El precio del alma
Tolstoi es mi compañía única mientras cavilo en una madrugada brumosa, de paseo por el malecón que serpentea la costa del distrito de Miraflores, sur de Lima. En Ana Karenina, el ruso sentencia que hay hombres que viven para hacer dinero y otros para enriquecer el alma. Pienso que pocos en el mundo como los peruanos de hoy que en las últimas dos décadas se las han ingeniado para generar un impresionante aumento del bienestar económico que los puede alejar definitivamente de la pobreza. Ojalá lo logren. Y ojalá lo hagan sin perder el alma en el intento: pues fíjese, nada menos que sobre tres de los cuatro expresidentes que han gobernado el país en los últimos veinte años se cierne la sospecha indecorosa del enriquecimiento ilícito.
Mire, hay teorías y muy buenos estudios de la economía de la ley y de las instituciones que ayudan a explicar cómo, por qué y cómo se combate la corrupción que en el Perú, según informan los últimos análisis, afecta los bolsillos de un tercio de sus familias. Yo prefiero llamar su atención a lo impalpable y proponerle algo extraordinariamente sencillo: el alma de un país se envilece cuando sus preeminentes figuras en el gobierno, empresa privada y sociedad civil no intuyen la profundidad de una verdad superior: la íntima satisfacción que una persona siente cuando hace lo correcto. A la persona de alma grande no es necesario decirle qué es lo correcto porque en su fuero interno lo sabe. Y si le pregunta por qué uno debe hacer lo correcto le responde porque es lo correcto y nada más. ¿Lo lee de nuevo, por favor?
Es grave y deplorable cuando las más altas autoridades públicas de un país desconocen esta verdad. Felizmente, en todo país hay gentes que se empeñan y se las juegan para hacer primar lo correcto. Y el impacto de su actividad puede ser excepcional, como cuando hace trece años en el Perú jueces, ministros de estado, congresistas, altos mandos militares, banqueros, empresarios y dueños de medios inculpados de latrocinio fueron enjuiciados y sentenciados a la cárcel. ¿No le parece extraordinario? Hasta el presidente de la época hoy cumple condena. Pues bien, creo que es más extraordinario que en tan poco tiempo la sociedad peruana acoja de nuevo los indeseables patrones de conducta de antaño de sus gobernantes y olvide el actuar que le devolvió su dignidad de nación. Cuando el gobernante y las autoridades hacen lo indebido y la ciudadanía lo tolera por la razón que sea, lo que anteriormente fue bueno fácilmente se borra, y lo malo se expande como tumor maligno. Entonces en el contexto actual, y también como antaño, la batalla contra este cáncer recae otra vez sobre un puñado de abnegados miembros de la sociedad civil – periodistas, escritores, investigadores, artistas y políticos honestos – y pocos juristas de la fiscalía.
Enfrentan una lucha cuesta arriba porque las instituciones que velan por la protección del tesoro público revelan endeblez. Hay que ser persistente, por la extraordinaria venalidad que hoy exhibe la clase política peruana, y a la vez paciente, por la preeminencia de enormes egos entre sus políticos que, empinándose sobre las instituciones, las opacan y doblegan. Ah, qué bien les vendría contar con el apoyo de otros estamentos de la sociedad. A propósito, ¿qué es del grupo estelar de la sociedad peruana de hoy? Me refiero, si no lo ha adivinado, a su clase empresarial, la misma que se ha expandido considerablemente en las últimas dos décadas. Démosle crédito por su importantísimo aporte al crecimiento económico y a la disminución de la pobreza, a la gestación de lo que algunos llaman el milagro peruano y reconozcamos también que, como en otros países que han apostado decisivamente por el libre mercado, se está renovando. Pues bien, porque es evidente que un marco anticompetitivo no la ampara, que la práctica típicamente mercantilista ya no la domina, uno la pensaría menos proclive a tolerar la corrupción, ¿no es cierto? Lamentablemente, hay que destacar que no es así.
¿Por qué no se alzan las voces de los empresarios que tienen la disposición para proponer y exigir que los gobernantes hagan lo correcto? No lo sé pero sí percibo que un tema dominante, tal vez único, acapara la atención del empresariado peruano: que el Gobierno actual no introduzca modificaciones a la política de libre mercado. “¡No toquen el modelo!” parece ser el grito de guerra que proclaman cada vez que sienten el tufo de “chavismo” en el gobernante actual. Despiertan la sospecha, tal vez injusta, de que mientras se gane dinero, todo lo demás para ellos está bien. Con todo, los costos que la corrupción imputa a la economía y a la sociedad en su conjunto están al momento fuera de su cálculo. Grave error cuando se limita la definición de lo correcto sólo al ámbito económico: el fenómeno del “chavismo” en Venezuela se explica, en buena parte, por los escandalosos niveles de corrupción de los gobiernos que lo precedieron.
La mañana comienza a despejarse pero es todavía muy temprano. Ya enfrentan el día jóvenes que en el malecón se ejercitan trotando, montando bicicleta, corriendo en patines. Imagino lo que ganaría el país con una participación comprometida y efectiva del empresariado en el esfuerzo anticorrupción, y más aún coordinando con los miembros de la sociedad civil que la combaten, pero el encuentro súbito con un apreciado amigo, un muy buen economista, profesional destacado con tribuna en los medios, consultor internacional y también asesor de empresas nacionales y extranjeras, me baja a la realidad:
- Por supuesto Jorge, a mí tampoco me gusta. Pero se trata de una realidad que existe aquí y en todas partes. Hasta el papa Francisco la encuentra, en su mismo Vaticano.
- De acuerdo, pero es de todos modos inaceptable.
- Dilo como quieras pero yo lo veo como una realidad que hay que aceptar. Mira, nunca antes estuvimos como hoy estamos. Te soy franco, que haya o no haya corrupción hoy importa menos que lo que estamos logrando. Tómala como un precio que tenemos que pagar para desarrollarnos. O si quieres, como el aceite que engrasa el motor del crecimiento. Repito, no me gusta pero es la realidad.
- Pero hay que combatirla.
- Claro que sí, para eso están los jueces, los periodistas, la iglesia.
- ¿Nadie más? Los empresarios, sus líderes pueden…
- ¡Por favor! Su especialidad es sacar adelante a su empresa, dar trabajo, ganar dinero, pagar sus impuestos. Y debido a que lo están haciendo muy bien, todo el país gana, lo repito, todos nosotros. Están cumpliendo con su responsabilidad. No les pidas lo que no es de su competencia, hay que dejarlos en paz, enfocados en lo que mejor saben hacer.
Porque no puedo disimular mi desencanto, mi buen amigo intenta animarme: “Mira, un día vamos a erradicar este problema, posiblemente ni tú ni yo vamos a estar vivos para cuando suceda, pero sí existe la fórmula para hacerlo; ¿sabes cuál es? Es sencillo, bájale al individuo el costo de hacer lo legal, y súbele el precio para hacer lo ilegal. Nada más. Todo lo demás es discurso moralizante que no es nada efectivo. El hombre, no lo olvides, es racional.” Desde luego, pienso, el gobernante sin voluntad ni disposición para hacer lo correcto es racional cuando busca la fórmula para ocultar el fruto de su cohecho. Nos despedimos. Milton Friedman no aplaca mi inquietud. ¿Acaso la vida no es más que un cálculo del costo-beneficio? En este momento, no puedo ni quiero desprenderme de Tolstoi.
Prosigo mi paseo. La neblina, tan típica en esta época del año, empieza a ceder paso al brillo de un sol perezoso. Disfruto de la vista de parques, primorosamente cuidados, que se extienden a uno y otro lado del malecón. Me acerco a los acantilados, quiero ver el mar, un puñado de tablistas corren sus grandes olas. Pienso en la ironía que encierra el caso peruano: durante décadas el país vivió bajo el imperio de la economía dirigida que dio lugar a gran corrupción. Se nos pontificó que la economía de libre mercado, por suponer un costo muy bajo de la legalidad, era el mecanismo más efectivo para combatirla y significativamente reducirla. Bueno, reformamos la economía y ya lo ve, la corrupción no cede. No importa el esquema o modelo económico, el gobernante deshonesto siempre intenta vulnerar las instituciones para enriquecerse ilícitamente.
En esta parte de la costa los acantilados no tienen verticalidad absoluta, le hacen espacio a explanadas que detienen el trayecto hacia el camino que abajo la recorre, hacia playas y rompientes. ¿Dónde encuentro la teoría económica que me explique por qué el individuo hace o no hace lo correcto? Y si la encuentro, ¿me permite calcular el beneficio monetario por hacer lo correcto? Me rindo: ¿acaso no es esto parte de los misterios del alma? Presto atención a las explanadas, me percato que sobre ellas almas felices han trazado con piedras de varios colores la representación artística más antigua que documenta la humanidad: el corazón. Vea usted, estimado lector, yo no le sé decir por qué los humanos de todas las épocas, razas y naciones lo usan como símbolo para expresar sentimientos, pasiones, afectos, transparencia, alegría, fuerza, coraje, amor. En suma, para expresar lo que tiene carácter de universal y eterno, lo que en la vida verdaderamente trasciende. Tampoco sé cómo estimarle su precio.
El peruano de hoy convive con un modelo económico que lo está haciendo rico y con una clase política que desprecia por su incompetencia y venalidad. Ha aceptado un compromiso que no es edificante, que anula el potencial de forjar una sociedad grande, mucho más allá de lo económico. Transita en la vorágine de estos tiempos que prometen mayor bienestar material pero siempre está la pausa para la reflexión. Si se abre a considerar la importancia de lo intangible podrá apoyarse en el conocimiento que aporta un buen economista pero Tolstoi lo llevará por el camino que ilumina las verdades superiores. Entonces descubrirá que hay cosas que no se deben tolerar y que es posible elegir gobernantes competentes con la nobleza para hacer lo correcto.
Jorge L. Daly es escritor y economista político
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