La conjura de la sangre
Nacieron en cautiverio, crecieron en democracia. Son los hijos de las presas desaparecidas de Argentina, los nietos de las Abuelas de la Plaza de Mayo, identificados con un número para protegerles la intimidad. Pero esta vez, cuando se anunció la recuperación del nieto “114”, el impacto fue mayor ya que tiene nombre,- Guido-, un rostro que se mostró públicamente y una historia conocida, la de su abuela Estela de Carlotto, emblema de esa gesta conmovedora, mezcla de amor y coraje que explica, en parte, la reacción que provocó la noticia de ese nuevo nieto recuperado.
Un músico de 36 años que hizo el camino inverso de la abuela que tanto lo había buscado. Él mismo fue al encuentro de su verdadera identidad y, como los otros 113, debió acudir al Banco Nacional de Datos Genéticos al que acuden los que sospechan que pueden ser hijos de desaparecidos. Sobre el más ancestral elemento de filiación, la sangre, como si fuera un reservorio de vida y muerte allí están los secretos más dolorosamente guardados de la identidad. Y también los avances de la ciencia, desde que la fundadora de Abuelas Chicha Mariani, entendió que necesitaba una certeza científica y junto a Carlotto peregrinaron por el mundo científico en busca de ayuda .Fue en la Avanzada de la Ciencia de Estados Unidos donde se descubrió el “índice de abuelidad”, bautizado así en homenaje a las abuelas argentinas, que da una certeza de 99.99 por ciento sobre la identidad biológica.
El Banco de Datos Genéticos fue creado durante el gobierno de Raúl Alfonsin, funcionó en el Hospital Durand de Buenos Aires y actualmente está en disputa desde que el hijo diputado de Estela Carlotto consiguió aprobar una ley que dispone su traslado a la órbita del Ministerio de Ciencia y Tecnología. Un debate del año 2009 que hizo visible lo que hasta entonces estaba unificado, la división de los organismos de Derechos Humanos, entre aquellas mujeres del pañuelo blanco que abandonaron la plaza del reclamo para ingresar al Palacio del Gobierno, donde les dieron un lugar destacado y politizaron la causa de los Derechos Humanos, y los que rechazan el traslado del Banco genético a la orbita del Ejecutivo por la restricción de limitarlo solo a las causas de lesa humanidad, lo que dejaría afuera todos los demás casos de filiación que deberán acudir a los laboratorios privados. Una disputa que llegó a la Justicia, con impugnaciones y desconfianzas políticas.
Importa ahora, ese triunfo de la vida que siempre se obstina. El nieto “114” como se empapelaron las paredes de la ciudad de Buenos Aires deberá aprender a ser Guido, el hijo de Laura Carlotto, nacido en el centro clandestino de detención “La Cacha”, donde asesinaron a su madre, educado por una sencilla y buena gente de campo que lo recibió de un productor rural vinculado a los militares. Una historia común a la tragedia de los presos desaparecidos, cuyos efectos se perpetúan en el tiempo. Entre aquellos nietos recuperados en la primera década democrática a los que los jueces les comunicaban que aquellos a los que llamaban papas no lo eran y los verdaderos padres estaban muertos. A los que ya adultos el resultado de la prueba del ADN les restituía la identidad pero a la par envío a la cárcel a los represores que los criaron como propios. Historias diversas, dramáticas, sobre una misma matriz del terror. Sus vidas, también, reflejan los vaivenes de la democratización. Muchos hicieron el mismo camino de la sociedad. Salieron de sus tinieblas privadas en busca de una identidad colectiva que haga tolerable la orfandad. A la pregunta primera, íntima, “papá ¿por qué me dejaste”? la singularidad humana se expresa en la multiplicidad de respuestas en las que necesitaron reconocerse. Algunos fundaron la organización HIJOS, hoy mimada por el gobierno de Cristina Kichner. De la recuperación de la identidad biológica saltaron a la identificación ideológica. Son los que glorifican la militancia de sus padres. Otros, rechazan la politización y viven vidas anónimas. Todos nos reflejan como sociedad.
En Argentina las desapariciones fueron ocultas para evitar las pruebas que pudieran condenar al Estado terrorista. Una estrategia macabra que nos despojó de la liturgia de la muerte. Ni tumbas. Ni rezos. Nunca nadie nos abrazó en el dolor. Tal vez por culpa, ahora que el miedo se va disipando, podemos identificarnos con la alegría de la vida que se obstina, triunfa sobre la muerte. Y nos unifica, nos hace mejores en una sociedad tan dividida paradójicamente por la causa de los Derechos Humanos. Desde que yo misma llegue a esa tragedia, dos hermanos desaparecidos, una madre de pañuelo blanco, escuché, narré sus vidas, y reconocí como dice Arendt que el totalitarismo es más un fenómeno de naturaleza filosófica que política, no puedo dejar de ver a esos sobrevivientes de Herodes identificados por el ADN como una conjura de la sangre, con la esperanza de que como en el poema “Los conjurados” de Jorge Luis Borges, se conviertan en esos hombres de diversas estirpes que han tomado la extraña resolución de ser razonables porque olvidaron sus diferencias y acentuaron sus afinidades.
Norma Morandini es senadora y autora del libro “De la culpa al perdón”.
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