinos de Cerro Sotuyo, el minero Tomás Aman y el agricultor Carlos Roberto Cabado, coinciden en su versión: que se sabía que los Hurban no podían tener hijos, que son “buena gente”, “paisanos” (campesinos) y que Aguilar les trajo al niño. Ninguno sospechaba que fuese hijo de desaparecidos. “El patrón lo trajo y le dijo: ‘críalo”, cuenta Cabado.

“La primera vez que vi al chico ya andaba en bicicleta”, recuerda Aman entre ráfagas que azotan la puerta de su casa de madera. Ninguno de los dos mantiene amistad con los Hurban, solo se saludan y les compran corderos.

Una hipótesis que menciona el militante Vinci, en su negocio de cartelería en Olavarría, es que, al morir Aguilar en marzo, se quebró un pacto de silencio en su entorno sobre la identidad de Ignacio Guido. “Incluso hay quien dice que uno de los tres hijos de Aguilar le contó la verdad a Guido”, dice Vinci. También se ha publicado que la pareja del joven, una profesora de un centro de formación sindical con quien vive en un pueblo vecino a Olavarría, lo impulsó entonces a acercarse a Abuelas.

Ignacio Guido, como ahora quiere que lo llamen, por el nombre que le puso su madre biológica, Laura Carlotto, hace el número 114 de los nietos recuperados por las Abuelas. El pasado viernes se halló en Holanda a la 115, una descendiente de la primera presidenta de la institución, Alicia Zubasnabar De la Cuadra, fallecida en 2008.

Estela de Carlotto sostiene que está casi probado que su hija dio a luz en el centro clandestino de detención y tormentos La Cacha, cerca de La Plata (51 kilómetros al sur de Buenos Aires). Se presume que el parto ocurrió el 26 de junio de 1977. Apenas dos días después, el bebe arrancado de las manos de su madre fue inscrito en el registro civil de Olavarría, una ciudad de 89.000 habitantes y que vive del campo y las industrias cementeras, de la construcción y textil, a 306 kilómetros de La Plata y a 32 de Cerro Sotuyo.

El certificado de nacimiento decía que Ignacio Hurban había nacido el 2 de junio de 1977 en la casa de dos plantas en la que Aguilar vivía en el centro de Olavarría y que era hijo natural de Clemente Hurban, descendiente de uno de tantos alemanes que emigraron de Rusia a Argentina entre finales del siglo XIX y principios del XX, y Juana Rodríguez.

La firma de Clemente aparece en el acta, pero la semana pasada, en el periódico olavarriense El Popular, Ignacio Guido manifestó dudas sobre la autenticidad de esa rúbrica. Estela de Carlotto ha admitido a EL PAÍS que la inscripción de un hijo adoptivo como propio constituye un delito de apropiación, aunque ha aclarado que, en este caso, puede haber atenuantes, como la falta de cultura o la relación jerárquica entre un patrón y un peón rural. El otro nombre que figura en la partida de nacimiento es el del médico Julio Sacher, que trabajó 31 años en la policía bonaerense. El acta dice que Sacher certificó el parto, pero su abogado alega que no aparece la firma de su cliente. No obstante, la juez del caso, María Servini de Cubría, la misma que investiga los crímenes del franquismo, prohibió la semana pasada que el médico saliese de Argentina. Hasta aquí la investigación del misterio que llevó a Ignacio Guido desde el horror de La Cacha hasta lo que él ha descrito como “vida extraordinariamente feliz”.

Clemente Hurban y Juana Rodríguez no han aparecido en la prensa desde que se conoció el caso ni han sido citados a declarar aún por la justicia. Sus vecinos en Cerro Sotuyo aseguran que siguen viviendo en la finca de los Aguilar, cuya puerta permanece cerrada con candado, a diferencia de otras de por allí.

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