La maldición de Italia
Nada sería más peligroso que poner fin a un Gobierno que puede dar una salida apacible al berlusconismo
Se diría que una maldición se cierne sobre Italia. En efecto, si observamos la historia política de la república nacida después de la Segunda Guerra Mundial —tras el referéndum popular de 1946, que abolió la monarquía—, hay un hecho que llama poderosamente la atención: tres de las personalidades que más la han marcado han terminado mal, a saber, Giulio Andreotti, Bettino Craxi y Silvio Berlusconi.
El primero encarnó durante cerca de cuarenta años, y a través de múltiples Gobiernos y coaliciones, el predominio de la democracia cristiana y lo que los italianos llamaron “primera república”, que caería bajo los mazazos de los jueces y las operaciones Manos Limpias, justificadas por un nivel de corrupción impresionante. Andreotti no fue un mal jefe de Estado. Todo lo contrario. Encarnó una modernización prudente, dentro de los estrechos márgenes de maniobra que permitían las dos autoridades tutelares que controlaban la vida italiana: el Vaticano y Estados Unidos. Pero su vida pública terminó con un enorme proceso, el proceso a los vínculos entre el Estado italiano de dominante democristiana y la Mafia.
Bettino Craxi, un líder socialista reconocido en el seno de la familia reformista agrupada en la Internacional Socialista, tampoco gobernó mal. Pero murió en el exilio en Túnez, donde se había refugiado para escapar a la cárcel.
Por su parte, durante sus años en el poder, Silvio Berlusconi no hizo mucho más que seguir enriqueciéndose. Fue elegido por primer vez en 1994, merced a una promesa de modernización acelerada. Berlusconi encarnaba las esperanzas de una amplia clase de pequeños y medianos empresarios, muchos de ellos orientados hacia la exportación, que eran la punta de lanza de la economía italiana. Como hemos podido comprobar con ocasión de la crisis de la deuda soberana, tras haber dominado la vida política italiana durante cerca de veinte años, Il Cavaliere ha dejado su país en un estado lamentable. Hoy, condenado a cuatro años de cárcel por fraude fiscal —una primera condena a la que deberían seguir otras, teniendo en cuenta los numerosos procesos abiertos y suponiendo que la magistratura pueda continuar con su trabajo—, intenta eludir este veredicto solicitando la gracia presidencial y sometiendo a un odioso chantaje al Gobierno de unidad, cuya caída amenaza con provocar.
Triste balance de todos modos: los tres líderes, que, uno tras otro, dominaron la política italiana, lo hicieron a costa de pactos censurables con el diablo o de unas libertades incompatibles con la ética elemental que debería guiar a cualquier gobernante. El resultado es, por supuesto, una total desconfianza hacia los representantes del pueblo, así como el desánimo de una parte de la opinión pública, cada vez más distanciada de la democracia. Sin embargo, la única salida es, y debe ser, el restablecimiento del vínculo de confianza entre los italianos y sus gobernantes.
Hoy por hoy, Italia, que acaba de adentrarse en la senda de una frágil recuperación, es rehén de una personalidad que se niega a asumir su propia cara oculta. Silvio Berlusconi ha regresado ya varias veces por medios que ni el propio Maquiavelo hubiera aprobado. Él fue quien hizo caer al Gobierno Prodi comprando los votos de algunos senadores; y él también fue quien puso punto y final a la experiencia Monti. Romano Prodi y Mario Monti: dos hombres serios y competentes, dos nobles figuras del berlusconismo.
Algunos dirán: “Sí, pero Berlusconi siempre contó con una poderosa base electoral, luego encarna cierta Italia”. Sin duda. La derecha italiana se ha mostrado incapaz de producir un líder capaz de imponerse y, sobre todo, de evolucionar al margen de cualquier dependencia de Silvio Berlusconi. En realidad, el verdadero mérito de este, en los días del fuerte auge populista y xenófobo de la Liga Norte y sus aspiraciones separatistas, fue haber sabido preservar la unidad italiana integrando a la Liga en su coalición gubernamental y, de este modo, neutralizándola.
Pero hoy amenaza con arrastrar a Italia al abismo. Berlusconi no deja de agitar el fantasma de unas nuevas elecciones, como si buscase una especie de referéndum o, más bien, de plebiscito, mediante el cual los italianos zanjaran su conflicto con la magistratura. Ahora bien, los italianos deberían recordar que la República de Weimar murió víctima del incesante recurso a las urnas y, en consecuencia, de su ingobernabilidad. En estos tiempos de tentaciones populistas, e incluso extremistas, que atraviesa Europa, nada sería más peligroso que poner fin a un Gobierno de unidad que, precisamente, hasta ahora representa la posibilidad de una salida apacible del berlusconismo.
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