La guerra era esto. El escritor amenazado que cuenta cómo ha cambiado la vida en Ucrania
Pimientos plantados en macetas, gallinas que no ponen huevos, refugiados sin maletas y un viejo monumento de Lenin en pie. Andrei Kurkov, el novelista ucranio más importante, narra una extraña mezcla de cotidianidad y cosas fuera de lugar
En cuanto el ministro de Asuntos Exteriores ruso, [Serguéi] Lavrov, anunció que había comenzado la segunda fase de la guerra rusa en Ucrania, cayeron varios misiles sobre el zoo de Mykolaiv. Dos de ellos golpearon el recinto de los bisontes, pero no explotaron. No tenemos más remedio que alegrarnos de la mala calidad de la munición rusa. A veces salva la vida de las personas, y a veces, la de los animales.
El suelo ucranio ya está sembrado de proyectiles y cohetes, muchos de ellos plantados en lo más profundo de la tierra. Durante mucho tiempo habrá alguna que otra explosión que nos recordará esta guerra. En algunos aspectos, la agresión rusa contra Ucrania es predecible, pero en otros es extraña, casi estrambótica. Por ejemplo, durante los combates en Mariupol murió el conocido pianista de jazz Nikolai Zvyagintsev. Era solista de la Filarmónica de Donetsk. Lo mataron los defensores ucranios de la ciudad porque luchaba del lado de las tropas rusas. Han aparecido informaciones que indican que los músicos de la Filarmónica de Donetsk fueron engañados para ir a la guerra. Les dieron uniformes militares, les pidieron que se los pusieran, les dieron ametralladoras y les ordenaron ser soldados. ¿Tenían elección? ¿Qué era lo que querían de verdad? Me resulta difícil decirlo. Ahora bien, estamos hablando de unos músicos que decidieron quedarse en la separatista República Popular de Donetsk, que, con el estímulo y la ayuda de Rusia, lleva ocho años luchando contra las fuerzas ucranias.
El departamento de personal del Ejército ruso está trabajando mucho. Tras la pérdida de numerosas unidades militares de la propia Rusia, el Ejército está reclutando el mayor número posible de hombres de las dos “repúblicas separatistas” (Donetsk y Lugansk) y de países en los que Rusia apoya a los dictadores locales: Siria y Malí. La oficina de reclutamiento militar no tiene que preocuparse demasiado por la tasa de supervivencia de esos soldados extranjeros y separatistas. Desde luego, ningún familiar de separatistas caídos se atreverá a quejarse de su muerte. El grupo ruso de mercenarios Wagner reclutó a varios centenares de soldados sirios del Ejército del califa Haftar, los trasladó en avión a Rusia y de allí los transportó a Ucrania. Se les prometió un buen salario, pero no se les advirtió del mal tiempo. Los soldados ucranios se han sorprendido al encontrar monedas sirias y estadounidenses y, a veces, billetes de la República de Malí en los bolsillos de los soldados muertos.
En Ucrania también hay “reclutas sorpresa”, pero de otro tipo: todo el equipo de fútbol Prykarpattia Ivano-Frankivsk se alistó en el Ejército junto con su entrenador. Los han enviado a entrenarse y no irán al frente hasta que hayan adquirido las habilidades necesarias para el combate.
El suelo ucranio ya está sembrado de proyectiles y cohetes, muchos de ellos en lo más profundo de la tierra.
Kiev se parece cada vez más a una colmena que está despertando. Cada día regresan a la ciudad unas 30.000-40.000 personas. En las carreteras de acceso a la ciudad hay atascos de decenas de kilómetros. La carretera de acceso desde el oeste, la autopista de Zhytomyr, se abrirá pronto. Está casi terminado de construir un puente provisional sobre el río Irpin. Pero los dueños de coches que ya han regresado a la ciudad se dan cuenta enseguida de que tienen que pasarse a las bicicletas y a los patines eléctricos. Hay muchos cortes policiales en la ciudad y delante de cada uno hay una gran cola. Para ir del sur al norte de la ciudad, hay que parar varias veces, mostrar la documentación, abrir el maletero y responder a varias preguntas. En cambio, nadie dice nada a los ciclistas ni a los que van en patín.
Sigo llamando periódicamente a mis amigos, mi hermano y mis vecinos del pueblo. Los aldeanos ya han plantado patatas. Ahora están plantando cebollas. Pronto sembrarán zanahorias y remolachas. Donde no hay guerra se oye el ruido de los tractores por todas partes. Hay una actividad frenética de siembra. El Gobierno ha pedido a la gente que plante verduras y cereales en todos los terrenos disponibles. Este año hay una gran parte de Ucrania que no se destinará a la agricultura. En el este y el sur, en lugar de trigo, el Ejército ruso está sembrando la muerte. Por eso, el Gobierno ha anunciado una campaña de Jardines de la victoria y ha hecho un llamamiento a la gente para que en los parterres de sus balcones cultive hortalizas en lugar de flores. Imagino que la gente hará caso. Yo mismo pensaba plantar jalapeños y chiles pasilla esta primavera. Menos mal que conseguí dar parte de las semillas que tenía a unos amigos y sé que ya las han plantado en macetas. Yo estoy lejos de casa, lejos de esas semillas. Pero algún día, espero que pronto, yo también plantaré pimientos en el jardín que rodea mi casa del pueblo.
Cada vez que hablo con mi vecina del pueblo, Nina, me pregunta: “¿Cuándo vas a volver? Esto está triste sin ti”. “Todavía no”, le digo.
Tengo muchas ganas de volver, de disfrutar de una primavera soleada, ¡está tan bonito el pueblo en esta época del año! Todavía recuerdo la maravilla de la primavera y el verano de 2020, en plena pandemia, que pasamos en nuestra casa del pueblo.
El marido de Nina, Tolik, de 70 años, ha decidido no afeitarse hasta que termine la guerra. Nina dice que ahora parece un muyahidín afgano. “¡Por favor, envíame fotos!”, le ruego. “¡No se deja fotografiar!”, responde ella. “Bueno, entonces, al menos envíame fotos de tus gatos y tus perros”. Nina y Tolik siguen teniendo tres gatos y tres perros. Echo de menos la conexión visual con nuestro pueblo. Antes de la guerra, cuando vivimos en Estados Unidos durante nueve meses, hablábamos a menudo por videollamada. Nina se paseaba por el patio y me enseñaba las gallinas, los gallos, los perros y los gatos, las lilas que acababan de florecer. Ahora se ha desconectado de internet para ahorrar dinero. Los precios de los alimentos han subido, mientras que su pensión sigue siendo la misma: alrededor de 150 euros al mes. Solo le queda la conexión de teléfono móvil.
A veces me parece que Nina gasta más en comida para perros, gatos, gallinas y gallos que en comida para ella y Tolik. Por otra parte, Nina se enfada muchas veces con los gatos y los perros, pero nunca con las gallinas. No se ofende ni siquiera cuando se niegan a poner huevos. Sí que, a veces, grita a los dos gallos. Son muy peleones y a menudo se arrancan las plumas mutuamente. Pero los gallos de Nina son pequeños, no como el enorme gallo de cerca de Mariupol, casi como un águila, que se ha hecho famoso en las redes sociales. Se llama Tosha y fue evacuado, junto con su dueña, de un pueblo cercano a la ahora destruida Mariupol. La anciana, de 85 años, tuvo que dejar atrás toda su casa, pero no se sintió capaz de dejar a Tosha. “¡Sobrevivimos juntos bajo las bombas rusas! ¡Los dos pasamos semanas sin nada que comer! ¿Cómo voy a dejarlo?”, exclamó. Los evacuaron en autobús al oeste de Ucrania junto con otras personas de los pueblos y ciudades de los alrededores. Las carreteras estaban en un estado terrible, y la anciana tuvo que sujetar a Tosha durante todo el trayecto para evitar que se cayera cuando el autobús viraba bruscamente para evitar un bache. Por la noche, los refugiados dormían en los gimnasios de las escuelas, en las iglesias o en los edificios municipales. Y cada mañana el gallo despertaba a todos a las cuatro de la madrugada. Como hubo refugiados que abandonaron el grupo y otros que se unieron sobre la marcha, hubo al menos un centenar de víctimas de este gallo con exceso de energías. La gente no se enfadó con él ni con la anciana, pero publicaron fotos y grabaciones del gallo en Facebook e Instagram con comentarios en los que se quejaban, aunque no en mal tono. La dueña de Tosha pedía perdón a los exhaustos viajeros después de cada uno de sus cantos matutinos. Les explicó que no podía vivir sin él y que solo había aceptado que la evacuaran a condición de que Tosha pudiera acompañarla. No sé dónde fueron a parar la abuela y el gallo, pero no creo que salieran al extranjero; es poco probable que el gallo pasara el control de pasaportes y sanitario. En cualquier caso, espero que hayan encontrado algún lugar acogedor en un pueblo del oeste de Ucrania, donde no llame la atención otro gallo ruidoso, mientras corre la leyenda del gallo que se llevó a su abuela cuando los evacuaron.
El Gobierno de Ucrania ha hecho un llamamiento a la gente para que en los balcones cultiven hortalizas en lugar de flores.
El otro día volví a salir de Ucrania durante unos días. Pensé que cruzar la frontera sería fácil y rápido, pero estuve cuatro horas en una fila de coches. No es demasiado tiempo, pero es que hace poco crucé un puesto fronterizo completamente desierto en pocos minutos. Parece que esta fase de la guerra ha provocado una nueva oleada de refugiados que huyen al extranjero. En los lados eslovaco y húngaro de la frontera siguen trabajando los voluntarios. Hay tiendas de campaña con calefacción, en las que se puede comer gratis y dan a todo el mundo una tarjeta SIM gratuita para tener teléfono e internet. Los rostros de los refugiados más recientes parecen menos asustados por la guerra que sus predecesores de hace casi dos meses. Después de los horrores de Bucha y Gostomel, Irpin y Borodyanka, los refugiados se sienten afortunados: primero, porque están vivos; segundo, porque han llegado a la frontera.
En la estación de tren de Bucarest sigue habiendo un campamento de tiendas de campaña para ucranios. Varias tiendas grandes y cálidas, de color naranja y con ventanas. Cerca hay una cafetería que reparte comida gratis. Me asomé a una de las tiendas. Había unas 15 personas tumbadas en camas plegables. Algunas dormían, otras leían un libro y otras hablaban por teléfono. Mis amigos rumanos me han contado que los primeros refugiados de Ucrania no querían que se les llamara refugiados y decían que no necesitaban dormir en tiendas de campaña. Llegaron con maletas y se fueron ellos mismos en busca de un hotel. Solo les interesaba saber cómo proseguir viaje a Italia, Croacia, Austria. La siguiente oleada de refugiados, mucho más numerosa, fue muy distinta. Estaban contentos de recibir cualquier ayuda y daban constantemente las gracias a los voluntarios. Intentaban comer menos cosas gratis, por miedo a que no quedara suficiente para los demás. Pero lo que más sorprendió a mis amigos rumanos fue que estos refugiados no llevaban maletas. Muchos llegaban con grandes bolsas de plástico llenas de ropa y zapatos. Era bastante evidente que, hasta entonces, nunca habían tenido que pensar en equipajes. Algunos tenían bolsa de deporte, pero muy pocos tenían maleta.
Supuse de inmediato que estos refugiados debían de ser de Donbás. Los habitantes de los pueblos y aldeas de la región de Donbás rara vez viajan, y menos como turistas. Cuando había crisis económica, iban a las ciudades más cercanas a comprar comida o ropa. Y siempre viajaban con grandes bolsas de hule a cuadros cerradas con cremalleras. Estas bolsas, en las que cabía un pequeño generador diésel, no solo eran populares en Donbás. Los habitantes de Ucrania occidental también las utilizaban cuando iban a Polonia a vender herramientas eléctricas y comprar ropa y cosméticos para vender a la vuelta en su país. En otro tiempo, a estos turistas-comerciantes se les llamaba “los del saco”, luego “lanzaderas” y más tarde “turistas de negocios”. Recuerdo cuando mis propios padres hicieron uno de aquellos “viajes de negocios” tan valientes, pero tan poco rentables a Polonia, a finales de los años ochenta, con la esperanza de vender planchas eléctricas y comprar copas de cristal. Todavía quedaban algunas sin sacar de la caja cuando fuimos a vaciar el piso después de su muerte. Qué lejano parece ahora ese periodo de la historia de Ucrania.
En este desplazamiento forzoso de cientos de miles, incluso millones, de personas hay algo de medieval. Ya ocurrió antes, cuando las hordas tártaras-mongolas de Gengis Kan invadieron el territorio de la actual Ucrania. Entonces la gente también tuvo que dejarlo todo y huir lo más lejos posible hacia Occidente. Occidente siempre ha sido la salvación de quienes huyen de Oriente. Ahora, la invasión de las hordas rusas vuelve a empujar a los ucranios hacia Occidente, pero los refugiados siguen volviendo atrás la mirada, física o emocional. Quieren volver a casa aunque su casa haya dejado de existir.
En los primeros días de la guerra, el Ejército ruso consiguió capturar varias ciudades del sur sin bombardear ni destruir casas. En esas ciudades sigue habiendo un buen número de civiles. Solo huyeron los que no se sentían capaces de aceptar la vida bajo la ocupación. El resto se quedó y algunos de ellos participan en manifestaciones en favor de Ucrania. Los militares rusos los asustan disparando fuego de ametralladora sobre las cabezas. Los agentes del FSB hacen vídeos y fotografías. Los colaboradores locales ayudan al FSB a averiguar los nombres y direcciones de los activistas y los agentes rusos se los llevan para interrogarlos. Algunos de ellos no vuelven. La bandera rusa ondea en todos los edificios administrativos de esas ciudades. Los ocupantes han impuesto el rublo y obligan a los empresarios locales a volver a registrar sus negocios con arreglo a las leyes rusas. Los agricultores locales tienen obligación de enviar las primeras hortalizas a Crimea. En Crimea, los equipos de televisión rusos toman imágenes en vídeo de un mercado local y proclaman que los agricultores de Jersón llevan sus productos a la península anexionada. Y aseguran en tono jocoso que, en un futuro próximo, la región ucrania ocupada de Jersón quedará oficialmente anexionada a Crimea.
Una de las primeras ciudades capturadas por el Ejército ruso fue Genichesk, en la región de Jersón. Allí, delante del Ayuntamiento, los militares rusos han erigido un monumento a Lenin, no el que se alzaba antes de la política ucrania de descomunistización, sino otro. Debieron de llevarlo desde Rusia en el mismo tren que los carros de combate. Estoy intentando encontrar una explicación lógica para la aparición de un monumento a Lenin en Genichesk. Tal vez la idea sea hacer creer a los residentes locales que están otra vez en la URSS. ¿O es una broma pesada de Putin, que hace poco dijo que Ucrania fue un invento de Lenin? ¡Debe haber monumentos al “fundador del Estado” delante de todas las instituciones estatales, como en la Unión Soviética! Pero, entonces, ¿por qué no hay ningún monumento al tártaro-mongol Gengis Kan en Moscú delante o incluso dentro del Kremlin? Al fin y al cabo, fue él quien organizó prácticamente el sistema de impuestos para su principado de Moscú y otros principados rusos. Fue Gengis Kan quien designó a los miembros de la élite local como representantes suyos. Fue él quien grabó en la mente rusa la convicción de que había que mantener al pueblo atemorizado y, a la menor señal de desobediencia o discrepancia, castigarlo con severidad o matarlo.
Algún día Kiev regalará a Moscú un monumento a Gengis Kan. La cultura de los monumentos, tanto en Rusia como en Ucrania, es puramente oriental. Sirven para marcar un territorio geográfico o espiritual. Los ucranios están orgullosos de un dato estadístico —no verificado— según el cual hay más monumentos al poeta nacional de Ucrania, Taras Shevchenko, que a cualquier otro del mundo. Me parece que hay muchos más monumentos a Lenin en Rusia que a Shevchenko en Ucrania. ¡Pero también hay monumentos a Atatürk en cada pueblo turco!
Ucrania tiene su propia historia y su cultura, por las que siempre ha pagado un precio muy alto. Ucra- nia resistirá.
No creo que el monumento a Lenin se mantenga en pie en Genichesk durante mucho tiempo. Pero está claro que el Ejército ruso lo protegerá hasta el final. Al fin y al cabo, un tribunal ruso condenó al director de cine ucranio Oleg Sentsov, de Crimea, a 20 años de prisión por hablar de que era necesario volar el monumento a Lenin en Simferopol [la capital de Crimea]. A pesar de que, según el testimonio de los testigos, ¡no se habló de eso!
Casi a diario encuentro cada vez más paralelismos entre los sucesos de la guerra civil de 1918-1921 en Ucrania y los acontecimientos actuales. Entonces, los bolcheviques destruyeron todo lo autóctono para imponer una Ucrania soviética. Y hoy, los nuevos bolcheviques llevan consigo un monumento a Lenin y destruyen todo lo autóctono para imponer una Ucrania rusa.
Pero Ucrania tiene su propia historia y su cultura, por las que siempre ha pagado un precio muy alto. Ucrania resistirá hasta el final. Las esperanzas y las peticiones de armas que hace a Occidente son una repetición de lo que ocurrió en 1918. Entonces fue Alemania la que ayudó a Ucrania a seguir siendo un Estado independiente durante varios meses. Esta vez, Alemania no tiene prisa por ayudar, pero hay otros interlocutores más fiables. Así que no pierdo la esperanza de que Ucrania gane y de que yo pueda —no este año, pero sí el próximo— volver a plantar pimientos. Y, por supuesto, también plantaré calabazas. En Ucrania no se puede prescindir de las calabazas. Y cuando llegue el otoño, podremos volver a celebrar Halloween, la fiesta favorita de mis hijos, pero no el tipo de “Halloween” que Rusia nos ha organizado ahora, sino el normal, con más diversión que miedo y con calabazas monstruosas con velas en su interior que arderán de noche.
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