Ciento catorce
Muchos podrían dar datos de los nietos aún sin hallar, pero no lo hacen
Esto es banal: anteayer, martes 5 de agosto, estaba en mi casa, en Buenos Aires, escribiendo. Fui hasta la cocina a hacer un té, encendí el televisor y, en ese momento, apareció en la pantalla una foto de la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Abajo, el título: “Recuperaron al nieto de Estela de Carlotto”. Sentí lo que siempre siento en estos casos: vértigo. La absoluta conciencia de estar parada en el andén por el que acaba de pasar esa cosa que llaman La Historia. Dentro de dos décadas todavía recordaré que el día en que anunciaron la recuperación del nieto de la presidenta de las Abuelas de Plaza de Mayo, hijo de su hija Laura, secuestrada y asesinada por la dictadura militar en 1977, yo estaba haciendo algo estúpido y banal: calentando agua para hacer un té. El nieto —el número 114 recuperado por la Asociación Civil Abuelas de Plaza de Mayo, creada con la finalidad de “localizar y restituir a sus legítimas familias a los niños secuestrados desaparecidos por la represión política”— es músico, tiene 36 años.
La noticia —una gran noticia, y una noticia grande— se multiplicó al infinito. Para la noche, no quedaba periódico —ni radio, ni programa de televisión— que no hubiera dicho lo suyo. En general, se insistía en que la de hoy era “una jornada para olvidar todas las diferencias entre los argentinos” (machacando extrañamente sobre la idea del olvido para contar la historia de una mujer que reivindica la memoria) y, por momentos, una melosa puerilidad cubría el rostro de quienes hablaban del nieto de Carlotto, y parecían imaginarlo no como lo que es —un hombre de 36 años que acudió voluntariamente a ofrecer la muestra de ADN que permitió identificarlo—, sino como un bebé algo envejecido. Yo, qué remedio, pensé algunas cosas. Pensé que en la Argentina hay muchas personas —militares, expolicías y civiles— que podrían dar datos acerca del paradero de los 400 nietos que las Abuelas todavía están buscando, pero que eligen no hacerlo, y que eso —esa elección, esa persistencia en el silencio, cimentada en el miedo pero también en la certeza de haber hecho lo correcto— debe decir algo de todos esos militares, expolicías y civiles y, también, del país en el que se criaron y que los crió: de este país.
Pensé también, sobre todo, en el nieto. Hace años escribí un artículo sobre una mujer que había encontrado a su nieta, hija de un desaparecido, cuando la chica tenía 22 años. Al reunirse con ella por primera vez, la abuela le dijo: “Nosotros somos su familia. Si alguna vez necesita algo, cuente con nosotros”. Y la chica le respondió: “Yo no necesito nada de usted”. Pensé en el nieto, digo, porque en la vida real las personas no sienten lo que deben sentir sino lo que pueden sentir, y me pregunté —viendo todas esas caras sumergidas en melosa puerilidad— por qué la única forma en la que estamos dispuestos a escuchar historias terribles es cuando nos evitan las zonas oscuras: cuando nos garantizan un lacio y luminoso happy end. Pasada ya la medianoche, cuando el tema había tomado no solo los noticieros sino los programas de farándula y de cocina, y resultaba el colofón con el que un animador cerraba un concurso de baile, pensé que seríamos un país un poco mejor —y unos periodistas un poco mejores, y unos políticos un poco mejores, y unos ciudadanos un poco mejores— si nos hubiéramos alegrado de igual manera —con el mismo vértigo, con la misma euforia, con la misma conciencia de que nos estaba pasando algo muy importante— ante la recuperación de todos —de cada uno— de los 113 nietos anteriores.
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