¿Es el de Rusia un régimen totalitario? Putin, a través del cristal de Hannah Arendt
A la luz de ‘Los orígenes del totalitarismo’, obra cumbre de la filósofa alemana sobre el nazismo y el estalinismo, el Kremlin refleja inquietantes paralelismos
Hay que ser cuidadoso con las palabras. Hannah Arendt, quien más y mejor se ocupó de la pesadilla totalitaria del siglo pasado, hizo una advertencia que siempre conviene tener en mente. Precisamente porque dicha forma de gobierno “es la única con la que no es posible la convivencia”, conviene extremar la prudencia a la hora de aplicar dicho calificativo. Ella misma lo restringió al nazismo y el estalinismo. Otra cosa es lo que ocurre en el lenguaje vulgar, muy dado a generalizar términos como genocidio o totalitarismo, ignorándose que detrás de ellos se esconde un significado muy específico. En el caso que aquí nos ocupa, por seguir con nuestra autora, este sería la “dominación total por medio del terror”. Todo despotismo o dictadura, como ya había apuntado Montesquieu, se vale del miedo para conseguir la obediencia; lo novedoso en el caso que nos ocupa es que no se limita a ser un mero medio para mantenerse en el poder, es su misma “esencia”. Y ello por su íntima conexión con la ideología y la propaganda.
La característica fundamental de la ideología totalitaria es que parte de firmes presupuestos axiomáticos que no admiten discusión: ya sea la lucha darwinista entre razas en el nacionalsocialismo o la lucha de clases y su interpretación histórico-dialéctica en el bolchevismo. Son presupuestos que no requieren demostración y, por tanto, se sustraen a cualquier disputa. Con el agravante de que tampoco se admite su refutación por los hechos. Los hechos “dependen del poder del hombre que pueda fabricarlos”, generalmente el líder, dotado de una presunta infalibilidad. Este jamás puede reconocer un error, su palabra es ley. Para que estos postulados puedan ir asentándose es necesario valerse de la propaganda, bien sintonizada a la intimidación del terror, que va desde las “acciones gansteriles” de las fuerzas represivas hasta las alusiones amenazadoras hacia los potenciales disidentes. Su función no es persuadir ni siquiera propagar convicciones, sino destruir la capacidad misma para llegar a formar alguna convicción, impedir que puedan formularse opiniones.
Como se observa, el concepto de totalitarismo parece casi diseñado para ajustarse al nazismo y estalinismo, y no a la inversa. En la Guerra Fría subsiguiente, en pleno conflicto ideológico entre democracias y regímenes de socialismo de Estado, proliferaron otras visiones del totalitarismo más propicias a acoger fenómenos como el comunismo soviético y chino, o el fascismo. Totalitarismo equivaldría ahora al opuesto radical de la democracia bien entendida. O a algo diferente del autoritarismo propiamente dicho. El sociólogo Juan Linz, por ejemplo, ve la diferencia entre estos sistemas fijándose sobre todo en el grado de pluralismo que están dispuestos a tolerar. Contrariamente a lo que ocurre en los totalitarios, los autoritarios permitirían una cierta apertura hacia el pluralismo social, como la aceptación de familias o sectores distintos dentro del régimen. O en la naturaleza de la ideología dominante, que se presenta como “totalizadora”, con capacidad para penetrar todos los ámbitos de la vida social. Para ello se requiere un partido y liderazgo únicos, adoctrinamiento desde arriba y férrea represión de la disidencia más o menos asentada sobre el “terror”.
En este modelo encajarían regímenes como el de Corea del Norte, el de la China de Mao, los Jemeres Rojos y algunos regímenes militares puntuales, por referirnos a algunos sistemas de posguerra. Hoy, fuera del caso coreano, y salvo aberraciones como la del Estado Islámico, sería algo totalmente excepcional. Preferimos restringirnos a la cómoda distinción entre democracias, democracias iliberales —Hungría o Turquía— o regímenes autoritarios —Venezuela, Nicaragua, Myanmar, etcétera—. O la propia Rusia. A la vista del giro experimentado allí con la guerra de Ucrania, la cuestión es si no deberíamos volver a resucitar el concepto para adaptarlo al régimen de Putin. En ese caso, ¿en qué deberíamos fijarnos teniendo en cuenta el cambio en las circunstancias históricas?
En estos momentos postideológicos, la ideología, ese factor tan relevante para definir el totalitarismo canónico, pasa a un segundo plano. Ahora es sustituida por un nacionalismo radical trufado de conservadurismo de valores, algo muy próximo al mesianismo euroasiático de Alexander Dugin. Y si bien mira más al pasado que al futuro, su capacidad para presentarse como una lógica implacable que no admite réplica racional aparece en la práctica como un perfecto equivalente funcional de las ideologías analizadas por Arendt. Qué piense el pueblo ucranio o qué imponga el derecho internacional es indiferente. Importa la realización del designio histórico reservado al pueblo ruso. Si es preciso, como ha acabado ocurriendo, recurriendo a la violencia y al terror. “Desucranizar Ucrania” sería aquí la máxima, sin que importen los medios para alcanzar el fin. Y eso sirve también para quienes osan ponerlo en duda en la misma Rusia. Recordemos las exorbitantes penas recién aprobadas para reprimir toda disensión pública.
Fíjense en lo que esto significa en la práctica. Si Ucrania se percibe como una parte más de Rusia, la represión bélica se estaría ejerciendo no sobre un enemigo externo, sino sobre su propio pueblo. Igual que sobre quien disienta de las premisas presentadas como verdaderas. No cabe la discrepancia con lo que se presenta como una implacable fuerza de la historia. Como decía Arendt, “la fuerza coactiva de la lógica es movilizada para evitar que nadie comience a pensar”. O como señalaba la misma autora, el objetivo de la dominación totalitaria es “eliminar la distinción entre el hecho y la ficción y entre lo verdadero y lo falso”. La propaganda ocupa, por tanto, un lugar central. Una propaganda erigida desde la monopolización de los medios de comunicación y su sujeción a una manipulación continua para controlar la opinión. Empieza ya por las mismas distorsiones del lenguaje: “desnazificación” para anular la humanidad de los combatientes ucranios, “operaciones especiales” para ocultar un conflicto bélico generalizado, “cancelación” de Rusia para referirse a las reacciones occidentales frente a la guerra, etcétera. O el uso del símbolo de la Z para poder evaluar las manifestaciones públicas de apoyo.
A decir del economista ruso y profesor del Instituto de Ciencias Políticas de París Serguéi Guriev, la manipulación engañosa (spin) y las mentiras fueron ya desde sus comienzos el instrumento idóneo usado por Putin para mantenerse en el poder y ocultar la corrupción de su régimen. Ahora, tras el comienzo de la guerra, habría recurrido al miedo —al terror en el caso de Ucrania— para encubrir toda forma de oposición y protesta frente a las sanciones económicas. Se dirá que carece de sentido aplicarle esta evaluación a quien sigue contando con tan amplio respaldo popular. También lo tuvieron en su día otros líderes totalitarios. Recordemos, como nos advierte Arendt, que otra de las señas de identidad del totalitarismo es que, una vez suelto a su propia dinámica, se acaba disolviendo la distinción entre víctimas y verdugos.
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