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La mentira como virus totalitario

Las respuestas dadas por José María Aznar en su comparecencia del 29 de noviembre en la Comisión de Investigación del 11-M conciernen a todos los ciudadanos europeos (es más, occidentales), no sólo a los españoles, a pesar de que Aznar ya no desempeñe ningún papel en la política europea (tampoco tiene un cargo oficial en la española). Su deposición ha vuelto a plantear de forma clamorosa un problema crucial (y removido) de la crisis por la que atraviesa actualmente la democracia liberal (hasta en su mismo "corazón": los Estados Unidos): la relación entre política y mentira.

¿Es compatible la democracia liberal con la destrucción de esas que Hannah Arendt denominaba las "modestas verdades de hecho"? Su respuesta (y la nuestra) es un rotundo y sonoro "No". La destrucción de las verdades de hecho y su sustitución por una "verdad" de régimen son, en efecto, una de las características esenciales de los totalitarismos. (No por casualidad, tras haber suprimido los testimonios deben suprimir también a los testigos: primero se borra a Trotski de las fotografías, después se le "borra" en la realidad, es decir, se le asesina. La mentira sistemática, cuyo objetivo es el de suprimir las "modestas verdades de hecho", puede alentar otros crímenes).

Es cierto que el derecho a la mentira (es más, la mentira como virtud política) tiene una gran tradición. Pero antes de la democracia. La mentira como virtud del "realismo político" consiste en engañar a los enemigos. Que algunas veces (más bien siempre, por lo menos potencialmente) son también súbditos. Pero en democracia ya no hay súbditos, sólo hay ciudadanos soberanos. Un Gobierno que miente a los ciudadanos es en consecuencia un Gobierno que les priva de su soberanía, esa soberanía que, por medio de un mandato, constituye la única fuente de legitimidad del Gobierno. Y la acción de sustraer la soberanía se llama, técnicamente, golpe de Estado.

Por tanto, toda mentira de Gobierno es, técnicamente hablando, un "golpe de Estado" latente. Una tentativa. Un preludio. Un indicio. Porque trata a los ciudadanos como enemigos, y no como soberanos: usurpa su poder.

Pues bien, es un hecho, y un hecho aclarado (más allá de toda duda razonable, de acuerdo con la fórmula que escuchamos en todas las películas estadounidenses), que el Gobierno de Aznar mintió más de una vez entre el jueves 11 y el domingo 14 de marzo. Este periódico publicó en su día una minuciosa cronología, hora a hora. Ya no es posible desmentir la reconstrucción cronológica de los hechos. Examínesela con minuciosidad las veces que se quiera, y se podrá constatar que más de una vez el Gobierno -a pesar de que ya había recibido de la policía y de los servicios secretos elementos para una pista islámica- siguió privilegiando la de ETA. Es más: siguió privilegiándola incluso cuando la pista de ETA se estaba desvaneciendo. Y cuando fue evidente que era una pista absurda, siguió insistiendo que, en cualquier caso, ETA podría estar implicada como "conexión" con los terroristas islámicos.

El Gobierno de Aznar mintió y manipuló en esos cuatro dramáticos días (en efecto, decir la verdad significa decir "toda la verdad y nada más que la verdad", como enseña el cine estadounidense). De estas mentiras es de lo que se debería haber hablado el 29 de noviembre. Sin embargo, se habló de otras cosas. Aznar no respondió a ninguna pregunta sobre los hechos. Pero las preguntas sobre los hechos, en 11 horas de "interrogatorio", fueron bastante raras (y hechas con poca insistencia). Aznar celebró sencillamente un mitin. Pero es necesario añadir que con demasiada frecuencia los diputados que lo "interrogaban" llevaron a cabo a su vez contramítines, en vez de insistir sobre las verdades de hecho y sobre las mentiras de su Gobierno.

De esta forma, Aznar se permitió trastocar los hechos, y acusar de mentir a los medios de comunicación que, poco a poco y tras la desorientación inicial (¡alentada además por la desinformación gubernamental!), permitieron a los españoles conocer progresivamente la verdad. Sobre ellos precisamente (y no sobre la desinformación de los medios de comunicación controlados e inspirados por el Gobierno) afirmó: "Mintieron de forma vil, miserable y repugnante hasta dar asco". En psicoanálisis se llama "proyección": atribuir de forma inconsciente a otros lo que se sospecha con intensidad de uno mismo. La única diferencia es que en el caso de Aznar quizás habría que eliminar el "de forma inconsciente". Pero no es suficiente indignarse por todo esto (aunque sea necesario para todo aquel que se tome en serio la democracia). Hay que preguntarse: ¿por qué Aznar ha decidido reiterar la mentira? ¿Y reiterarla con agresividad? Evidentemente, porque considera que la mentira compensa: en términos de consenso y de refuerzo político.

Parece una paradoja, dado que Aznar debe su derrota a sus mentiras entre el 11 y el 14 de marzo. La experiencia histórica demuestra que todo atentado favorece un apiñamiento espontáneo de la población en torno al Gobierno. Si el Gobierno de Aznar hubiera informado a la opinión pública de forma precisa y en el momento justo de todos los indicios sobre la posibilidad de la pista islámica y, posteriormente, de su prevalencia, hoy estaría todavía (por desgracia) en La Moncloa. Las mentiras de Aznar han sido por tanto una bendición para la democracia.

¿Por qué insiste entonces? Seguramente no por masoquismo, sino más bien porque es consciente de que las imprevistas y benéficas consecuencias de esas mentiras -el movimiento popular de indignación que lo derrotó en las urnas- constituyen hoy una excepción. Y, con toda seguridad, la reelección de Bush le ha reafirmado en esa convicción.

Bush, en efecto, ha ganado no a pesar de sus mentiras, sino precisamente por haber rechazado reconocerlas con arrogancia, y por haber hablado de otras cosas (como Aznar en las Cortes hace unos días). Un "hablar de otras cosas" que no tiene en cuenta las "modestas verdades de hecho", sino que sólo tiene como objetivo construir y reforzar una identidad/pertenencia basada en ciertos "valores" y en la difamación de los adversarios. En el caso de Bush, estos "valores" son los de un fundamentalismo protestante totalmente fanático, que lo anima a declarar que ha recibido el programa electoral directamente de Jesús (declaración especular a la del fundamentalismo islámico que recita: 'El Corán es nuestra Constitución'). En Occidente ya está en curso un choque que no había sido previsto por la filosofía política liberal y por la ciencia política: aquelentre el valor de las "modestas verdades de hecho" y la voluntad de anhelar los valores propios de pertenencia, la propia "identidad" política, incluso en perjuicio y como destrucción de las modestas verdades de hecho. Un choque que, sin duda alguna, era considerado como un choque de civilizaciones, pero entre el Occidente liberal-demócrata y sus antagonistas totalitarios. Y que, sin embargo, hoy se vuelve a plantear en el seno del Occidente mismo, cambiando de forma radical el sentido de la tradicional contraposición entre derecha e izquierda.

El amor (sí: el amor, la pasión civil, el deseo) por las modestas verdades de hecho debería constituir el ethos común e indestructible de toda la ciudadanía democrática: de derecha, de centro, de izquierda, y de cualquier otro matiz. La indignación por la mentira política debería ser automática en todo ciudadano, puesto que, como hemos visto, el ciudadano engañado es un ciudadano tratado como un súbdito, al que se le ha robado la soberanía.

El orgullo (imperial) inglés afirmaba "right or wrong, my country", expresando exactamente la idea de una contraposición respecto a los enemigos. Pero cuando, en el seno de un mismo país, alguien puede actuar según la lógica de "true or false, my party", significa que considera enemigos no sólo a los que no piensan como él, sino que considera hostes a todos a los que todavía les preocupan las modestas verdades de hecho. Una forma suave de lógica de guerra civil.

Con Bush, con Aznar (y por supuesto, con Berlusconi) no tenemos que vérnosla con partidos de derecha, en el sentido tradicional del término, sino con fuerzas extrademocráticas (si no se quiere admitir, por cautela diplomática, que son más exactamente fuerzas antidemocráticas), porque al defender con orgullo y arrogancia su "derecho" a manipular y abolir los hechos, inoculando de forma masiva un virus totalitario en las democracias liberales, destruyen la base común (la realidad de los hechos) sobre la que dividirse según las diferentes opiniones. Es decir, destruyen los cimientos -como valor irrenunciable- de una convivencia civil.

Paolo Flores d'Arcais es filósofo italiano, director de la revista MicroMega. Traducción de Valentina Valverde.

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