Llamamiento a Europa: por una fuerza militar disuasoria común
La UE tiene que reforzar y unir sus ejércitos para seguir siendo un actor con peso político en el escenario global. Pero esto solo se puede defender si se da un paso adelante en la integración europea

No es que los principales responsables políticos nacionales de Occidente —y, en un sentido más amplio, de los países del G-7— hayan estado siempre en perfecta sintonía en sus perspectivas políticas; pero siempre compartieron ese común entendimiento de fondo respecto a su pertenencia “al” Occidente bajo el liderazgo de Estados Unidos. Este pilar político se ha desmoronado con la reciente llegada al poder de Donald Trump y el consiguiente cambio de sistema en EE UU, aun cuando formalmente el destino de la OTAN de momento siga siendo una incógnita. Desde una perspectiva europea, esta ruptura de época tiene consecuencias de gran calado, tanto para el desarrollo y posible final de la guerra en Ucrania como para la necesidad, la disposición y la capacidad de la Unión Europea de encontrar una respuesta que nos salve ante esta nueva situación. De lo contrario, Europa también se verá arrastrada por la vorágine producida por la superpotencia en declive.
La triste relación entre estos dos preocupantes temas se debe a la incomprensible miopía de la política europea. Es difícil entender por qué los líderes políticos europeos, especialmente los de la República Federal de Alemania, no vieron venir o, al menos, por qué se hicieron los ciegos ante una conmoción del sistema democrático que ya se venía gestando en Estados Unidos desde hacía tiempo. Después de que el Gobierno estadounidense no hiciera ningún intento de evitar mediante negociaciones el ataque ruso, que se había visto venir con el despliegue de tropas, se hizo necesaria la ayuda militar para preservar la existencia del Estado de Ucrania. Pero lo que resultó incomprensible fue que los europeos, en la engañosa suposición de que la alianza con Estados Unidos estaba intacta, se pusieran completamente en manos del Gobierno ucranio, es decir, que sin sentar objetivos propios y sin orientación propia se prestaran a apoyar incondicionalmente la estrategia bélica ucrania.
Un error político tanto o más imperdonable todavía fue que la República Federal de Alemania, confiando ciegamente en la “unidad de Occidente”, eludiera una y otra vez el desafío, ya evidente desde hacía tiempo, de reforzar la capacidad de acción internacional de la Unión Europea. Por eso resulta angustiante la limitada perspectiva desde la que se debate el inusual esfuerzo en curso por rearmar al ejército alemán en un clima de acalorada crispación contra Rusia. Esto reaviva viejos prejuicios. Porque con este rearme, planificado a largo plazo, de lo que se trata no es directamente del destino de Ucrania, que en este momento es particularmente incierto y que causa una preocupación más que justificada, ni tampoco de un posible o imaginario peligro actual para los países de la OTAN proveniente de Rusia. El objetivo general de este rearme es más bien la autoafirmación existencial de una Unión Europea a la que Estados Unidos posiblemente va a dejar de proteger en una situación geopolítica que se ha vuelto impredecible.
La extravagante actuación y el desconcertante discurso del reelegido presidente Donald Trump durante la toma de posesión de su cargo fueron un golpe de efecto que hizo añicos las últimas falsas ilusiones sobre la estabilidad de la potencia líder que es Estados Unidos, incluso en países como Alemania o en la vecina Polonia. Mientras que al menos Michelle Obama fue lo suficientemente inteligente como para no exponerse al espectáculo de este evento fantasmagórico, los expresidentes asistentes tuvieron que soportar impávidos los insultos. La evocación fantasiosa de una nueva edad de oro y los ademanes narcisistas del orador causaban en un telespectador desprevenido, acostumbrado a las ceremonias de investidura de anteriores jefes de Gobierno, la impresión de estar asistiendo a la exposición clínica de un caso psicopatológico. Pero el estruendoso aplauso de la sala y el asentimiento expectante de Musk y los demás magnates de Silicon Valley no dejaron lugar a dudas sobre la determinación del círculo interno de Trump de llevar a cabo la remodelación institucional del Estado según el plan de acción de la Heritage Foundation, conocido desde hacía tiempo. Como siempre, una cosa son los objetivos políticos y otra su realización. Los ejemplos europeos, como la Hungría de Orbán o el régimen de Kaczyński en Polonia, ahora depuesto, solo se parecen a los planes de Trump en lo que respecta a la restricción estatista del ordenamiento jurídico.
Las primeras medidas del nuevo presidente se han centrado en la electoralmente efectiva deportación de inmigrantes ilegales que, en muchos casos, llevaban décadas viviendo en el país. A esto le siguió el cierre, problemático desde una perspectiva jurídica, de importantes programas de ayuda internacional. No es casualidad que estas primeras intervenciones en el aparato administrativo federal, en gran medida ilegales, estén dirigidas por Elon Musk, nombrado comisario “de eficiencia”, quien, tras adquirir Twitter, ya había “saneado” esta organización con un estilo similar. Estas medidas iniciales evidencian el objetivo político de mayor alcance, consistente en un desmantelamiento radical de la Administración estatal, y apuntan a una política económica libertaria. Pero esta caracterización se queda corta, ya que es de esperar que el adelgazamiento del Estado, a largo plazo, siga seguramente de la mano de un cambio a una tecnocracia gestionada digitalmente.
En Silicon Valley llevan tiempo con este sueño libertario de abolición de la política: esta debe ser reconducida a un modo de gestión empresarial dirigida por nuevas tecnologías. Aún no está nada claro cómo estas ideas de largo alcance van a poder ser compaginadas con el estilo de actuación de Trump, con una política de decisiones arbitrarias sorprendentes y desvinculada de las normas establecidas. No solo resulta desconcertante el estilo del dealmaker, de carácter imprevisible, que actúa por interés nacional a corto plazo. Como en el caso de la fantasía obscena de agente inmobiliario sobre la reconstrucción de la desolada Franja de Gaza, es la irracionalidad de esta persona, cuya imprevisibilidad probablemente sea intencionada, la que podría chocar con los planes a largo plazo del vicepresidente o de sus nuevos amigos tecnócratas.
El nuevo tipo autoritario de la era digital no tiene nada que ver con el fascismo histórico
Lo más difícil de predecir es la implementación política del cambio de régimen planeado y puesto en marcha, que, manteniendo a nivel formal una constitución de facto vaciada de contenido, ha de conducir a una nueva forma de dominación tecnocrática y autoritaria. Dado que los problemas que requieren regulación política son cada vez más complejos, un régimen de este tipo respondería a la creciente necesidad de una población despolitizada y aliviada de decisiones políticas trascendentales de disponer de un sistema que funcione por sí mismo. La ciencia política ya lleva tiempo reflejando esta tendencia en su terminología, al hablar de democracias “reguladoras” de forma eufemística. En estos casos, basta la mera celebración formal de elecciones democráticas, con independencia del grado de participación real de votantes informados en un proceso de formación de opinión. Este nuevo tipo de dominación no tiene ninguna similitud con el fascismo histórico. En Estados Unidos no se ven tropas uniformadas, sino una vida normal, salvo un reducido grupo de hordas alborotadoras como las que asaltaron el Capitolio hace cuatro años animadas por su presidente y que después sus miembros fueron indultados del delito de alta traición. Aún son criterios sociales y culturales más o menos inequívocos los que dividen a la población en dos bandos políticos prácticamente iguales. Los procesos judiciales por las flagrantes violaciones de la Constitución por parte del Gobierno todavía se encuentran en los tribunales de primera instancia. La prensa aún no está uniformada, aunque, en parte, se haya adaptado a las nuevas circunstancias. Se están gestando aún las primeras resistencias en las universidades y en otros ámbitos culturales. Pero no hay duda de que este Gobierno actúa con rapidez.
Este giro era previsible desde hacía tiempo. A principios de los años noventa, con el programa de George H. W. Bush, Estados Unidos se encontraba sin duda en el cénit de una superpotencia: era perfectamente plausible que Occidente pudiera entonces impulsar el régimen de los derechos humanos en todo el mundo. El fin de la Guerra Fría había hecho albergar esperanzas en el florecimiento duradero de una sociedad mundial pacificada. En aquella época surgieron nuevos sistemas democráticos en muchos lugares del mundo. Las intervenciones humanitarias eran un tema importante, aunque los intentos exitosos no llegaran a consolidar su éxito a largo plazo. En 1998 se aprobó el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. La guerra de Kosovo había desencadenado los debates que llevaron al reconocimiento de la “responsibility to protect” [la responsabilidad para proteger]. Pero esta perspectiva idealista cambió a principios del nuevo siglo con la investidura de Gobierno de George W. Bush, que había accedido al poder gracias a una dudosa sentencia del Tribunal Supremo contra Al Gore [sobre el recuento de los votos en Florida]. Y con los atentados terroristas del 11 de septiembre, la posterior declaración de la “guerra contra el terror”, con controvertidas restricciones de los derechos fundamentales y un aumento de los controles en todo el país, el clima político de Estados Unidos cambió radicalmente. Este tenso clima fue el telón de fondo de la agresiva toma de posición contra el “eje del mal” y de la invasión de Irak violando el derecho internacional, de la autorización de prácticas de tortura, del establecimiento de Guantánamo y, en general, del intento de una movilización agresiva de Occidente.

No, una vez destruidas, las instituciones no se pueden restaurar sin más
Después de que Bush fuera reelegido a pesar de todo, este primer mandato pudo percibirse como el punto de inflexión que más tarde resultó ser. Desde entonces, hay voces que hablan del declive de la superpotencia. La elección de Barack Obama, el primer presidente negro, aclamado a escala nacional e internacional, no supuso el cambio esperado. Durante su mandato se impuso también la práctica, cuestionable desde el punto de vista del derecho internacional, de ejecutar a personas consideradas “enemigas” en cualquier lugar del mundo mediante drones teledirigidos. Y, a más tardar, la victoria en 2016 de un tipo errático como Donald Trump, que en su momento todavía provocó protestas, tendría que haber puesto de manifiesto la fractura político-cultural del electorado, que obviamente tenía causas socioeconómicas más profundas.
Esta elección, a esas alturas, tendría que haber centrado la atención de los europeos en la convulsión de las instituciones políticas en Estados Unidos. Y es que la infiltración plebiscitaria del Partido Republicano, iniciada a finales de los años noventa, había acabado por hundir un sistema bipartidista estable. Hoy en día se ve que instituciones como esta, en largo proceso de descomposición, no pueden ser restauradas en el transcurso de una legislatura, incluso si la propuesta de Trump volviera a fracasar en las próximas elecciones. No menos alarmante es la politización del Tribunal Supremo, que, por ejemplo, absolvió a Trump, justo antes de su reelección, en un caso cometido durante su primer mandato, alegando que los presidentes no pueden ser procesados a posteriori por un delito cometido durante el ejercicio de su cargo. Este veredicto abre las puertas a la política sin consideraciones y errática de Trump en la actualidad.
Será necesario que pase el tiempo para que los historiadores puedan emitir un juicio sobre las interpretaciones encontradas de los antecedentes y de la posible evitabilidad de la invasión rusa de Ucrania. Sea cual sea el veredicto, la situación política después del 23 de febrero de 2022 era inequívoca: con la ayuda de EE UU, Europa tenía que acudir en ayuda de la Ucrania atacada con la suficiente rapidez para preservar su existencia como Estado. Pero en lugar de agitar banderas y gritar consignas de guerra y de aspirar a la victoria sobre una potencia nuclear como Rusia, habría sido más apropiado reflexionar de forma realista sobre los riesgos de una guerra prolongada. Faltó la consideración crítica del peligro de una ruptura con el sistema económico mundial existente y con una sociedad global hasta entonces más o menos equilibrada. También en interés propio, se debería haber intentado lo antes posible entablar negociaciones con esta potencia imperial irracional y desde hace mucho en declive que es Rusia para alcanzar un acuerdo aceptable para Ucrania, pero esta vez garantizado por Occidente. Ya el primer día de la invasión rusa, la consideración sobria de la fecha de las próximas elecciones presidenciales estadounidenses debería haber convencido a los europeos de la fragilidad de la ya tambaleante Alianza Atlántica.
Para un individuo medianamente ilustrado de mi generación, el triunfalismo autocomplaciente sobre la unidad de Occidente y sobre el resurgimiento de la capacidad de actuación de la OTAN, ya dada por muerta, resultaba fantasmagórico. Igualmente desconcertante era la insensibilidad pública ante el estallido de violencia militar en Europa. Parecía haber desaparecido toda sensibilidad hacia la violencia disuasoria de las guerras y hacia el hecho de que las guerras surgen con facilidad, pero son difíciles de acabar.
Tanto mayor es el espanto en la actualidad al ver cómo el congraciamiento sin principios de Trump con Putin divide a Occidente y pone en tela de juicio el fundamento normativo, invocado con razón, de la ayuda a Ucrania. Aunque los aliados, burlados, puedan seguir justificando su intervención con buenas razones de derecho internacional, ahora, abatidos, ven cómo su éxito depende de la cruda política de poder de Trump. Esto ya lo mostraron los pocos días que Estados Unidos interrumpió su apoyo logístico en el frente de Kursk. Así, Inglaterra y Francia tuvieron que abstenerse a regañadientes en el Consejo de Seguridad ante una moción sobre Ucrania que Estados Unidos había acordado conjuntamente con Rusia y China. Mientras Francia subraya la necesidad de que la Unión Europea solo puede independizarse de Estados Unidos en materia de política de seguridad con la ampliación de su paraguas nuclear a todos los Estados miembros, el primer ministro británico, Keir Starmer, reafirma ante Ucrania la promesa de ayuda, que se ha vuelto más tímida, con una coalición de 30 Estados más o menos dispuestos a apoyar. Por cierto, parece que, cuando se habla de esta “coalición de voluntarios”, a nadie le molesta que se adopte un nombre que George W. Bush introdujo para su guerra al margen del derecho internacional. Resulta desconcertante que la Unión Europea no represente ningún papel político de peso en las negociaciones sobre un posible alto el fuego. Son Estados Unidos y Rusia y, en el mejor de los casos Inglaterra y Francia, los que están negociando sobre y con la propia Ucrania.

¿Sigue EE UU siendo un superpoder? Parece que Trump tiene sus dudas
En cualquier caso, el cambio de rumbo de Estados Unidos con respecto a Rusia, sea cual sea su resultado, no es más que un giro sorprendente en una nueva situación geopolítica que se venía gestando desde hace tiempo y que se ha agudizado con el conflicto de Ucrania. Con independencia del éxito que tenga, parece que, con su acercamiento a Putin, Trump admite que, a pesar de su superioridad económica, Estados Unidos ha perdido la hegemonía mundial y, en cualquier caso, ha renunciado a la pretensión política de ser una potencia hegemónica. La guerra de Ucrania no ha hecho más que acelerar la reconfiguración de las fuerzas geopolíticas: el innegable ascenso global de China y los éxitos a largo plazo del ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda de un Gobierno chino con una estrategia inteligente, las ambiciosas pretensiones de la India, su rival, y, por último, las crecientes ambiciones políticas mundiales de potencias medianas como Brasil, Sudáfrica, Arabia Saudí y otros países. La región del Sudeste Asiático está experimentando cambios similares. No es casualidad que la publicación de obras sobre el reordenamiento de un mundo multipolar haya aumentado de manera notable en la última década. Este cambio en la situación geopolítica, solo agravado por la división de Occidente, sitúa el actual rearme de la República Federal de Alemania en una perspectiva muy diferente a la que sugieren las especulaciones sobre una amenaza actual de Rusia hacia la UE.
En mi opinión, el clima anímico en Alemania, impulsado también por una formación de opinión política unilateral, se ha dejado arrastrar al remolino de una hostilidad recíproca frente a la agresión. Por supuesto, la última resolución del Parlamento alemán cesante es también una señal inequívoca de determinación para no permitir que Ucrania sea víctima de un acuerdo adoptado sin su consentimiento. Pero el rearme alemán, planificado a más largo plazo, persigue sobre todo otro objetivo: los países miembros de la Unión Europea deben reforzar y unir sus fuerzas militares, porque de lo contrario dejarán de contar políticamente en un mundo en proceso de cambio geopolítico y en desintegración. Solo siendo una Unión con capacidad de actuación política autónoma los países europeos podrán hacer valer de forma efectiva su peso económico global común en defensa de sus convicciones normativas y de sus intereses.
Desde Merkel, Alemania ha castigado con ignorancia los esfuerzos de Francia
En este contexto, se plantea una cuestión de la que nadie ha hablado hasta ahora: ¿puede la UE ser percibida a escala global como un factor de poder militar independiente mientras que cada uno de sus Estados miembros pueda decidir soberanamente, en última instancia, sobre la estructura y el uso de sus fuerzas armadas? Solo con capacidad de acción colectiva, también en lo que respecta al uso de la fuerza militar, ganará independencia geopolítica. Esto, por supuesto, plantea una tarea del todo nueva para el Gobierno alemán. En efecto, tendrá que superar un umbral político de la integración europea que el Gobierno alemán bajo Schäuble y Merkel siempre insistió en evitar, por no hablar de la ignorancia y la pasividad del Gobierno de coalición tripartito en materia europea. ¡Y todo ello en el contexto de los esfuerzos que Francia, nuestro vecino, lleva realizando desde hace muchos años!
Por razones históricas comprensibles, los Estados miembros nuevos y no tan nuevos del este y noreste de la Unión Europea que más reclaman la fortaleza militar son precisamente los menos dispuestos a ello. Por lo tanto, en este caso también, la cooperación más estrecha que los tratados de la Unión permiten a las partes dispuestas de entre sus miembros tendrá que partir más bien de los países del núcleo histórico de la UE. Una enorme tarea en la que Friedrich Merz podría crecer de forma inesperada, precisamente porque la confianza de la población en su capacidad de liderazgo no es que sea abrumadora.
Pero la ola de rearme está provocando reacciones muy diferentes. Y no solo de los de siempre, que celebran el nacionalismo, ya superado históricamente, como si fuera una virtud atemporal, sino también de los políticos que quieren reanimar a una juventud, que con buenas razones ya es posheroica, recuperando el servicio militar obligatorio. Y esto en países que, por buenas razones, casi todos hace tiempo que abolieron o suspendieron el servicio militar obligatorio. En esta abolición del servicio militar obligatorio se refleja un proceso de aprendizaje con el trasfondo de la historia universal, a saber, la convicción, nacida en los campos de batalla y en los sótanos de la Segunda Guerra Mundial, de que ese ejercicio asesino de la violencia es inhumano, aunque, sin duda, esta solución última de los conflictos internacionales, desde el punto de vista político, sin duda solo pueda ser abolida paso a paso. Me asusta ver desde qué sectores, de manera irreflexiva o incluso expresamente con el objetivo de reavivar una mentalidad militar que se creía superada con razón, se está apoyando al Gobierno alemán, que ahora se dispone a llevar a cabo un rearme sin precedentes del país.
Las razones políticas que he mencionado para justificar el fortalecimiento de una fuerza militar disuasoria común de la Unión Europea solo las puedo defender bajo la reserva de que se dé un paso adelante en la integración europea. Para justificar esta reserva debería bastar la idea con la que se fundó y se construyó la antigua República Federal de Alemania: ¿qué sería de una Europa en cuyo centro el Estado más poblado y con mayor poder económico se convirtiera además en una potencia militar muy superior a todos sus vecinos, sin estar integrado de forma obligatoria por el derecho constitucional en una política exterior y de defensa europea común sujeta a decisiones mayoritarias?
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