Habermas y la crisis de identidad alemana
El filósofo alemán publicó a finales de abril un artículo defendiendo al canciller Olaf Scholz y le llovieron las críticas. Pero Habermas no es ningún conformista. Y no quiere que la indignación con Rusia empañe años de esfuerzos de su país por promover la paz
La invasión de Ucrania por parte de Vladímir Putin ha trastocado por completo la política mundial, y especialmente la alemana. Durante la sesión de emergencia del Bundestag celebrada el 27 de febrero, el canciller alemán, Olaf Scholz, proclamó que nos encontrábamos en una Zeitenwende, un punto de inflexión en la historia. El ataque de Rusia a Ucrania significaba el comienzo de una nueva era para Europa y Alemania. Pero ¿en qué dirección se encamina la historia?
Scholz prometió aumentar el gasto de defensa de Alemania y en marzo anunció la compra de un gran número de los carísimos aviones de combate estadounidenses F-35. Posteriormente se endurecieron las sanciones contra Rusia, y Alemania ha aceptado incluso enviar armamento pesado a Ucrania. Pero Berlín se opone a un boicoteo total del petróleo y el gas rusos, y el material militar que puede ofrecer a Kiev es limitado en comparación con otros países europeos, por no hablar de Estados Unidos. Siempre existe la sospecha de retrasos deliberados, reticencias y miedos. La situación se ha interpretado, en Alemania y en otros países, como una auténtica crisis de identidad política. En ningún otro país de Occidente se ha movilizado la clase intelectual como en Alemania ni ha habido tanto debate y tanta crítica sobre la actuación del Gobierno en las televisiones y los periódicos. La situación se ha exacerbado después de que Volodímir Zelenski criticara la tradicional política de distensión de Alemania respecto a Rusia en el discurso que pronunció ante el Bundestag en marzo y tras los comentarios asombrosamente sinceros del embajador de Ucrania en Berlín. Sabemos que las cosas se están poniendo verdaderamente serias cuando Jürgen Habermas, el decano de la filosofía y el comentario político en Alemania, a sus 92 años, ha entrado en la refriega, por una vez para defender al Gobierno.
La agresión de Rusia ha hecho que en Alemania se planteen unas discusiones tan importantes porque el país debe su forma actual al fin pacífico de la Guerra Fría y la reunificación. El éxito de 1989 y 1990 fue posible gracias a casi dos décadas de Ostpolitik, durante las que el comercio y la distensión con la Unión Soviética sirvieron para empezar a derribar el telón de acero. Para tener buenas relaciones con Moscú siempre ha habido que pactar con el diablo, primero con el régimen soviético y opresor, en los años setenta y ochenta, y luego con Vladímir Putin, desde el año 2000. Cuando Rusia invadió Georgia en 2008, cuando se anexionó Crimea en 2014 y cuando envenenó a Alexéi Navalni en 2020, Berlín se encogió de hombros y siguió adelante. Ahora, el ataque de Putin a Ucrania y la extraordinaria resistencia ucrania impiden mantener esa estrategia.
El problema es especialmente delicado porque fue precisamente el partido del canciller Scholz, el Partido Socialdemócrata (SPD), entonces encabezado por el carismático Willy Brandt, el que a finales de los años sesenta puso en marcha la Ostpolitik. La distensión está muy arraigada en el SPD, y quien mejor lo simboliza es Gerhard Schröder, excanciller e impenitente [ex]presidente del consejo de administración de la petrolera estatal rusa Rosneft [casrgo del que dimitió el viernes[. Pero los socialdemócratas no son los únicos. Muchas voces de la derecha alemana han hablado desde siempre de las ventajas de lograr un modus vivendi con Rusia, primero con el zar, luego con los soviéticos y ahora con Putin. Para ellos, Bismarck es el máximo modelo de equilibrio entre Oriente y Occidente. En 2013, la ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD) hizo público un programa de política exterior directamente inspirado en el Canciller de Hierro y que defendía una política exterior nacional segura de sí misma pero consciente de la importancia de Rusia en la historia de Alemania desde la época de Federico el Grande y respetuosa con los intereses rusos en los Estados pos-soviéticos. Esta tendencia es aún más fuerte por un trasfondo de antiamericanismo que destaca especialmente en la extrema izquierda de Die Linke. Y, como ha quedado vergonzosamente claro en los últimos meses, en Berlín hay un desprecio generalizado por los derechos nacionales de los Estados “pequeños” de Europa del Este —en particular Polonia y Ucrania— que tienen la desgracia de estar encajonados entre Alemania y Rusia. Por su parte, las empresas industriales alemanas, como Siemens, se aferran a los 150 años de negocios rentables con Rusia, una relación que no quieren que se rompa por una fruslería como la anexión de Crimea.
Ahora bien, aunque todos estos factores sean muy alemanes, también han estado presentes en el resto del mundo desde el final de la Guerra Fría. El petróleo mueve mucho más dinero que el gas ruso del que depende Alemania, y fueron las grandes petroleras británicas, estadounidenses y francesas las que llevaron a cabo grandes inversiones en Rusia en los años noventa y dos mil. En el terreno diplomático, la tradición gaullista francesa busca el equilibrio entre Washington y Moscú. En Italia, Rusia siempre ha suscitado profundas simpatías. Y luego está Londongrado.
También sería estúpido decir que la Ostpolitik se ha vuelto controvertida ahora, después de que Putin invadiera Ucrania. La verdad es que ni en Bonn ni en Berlín fue nunca una estrategia dominante. Cuando la coalición social-liberal y progresista de Willy Brandt elaboró su política exterior, a finales de los años sesenta, la derecha la criticó con enorme dureza. Siempre hubo que hacer equilibrios. Los cancilleres Helmut Schmidt, Helmut Kohl y Angela Merkel, por mucho que quisieran tener buenas relaciones con Moscú, eran atlantistas acérrimos. En Alemania, ser un Putin-versteher (“comprensivo con Putin”) declarado no es lo más habitual, sino una opinión marginal. Die Linke y la AfD cuentan con grandes apoyos en la antigua RDA, pero no parece que ninguno de los dos vaya a formar parte nunca del gobierno nacional. Es significativo que el Partido de los Verdes, al que en algún momento se consideró un caballo de Troya de la neutralidad y el nacionalismo alemán, haya asumido desde hace tiempo una política exterior que se define por dar prioridad absoluta a los derechos humanos y, en consecuencia, por alinearse sin vacilaciones con “Occidente”.
Los estereotipos de trazo grueso no captan la complejidad de la política alemana. El problema de mantener un equilibrio respecto a Alemania es real, y tanto las relaciones exteriores como la democracia son objeto de polémica en el país, afortunadamente. Y no hay nadie que encarne esa historia con tanta solidez como Jürgen Habermas.
Hace medio siglo, Habermas surgió como el heredero en Alemania Occidental de la corriente teórica crítica conocida como la Escuela de Fráncfort, así llamada por el Instituto de Investigación Social fundado en la Universidad de Fráncfort en 1929. A partir de las raíces del Instituto en el marxismo de entreguerras, Habermas, en los años sesenta y setenta, centró su teoría crítica no en el trabajo, sino en la comunicación. Su preocupación ha sido, toda la vida, la posibilidad de la razón y la emancipación inherente al lenguaje, el discurso y la deliberación. Impulsado por ese compromiso con una tradición que se remonta a la Ilustración, en los años ochenta se distanció de pensadores radicales franceses como Michel Foucault y Jacques Derrida. A finales de los noventa apoyó los bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia. Y todo ello le granjeó la fama de defensor del poder occidental.
Pero deducir que Habermas es un conformista es malinterpretar por completo su filosofía, su política y, sobre todo, su presencia pública en la Alemania moderna. Habermas es desde hace 70 años una figura discutidora y a veces polémica en la vida pública de la República Federal. En los años cincuenta y sesenta puso en tela de juicio los vínculos de Martin Heidegger con el nazismo y las beaterías de la Guerra Fría. En 1968 hizo de mediador con los estudiantes radicales. En los años setenta formuló una compleja teoría de la crisis de legitimación. En los ochenta se opuso al rearme nuclear y denunció el giro nacionalista y revisionista de la historiografía, que amenazaba con relativizar el carácter singular del Holocausto. En el momento de la unificación nacional, en 1990, exigió que no se hiciera un mero Anschluss [anexión] de Alemania Oriental, sino que hubiera una convención constitucional. A finales de los años noventa, su propuesta —junto con Joschka Fischer— de que Los Verdes aprobaran la intervención en Yugoslavia, en nombre del deber de proteger, fue una posición controvertida y difícil de seguir. En 2003, Habermas hizo frente común con Derrida contra la guerra de Irak. Entre 2010 y 2015, después de haber criticado durante mucho tiempo la judicialización de la política alemana bajo la autoridad del poderoso Tribunal Constitucional, denunció la deriva tecnocrática de la política de la eurozona.
Esta no es la trayectoria de un conformista. En 2022, Habermas teme que vuelva a reforzarse la derecha con la excusa del entusiasmo por la resistencia ucrania. Y, una vez más, su largo y reflexivo artículo del 28 de abril en el Süddeutsche Zeitung [y en Ideas] fue blanco de una avalancha de críticas. Como muchas otras veces, la indignación encontró una plataforma en las páginas del diario conservador Frankfurter Allgemeine Zeitung. En esta ocasión se acusa a Habermas de defender una tradición maltrecha y desacreditada de la política germano-occidental, de estar en connivencia con Putin y de aferrarse a viejas ideas preconcebidas sobre la guerra nuclear, mientras trata con condescendencia a los ucranios y sus partidarios entre los jóvenes alemanes.
No hizo ningún favor a Habermas el hecho de que su artículo se publicara al lado de una carta abierta sin pies ni cabeza, que expresaba una posición derrotista. El teórico radical y activista multimedia Alexander Kluge se las arregló para decir a un entrevistador de radio que la rendición de 1945 le había enseñado que rendirse no estaba mal. Olvidó mencionar que su ciudad natal se rindió a los estadounidenses. Alice Schwarzer, una figura inmensa del feminismo alemán, insiste en que Zelenski es un provocador. Ambos firmaron una carta abierta que ponía en duda el derecho del Gobierno de Ucrania a decir a Alemania cuál era la política adecuada e incluso el derecho de Zelenski a hablar en nombre de su pueblo, que, según imaginaban los firmantes alemanes, quizá preferiría un alto el fuego inmediato y las consiguientes negociaciones.
Habermas no firmó la carta. No es ningún pacifista. La objeción a la violencia tiene un límite, que es cuando están en juego las libertades fundamentales. Habermas reconoce que el suministro de armas a Ucrania es esencial. Lo que critica no son las peticiones de que se tomen más medidas, sino el tono en que se hacen. Le preocupa “la seguridad con la que los alemanes llenos de indignación moral atacan a un gobierno federal introspectivo y reservado”.
Esa seguridad se traiciona a sí misma. Todas las personas decentes estarán de acuerdo en que la agresión de Putin no debe triunfar. Pero también debemos convenir en que una guerra con Rusia es inconcebible. Rusia es una potencia nuclear y la posibilidad de escalada causa espanto. Cualquier intervención política de buena fe, insiste Habermas, tiene que abordar de frente este dilema.
Para Occidente, escribía Habermas en su artículo, “dado que ha decidido ser parte beligerante en este conflicto, hay un umbral de riesgo que le impide comprometerse a enviar todo el armamento que haga falta a Ucrania… Quienes no tienen en cuenta ese umbral y se empeñan en seguir presionando de forma agresiva al canciller alemán pasan por alto o no entienden el dilema en el que esta guerra ha sumido a Occidente, que, con su decisión —moralmente justificada— de no pelear en el conflicto, se ha atado de pies y manos”.
Ante este dilema, la impaciencia de los detractores de Scholz —entre los que, además de los portavoces ucranios y los halcones de la derecha, están muchos de los viejos pacifistas en las filas del Partido Verde— no es inocente. Lo que están poniendo en duda, dice Habermas, es “la estrategia general de la política alemana de dar prioridad al diálogo y la paz”, que nunca debe darse por sentada. Costó mucho conseguirla y, como señala Habermas, “ha recibido críticas constantes de la derecha”.
Los que alegan que pensar en la amenaza nuclear de Rusia es ceder al chantaje tienen razón. Pero cometen el error de creer que así zanjan la discusión. En realidad, lo único que hacen es reformular el problema. Como indica Habermas, “quienes se oponen a ejercer una ‘política del miedo’ de forma racional y justificada ya se han sumado al tipo de argumento en el que insiste con razón el canciller Olaf Scholz: el de una reflexión minuciosa, políticamente responsable y objetivamente exhaustiva”.
Este modo de argumentación es típico de Habermas. Por un lado, ofrece una afilada crítica política y, por otro, expone las condiciones imprescindibles para un consenso racional. También hace otra cosa típica de él, que es proponer un análisis de los motivos sociopolíticos de la confusión actual. La causa principal de la intensidad del debate alemán es, según Habermas, que la guerra ha desencadenado, más que un giro histórico decisivo —en palabras de Scholz—, un enfrentamiento de distintas temporalidades. Un choque, como dice Habermas, entre “mentalidades contemporáneas pero no simultáneas desde el punto de vista histórico”.
Parte de la tensión procede de la propia Alemania. Como alegan los críticos y Habermas está dispuesto a reconocer, su propia generación vive con la huella política indeleble de la era atómica y sus consecuencias, que estableció el fin de la historia militar convencional.
Los hijos y nietos de esa generación heredaron una cultura aún más convencida de la fuerza del derecho internacional. Y la interpretación de Habermas es que es ese compromiso con las normas el que les hace exigir que Putin comparezca ante el Tribunal de La Haya. Lo incongruente es que tenga que ser precisamente Habermas quien les recuerde que ni Rusia ni Estados Unidos aceptan la autoridad del tribunal internacional y que exigir que se juzgue a Putin como criminal de guerra equivaldría a una declaración de guerra. Que los antiguos pacifistas conviertan ahora la defensa de Ucrania en una justa cruzada no significa, dice Habermas, que se hayan vuelto realistas, sino que han puesto el realismo del revés. El denominador común es un apasionado compromiso de defender las normas frente a las situaciones más duras.
Luego está la enigmática figura del propio Putin. ¿A qué época pertenece? ¿Es una criatura de la historia profunda de Rusia? ¿O, como prefiere Habermas, un arribista resentido, surgido tras la caída del poder soviético? ¿Representa un verdadero peligro nuclear, dispuesto a llegar hasta el final? ¿O todo esto es un farol? Nuestra desorientación, en parte, se debe a que no sabemos hasta qué punto debemos tomarle en serio.
Por último, está la gran sorpresa que nos ha deparado esta crisis que es Ucrania con su extraordinaria resistencia. Como subraya Habermas, “en nuestra admiración por Ucrania hay también un elemento de asombro ante la certidumbre de la victoria y el valor inquebrantable de los soldados y reclutas de todas las edades, decididos como sea a defender su patria de un enemigo militarmente muy superior”.
En opinión de Habermas, ese fenómeno es otra forma más de expresar la contemporaneidad de lo no contemporáneo. Ucrania está en la fase de creación de un Estado nacional, Alemania ya la superó hace tiempo. Cuando vemos las reacciones espontáneas de entusiasmo y solidaridad con Ucrania, los alemanes y todos los occidentales deberíamos tener en cuenta esa diferencia y lo que implica. Nos emociona el heroísmo de los ucranios, y eso pone de manifiesto el desánimo que invade nuestra política. Pero no debemos despreciar sin más nuestra cultura posheroica. Es una consecuencia histórica lógica de vivir bajo el paraguas de la OTAN. En cambio, el coraje desesperado de los ucranios refleja que ellos no. En estas circunstancias, se pregunta Habermas, “¿no es una forma de engañosa santurronería apostar por la victoria ucrania contra la guerra asesina de Rusia sin empuñar nosotros las armas? La retórica belicosa no concuerda con las gradas desde las que se utiliza”.
Esta distancia entre las naciones-Estado ya asentadas y la que todavía está por hacerlo tiene consecuencias para ambas partes. No podemos seguir jaleando la sangre desde la seguridad de las gradas. Pero Ucrania también debe revisar sus tácticas diplomáticas.
A Habermas se le ha acusado de insinuar que Volodímir Zelenski y los guerreros de la información de Ucrania nos están manipulando con una hábil operación mediática y que están ejerciendo un chantaje moral, cosa que, por supuesto, es verdad. Tampoco hay que avergonzarse de ello. Kiev está librando la batalla de la información con la misma determinación y habilidad que muestra en otros frentes. Está haciendo exactamente lo que debe hacer. Lo que quiere subrayar Habermas es algo más sutil.
Ucrania aprovecha el sentimiento de culpa de los alemanes por su pasividad. Pero la posición de Alemania también se explica por su historia. Como señala Habermas, “los aliados no deben reprocharse mutuamente el hecho de tener diferentes mentalidades políticas que históricamente no coinciden porque unos están todavía en pleno proceso de construir un Estado nacional y otros han superado ya ese proceso de formación”.
Ucrania y Alemania tienen que aprender a relacionarse pese a ese desfase. Y para eso hacen falta tacto, perspicacia y diplomacia. Dice Habermas: “… Hay que aceptar que esas diferencias son una realidad y tenerlas en cuenta a la hora de cooperar. Mientras esas diferencias que definen la perspectiva permanezcan en segundo plano, lo único que crearán es confusión emocional”.
Se pudo comprobar con la reacción al estremecedor discurso de Zelenski en el Bundestag, en el que calificó la atención que presta Alemania a la memoria del Holocausto de palabrería sin valor. Aunque el Gobierno y el Bundestag no dedicaron ni un minuto a discutir el discurso, la población sí reaccionó, según Habermas, con una mezcla confusa de “claros indicios de aprobación” e identificación espontánea con la posición de Zelenski y una actitud defensiva y de orgullo.
La crítica de Zelenski fue un ataque contundente, que, con su “olvido de las diferencias históricas de percepción e interpretación de la guerra, no solo desemboca en errores importantes a la hora de relacionarse con el otro, sino, aún peor, en una mutua incomprensión de lo que el otro piensa y quiere verdaderamente”.
Habermas está advirtiendo a sus conciudadanos contra el espejismo de que, a través de Ucrania, hay una vía para regresar al futuro. La actitud posheroica es una reacción históricamente lógica a la historia de Europa desde el final de la II Guerra Mundial y la Guerra Fría. Tratar de cerrar la brecha emocional y cultural que separa a Alemania de Ucrania en medio de la constante realidad del enfrentamiento nuclear es poco realista y peligroso. El problema que debemos resolver colectivamente es cómo ofrecer nuestro apoyo genuino sin dejar de ser conscientes de la distancia. Se podría decir que Habermas nos exhorta a desentrañar la política de alianzas en el escenario internacional y bajo la sombra de la amenaza nuclear.
Lo que está claro es que tenemos que encontrar una solución constructiva al dilema planteado por la guerra, una solución que, como dice Habermas en su última frase, debe definirse en función de una aspiración esencial: “Ucrania ‘no debe perder’ esta guerra”. Su proyecto de construcción de un Estado nacional debe continuar.
En cuanto a Europa, su tarea es otra. Lo que el contraste con Ucrania debe sacar a la luz no es tanto la falta de una identidad nacional debidamente heroica como la falta de capacidades posnacionales en la UE. Como señala Habermas, si los que han proclamado que estamos en un punto de inflexión histórico son los mismos que defienden desde hace mucho que Europa debe ser capaz de defenderse militarmente por sí sola para garantizar que “su forma de vida social y política” no se desestabilice desde fuera ni se vacíe desde dentro. Esa no sería una respuesta equiparable al heroísmo de Ucrania, pero al menos permitiría a Europa hacer política con independencia tanto de Estados Unidos como de Rusia. En estos momentos, los políticos estadounidenses se desviven por dar decenas de miles de millones de dólares a Ucrania para luchar contra Rusia. El hecho de que puedan ponerse de acuerdo en eso y no en la política de salud o el cambio climático es un síntoma de la situación disfuncional de Estados Unidos. Pero no sabemos qué nos va a deparar la política estadounidense a corto plazo. Es posible que Europa se encuentre, más pronto que tarde, ante un desorientador choque de temporalidades históricas y tiempo político, no en Europa del Este, sino al otro lado del Atlántico. Como nos recuerda Habermas, la reelección de Macron nos ha proporcionado otra oportunidad. ¿La aprovechará Europa?
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