Los supervivientes de la generación de la heroína quieren contar su historia: “No fue un castigo, fue una putada”
La droga y el sida asesinaron a una generación en España. Después de años de silencio, sus hijos están reconstruyendo sus historias en la ficción. ¿Estamos listos para reconciliarnos con este legado?


En una escena de Romería (2025), última y autobiográfica película de Carla Simón, la protagonista, huérfana, escucha a sus primos deslizar que los abuelos “escondieron” a su padre en casa en sus últimos meses de vida. Adicto a la heroína, falleció a consecuencia del sida en 1992, como muchos de su quinta que compartían jeringuillas sin conocer las posibles consecuencias. Simón había perdido a su madre por igual motivo en 1989, antes de que ella cumpliera los tres años. La catalana, que lleva abordando el tema desde su debut en el largometraje Estiu 1993 (2017), es una de las más destacadas creadoras de una generación que, poco a poco, está reconstruyendo el relato de una epidemia que dejó una herida profunda en nuestro país.
“Nuestra generación es la que sufrió las consecuencias y tenemos muchas preguntas, porque no lo vivimos en primera persona”, dice la directora. “Yo creo que ha pasado suficiente tiempo para revisitar eso desde una nueva perspectiva. Luego, siento que la generación de mis padres, la que murió por temas de sida o heroína, ha sido definida con un vocabulario muy injusto, de culpa, como si aquello hubiera sido un castigo. No fue un castigo, fue una putada y punto”.
España, que llegó a ser el país europeo con mayor incidencia del sida —se convirtió en la primera causa de muerte en la población de entre 25 y 44 años, muy por encima de los accidentes de tráfico—, vivió durante los años ochenta un crecimiento asombroso en el consumo de heroína: de una sola muerte atribuida en 1977, se pasó a más de 1.700 en 1992, el punto álgido de la epidemia. Según el Plan Nacional sobre Drogas, en 1987 se estimaba que había unos 230.000 consumidores habituales, aunque es imposible establecer una cifra exacta. De la misma manera, muchas muertes no se computaban ni atribuían a la droga al no ser causa directa, aunque hubiese jugado un papel clave. En las muertes por sobredosis o por heroína adulterada, el consumo por vía intravenosa estaba presente en más del 90% de los casos (también se puede consumir fumada o esnifada y generar igualmente una profunda adicción, pero con la inyección se busca un efecto más intenso e instantáneo). La más pura, de color blanco, venía del llamado Triángulo de Oro: Tailandia, Camboya y Laos. La más marrón, de en torno a un 50% de pureza, procedía de Turquía, Irán y Pakistán.

La juventud que atravesó la epidemia, a la que muchos se han referido como generación perdida, era la que estaba llamada a crecer por fin sin ataduras tras las casi cuatro décadas de dictadura franquista. Carla Simón, precisamente, dice que parte de la aproximación a las vivencias de sus padres viene del agradecimiento. “Su generación rompió con todos los valores conservadores, católicos, de derechas y franquistas y aportó unas ideas más modernas, de izquierdas, ateas. Tiene sentido poner en valor el trabajo que, en realidad, hizo toda esa gente, más desde lo positivo y no con todas esas palabras de vergüenza, que yo creo que no les pertenecen”, explica la cineasta.
La escritora Carmen Martín Gaite, quien perdió a su hija de 28 años a consecuencia del sida en 1985, le dedicó por su parte Caperucita en Manhattan (Siruela, 1990), donde hablaba de forma alegórica y en tono de cuento sobre el ansia por la libertad y por explorar nuevos horizontes que acabó con parte de esos jóvenes atravesando un pasadizo simbólico del que no volvieron.
“Nuestra generación es la que sufrió las consecuencias y tenemos muchas preguntas, porque no lo vivimos en primera persona”
“No solo sufrieron el estigma, sino que además fueron borrados de la historia oficial de la Transición”, dice Juan Trejo, autor de Nela 1979 (Tusquets, 2024), donde reconstruye la biografía de su hermana mayor, perteneciente a la primera hornada de personas fallecidas a raíz de la heroína en España. “Los jóvenes que estaban a caballo de la muerte de Franco eran más favorables a la contracultura, el feminismo, los derechos de los homosexuales, la ecología… Todo lo que hubo después, en torno a la idea de la Movida, llevó la visión cultural del país a otro territorio, más lúdico si se quiere, y monetizable en última instancia”. En su libro, el escritor barcelonés establece un paralelismo entre el silencio familiar sobre su hermana, la mezcla de tabú y dolor, y el tupido velo que se corrió a nivel estatal con el discurso triunfalista de la España moderna, de la Expo ‘92 y los Juegos Olímpicos.
Vivir con los ojos cerrados
Olga (nombre ficticio, como el de todos los que aparecen sin apellido en este reportaje), de 30 años, exhibe en el salón de su domicilio en Madrid una foto de sus padres, Roberto y Gabriela, de jóvenes, sentados en un banco con ropa deportiva. Aunque está tomada en Alicante, en la familia dicen que es de su etapa “en Jamaica”, el código para referirse al tiempo que pasaron desenganchándose de la heroína, en 1991 y 1992. “Elegí ponerla porque admiro mucho todo lo que han hecho y quiero que sepan que estoy orgullosa”. Hace apenas un lustro, lo desconocía. La revelación tuvo lugar durante el confinamiento de 2020, cuando pilló a su padre fumando un porro en la cocina. “Vino mi madre y se armó un lío enorme. Estaban muy nerviosos, reprochándose cosas que yo no pillaba bien, fue una catarsis muy dramática. Y me confesaron que habían sido toxicómanos”.

Durante una conversación de horas, pasó por varios estados de ánimo. “Al principio me molestó. Entiendo que me quisieran proteger de ello, pero también es mi vida. Luego me sentí aliviada, realmente. Había dentro de la historia familiar muchos espacios que no entendía, parecía que tenías que ir abriendo puertas”. Temerosos de cómo recibiría la información, Olga les acabó comprendiendo mejor como personas y como padres. “Han sido siempre muy estrictos, muy severos conmigo, estaba supercontrolada desde pequeña. Cuando te cuentan esto, entiendes que esas acciones, con más o menos acierto, han sido desde el miedo”.
“Tardamos mucho en decírselo por si nos veía como unos putos esparramaos, que es lo que éramos”, resuelve con humor Gabriela, su madre, de 60 años. Roberto, de 63, explica que su hábito del “porrillo de la noche” —que mantiene aunque, subraya, “no debería”— viene de la laxitud tras su desintoxicación, cuando poco a poco retomó el tabaco y el alcohol. Su esposa no lo ve igual: “A mí, con todo lo que hemos vivido juntos, me parece insultante”. Gabriela y Roberto llevaban más de 10 años de relación cuando decidieron dejar la heroína. Ella había pasado un año enganchada, pero en ese periodo sufrió un “deterioro brutal e insostenible”. Se preguntaba cómo podía haber adictos que aguantasen tanto tiempo, como su marido, enganchado desde principios de los ochenta. Él había llevado su adicción en secreto durante la década de noviazgo. “Me daba vergüenza y me preocupaba cómo lo iba a recibir. Pensaba que lo controlaba. Trabajaba, tenía una vida normal y a lo mejor me ponía una vez al día. Poco a poco, necesitaba más y se me fue de las manos”.
“Creo que en mi generación hemos vuelto a perder el miedo a las drogas. Y es, en parte, porque no hemos vivido esa miseria que ha habido en España y nuestros padres no nos la han contado”
Cuando se enteró, Gabriela quiso probarlo. Un año después, ella tomó la iniciativa de ingresar en un centro evangélico, la solución para muchas personas toxicómanas en el país, ya que era gratis a cambio de los trabajos que realizasen dentro. Roberto, que había llevado a cabo varios intentos fallidos, vivió como un revulsivo el paso de su pareja e ingresó también. Incomunicados, ya que el centro no era mixto ni favorecía el contacto para evitar influencias, pasaron cerca de un año sin saber bien cómo le estaba yendo al otro, hasta que los responsables constataron que ambos progresaban y podían empezar a verse. “No fue más que una etapa de desgracias. De lo que podemos sentirnos afortunados es de que, después de tantos años, aquí seguimos los dos”, resume Gabriela. “Prefiero morirme que volver a vivir aquello”.
La heroína es un opioide que se procesa a partir de la morfina, extraída de la vaina de las semillas de algunas plantas de amapola. La sensación “narcótica y relajante” que produce era, para personas como Roberto, “un refugio” contra la tristeza. “Yo me quedé sin madre súper joven. Teníamos una relación especial, la quería mucho. Fue un palo tremendo. Me arrepiento de haber hecho sufrir tanto a mi padre, que siempre nos apoyó. El pobre no entendía mucho de drogas, como tantos padres de la época, así que le podías mentir fácilmente. Pero le pedí perdón. Con el tiempo, me he sentido orgulloso de que mi padre pudiera verme bien, ya alejado de toda esa mierda”. En el caso de Gabriela, la herida emocional previa a su adicción era el “ambiente paterno difícil e inhóspito”, como ella lo describe, que sufría en casa.
Zoe, de 55 años, originaria de Bayona (en el País Vasco francés), dejó la heroína antes de ser madre de mellizos, en el 2000. El padre era adicto y se separaron cuando los niños tenían nueve meses. Pero ha vivido varias recaídas. “Desgraciadamente, mis hijos me han visto consumir. No fue hasta 2008, cuando hice cosas que luego me pesaron mucho. Por ejemplo, me los llevaba al poblado diciendo que iba un momento a recoger piezas del coche”. Zoe sigue ahora un tratamiento en la Fundación Hay Salida, de Madrid, después de haber sufrido otra recaída, cuando se le juntaron un confinamiento solitario en la pandemia de 2020 y un cáncer. “Mis hijos se quedaron con su padre, no tuve ese apoyo y cariño, me sentí muy sola. Recaí con todo, heroína, cocaína, base, alcohol… Me volví a encontrar en el poblado, tirada en el barrizal, con los brazos destrozados”. Ahora vive con uno de sus hijos, que le animó a buscar ayuda. La cuestión, recalca, no es la heroína ni ninguna otra sustancia en sí, sino lo que lleva a abrazarla en primer lugar. “Cuando una adicción no sana de verdad, coges una sustitución, como fue el alcohol en mi caso. Yo no quería salir de la droga porque todo lo que me dolía me seguía doliendo”.
Nacida en una familia de clase media alta, nada aislaba más del mundo a Zoe que la heroína. Y eso era lo que buscaba. “Yo tenía una muy mala relación con mis padres, sufría malos tratos y con 12 empecé a probar sustancias. A los 14, con un estado anímico muy, muy bajo, me fui con mis abuelos a Francia. Lo único que quería era no sentir ni padecer”. De vuelta a casa, sus padres repararon en su adicción a la droga. No quiso dejarla y, con la mayoría de edad, volvió a marcharse. “Estuve viviendo en un coche, en la calle… Como iban cerrando las zonas de consumo, pues fui a La Celsa, al Pozo del Tío Raimundo y, al final, Valdemingómez. Luego, en Lanzarote viví en casas okupas y me enganché a otro camello, aunque con la heroína no tienes prácticamente relaciones sexuales. Solo te apetece consumir. Yo tenía 26 años y un consumo diario de ocho gramos de heroína y nueve de cocaína. Era un cadáver”.
“Los amigos de mis padres que perdieron hijos no dicen ni una palabra. Es una experiencia que pretenden olvidar. Dicen: ‘El niño murió’, como si hubiera tenido un accidente”
Se desenganchó en Zaragoza contra su voluntad. “La policía estaba muy metida en ese tinglado, me acuerdo de que en la casa okupa entraban los secretas por un lado, les dábamos la mordida, entraba la nacional por otro y les dábamos otra mordida”, recuerda. “En el momento en que no la dimos, nos llevaron para adelante”. En el centro aragonés en el que ingresó, padeció la abstinencia como “un exorcismo”. “Es lo más heavy que he vivido. Convulsionas con desesperación, tu cuerpo y tu cabeza saben que les falta algo. Pegaba brincos, me tenían que sujetar entre dos. Te duele el pelo, te duele absolutamente todo. Escalofríos, vomitonas, tiritonas, se hace eterno. Al cuarto día, has sudado mierda y tus sábanas huelen fatal. Y al cabo de seis meses, de repente, el terapeuta me dice: ‘Hostia, pero tía, ¡que tienes ojos!’. Yo no abría casi los ojos. A lo que estaba acostumbrada era a robar, consumir y pasarme días con los ojos cerrados. Poco a poco fui abriéndolos”.
Lo otro que más le costó fue usar calzado. “Me había vuelto una depravada. Dormía en cartones, no tenía ningún cuidado de mí, no me duchaba. Mi mundo era así. Tenía hambre, robaba en el supermercado. O le hacía un puente a un coche. Te servías de todo, no había ley. Desde la toxicomanía, todo es accesible porque no tienes filtro, no tienes respeto, no quieres a nadie. Todo para estar borrada de las emociones. El terror es sentir. Tu búsqueda es solo estar anestesiado”. De nuevo, el trasfondo del dolor. Para Zoe, precisamente, un motivo de su recaída en 2008 fue no poder reconciliarse con su madre. “Llevé muy mal su muerte porque quise hablar con ella durante un mes antes de que falleciera, para ver si podíamos hablar de todo lo sucedido. Ella, siempre que yo llegaba, cerraba los ojos”.

En Zaragoza, Zoe desarrolló su afición por la fotografía en blanco y negro. Era una forma de expresión. “Desde muy pequeña, mucho tiempo de mi vida ha sido en blanco y negro. Me cuesta mucho enderezarme mentalmente, tener ilusión y que la vida tenga colores. Me cuesta, a día de hoy, confiar en la vida. Por eso tiendo a un estado depresivo”. Aunque la relación entre la heroína y el arte se ha explorado ampliamente, con personajes como William S. Burroughs o Lou Reed convertidos en símbolos de la bohemia, Tesa Arranz, de 65 años, exmiembro de la banda Zombies, duda de su utilidad como inspiración: “A nivel creativo, no sirve para nada. Te enamoras de la heroína, se apodera de ti y ya no quieres absolutamente nada más”. Célebre por sus alocados bailes en las actuaciones del grupo que forjó un himno de la Movida como Groenlandia, Arranz confiesa que no pudo disfrutar de ese momento. “Me drogaba porque era muy insegura, pensaba siempre que iba a salir fatal. La heroína era mi droga, me ayudaba en los momentos en los que no sabía ni cómo soportarme. Me metía un pico y se iban los agobios. Luego, cuando era una adicción desesperada, fue todo bastante trágico y demoledor”.
Arranz, cuya historia fue recuperada por el periodista Germán Pose en el libro La mala fama (2017), ha ganado notoriedad en los últimos años al popularizarse los cientos de retratos de alienígenas que tiene pintados. “Al salir de las drogas, me encontraba muy sola. Y en un chalet que teníamos cerca de Valencia empecé a dibujarme amigos que me hacían compañía. Como no eran de este mundo, pues eran extraterrestres”.
Una conversación aplazada
Alguien que sí pudo plasmar artísticamente la adicción a la heroína desde dentro fue el director vasco Eloy de la Iglesia, enganchado entre 1982 y 1988. Para el escritor e historiador Eduardo Fuembuena, autor de Lejos de aquí: La verdadera historia de Eloy de la Iglesia y José Luis Manzano (2021), al cineasta, que tuvo grandes problemas para desarrollar su filmografía desde finales de los ochenta, le cerró puertas laborales el estigma, pero también lo incómodo de su obra. “En El pico [1983], muestra la heroína como exponente significativo de un estado de crisis generalizado y profundo en un modelo de sociedad que se había querido presentar como nueva, con la reforma política del país. Pero en El pico 2 [1984], ahonda en la realidad de los drogodependientes y de los actos delictivos en una época con unas tasas de empleo alarmantes para la población joven, además de la corrupción de determinadas facciones o mandos de las Fuerzas de Seguridad”, analiza. “Había personas en lo más alto del Estado a quienes les disgustaban estas películas y el retrato que se hacía de la sociedad española, que aspiraba a ser moderna y con vocación europeísta”.
Puede, no obstante, que los propios damnificados sean los primeros en desear el olvido. De las peticiones para participar en este reportaje, decenas han sido declinadas o ignoradas, cuando no canceladas después de una respuesta inicial favorable. A Eneko, gasteiztarra de 55 años, no le sorprende. “Tengo un colega que perdió a sus hermanos y jamás habla de eso. Es un tema muy doloroso, no se menciona”. Él no padeció la adicción en sus carnes, pero Euskadi estuvo a la cabeza del consumo de heroína en España. Más allá de interpretaciones sociológicas, como los estragos de la reconversión industrial, su carácter de antídoto rápido contra el malestar o su uso político (ETA justificó atentados contra supuestos traficantes en que eran confidentes o introducían la droga para desmovilizar), siempre le ha llamado la atención el silencio a su alrededor. “La gente que he conocido o los amigos de mis padres que perdieron hijos no dicen ni una palabra. Es una experiencia que pretenden olvidar. Dicen: ‘El niño murió’, como si hubiera tenido un accidente”.
Recuerda cómo en los grupos de amigos de sus hermanos mayores la heroína arrasó, “cuando nosotros rondábamos los 15, en las cuadrillas de los que tenían 20 o así siempre había uno muerto o tirado en un parque. Había pueblos, como Ondarroa, en los que cayó una generación entera. Daba miedo”. Siente que eso les avisó. “Era muy fuerte cuando venían unos yonquis a darte el palo y uno decía: ‘Dejadle, que es amigo de mi hermano’. Así te dabas cuenta de que no era una cosa del lumpen. Se enganchaba peña de familias estables de clase media. Y pensabas: ‘Hostia, cuidado, que esto te pilla en cuanto te descuidas’. Los de mi edad desarrollamos un mecanismo de protección basado en el rechazo frontal: opiáceos no. Métete speed, métete farlopa, métete lo que te salga de los cojones, pero a la heroína ni te acerques porque la muerte es lo mejor que te espera”.
Tanto la cineasta Carla Simón como el escritor Juan Trejo coinciden en hablar de las experiencias de aquella generación como otra “memoria histórica” que merece restaurarse tras años de silencio. “Más que silencio, es que algo pasó ahí”, opina la directora de Romería. “Hay toda esa teoría, que yo creo que tiene su sentido, de que no se hizo nada para parar la entrada de la heroína, porque, mientras los jóvenes estaban en drogas, no estaban en política, en un momento muy delicado como era la Transición o lo que estaba pasando en el País Vasco con el terrorismo. Hay mucho que no se ha investigado. Lo de las madres gallegas pidiendo que parase de entrar la droga y que alguien haga algo no es porque sí [las costas gallegas eran una de las vías de entrada principales]. De repente, llega 1992 y es como ‘corre, corre, que esto no se puede ver’, ¿no?”.
“Somos una sociedad lo bastante madura como para poder empezar a hablarlo sin prejuicios. Cuando empecé a escribir y lo comentaba con amigos y conocidos, me daba la impresión de que sí había voluntad de hablar de este tema”, considera Juan Trejo. Olga, la hija de Gabriela y Roberto, agradeció conocer la historia de sus padres y ve con buenos ojos que desde la ficción se reconstruya la época. Cuando leía La mala costumbre (Seix Barral, 2023), de Alana S. Portero, se veía identificada, entre lágrimas, con las experiencias descritas de las familias trabajadoras del barrio madrileño de San Blas en los años ochenta con la droga. En ese sentido, aunque la adicción a la heroína fue un fenómeno interclasista, ella siente que siguen existiendo diferencias a la hora de mirar a los toxicómanos: “Yonqui se le llama al pobre, pero no al famoso que entra en una clínica. El estigma sigue ahí. Ser adicto siendo pobre se ve como una vergüenza, porque estás tirado. Respeto que mis padres no quieran salir con su nombre en este artículo y, por tanto, yo tampoco, pero creo que es bastante representativo”.
Para ella, la conversación y el restablecimiento de esa memoria también es fundamental. “Muchos jóvenes sabemos lo que sabemos por el audiovisual, que no deja de ser una visión irreal. Creo que en mi generación hemos vuelto a perder el miedo a las drogas. Y es, en parte, porque no hemos vivido esa miseria que ha habido en España y nuestros padres no nos la han contado”.
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