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Así es el teatral ‘palazzo’ en Aranjuez de Jorge Parra: “Las chapuzas hacen bonito”

La casa del diseñador es un ejercicio de historia, literatura e ilusionismo a partes iguales. Tan conseguida está la escenografía a la que llama hogar que extraña ver que en una pastelería cercana vendan perrunillas en vez de ‘cannoli’ o ‘cassata’

Jorge Parra posa, en la terraza del patio de vecinos del palacio dieciochesco donde está su apartamento.
Jorge Parra posa, en la terraza del patio de vecinos del palacio dieciochesco donde está su apartamento.Pablo Zamora

“Las chapuzas hacen bonito”. Jorge Parra podría forrarse como gurú con una filosofía para afrontar las reformas, la mar de cómoda y asumible. A este ilustrador y diseñador madrileño de 33 años le basta invocar esa idea para que desperfectos como el del salón de su nuevo piso de Aranjuez, donde una lengua de cemento del nuevo suelo hidráulico sobresale como el queso de un sándwich mixto extendiéndose encima de otra parte de suelo antiguo, adquieran de pronto una pátina de dignidad. Es la ventaja de llevar a cabo un proyecto de interiorismo con los decrépitos palacios italianos como referencia: cualquier acabado que no resulte del todo bien podrá pasar por un efecto buscado de autenticidad. “Me encanta cuando en una casa queda algún cable colgando por ahí, o que las paredes estén un poco desconchadas”, dice este cliente soñado del gremio de pintores, fontaneros y electricistas colocándose con un pie en el suelo nuevo y el otro en el viejo. “Mi padre dice que cómo se me ocurre dejar esto así. Vamos, es que ni se me pasa por la cabeza arreglarlo”. Al fin y al cabo parte de su trabajo en los últimos meses como jefe de obra de reforma de su casa ha consistido en lograr que las habitaciones parezcan gastadas y añosas. En realidad no lo están, al menos no por el paso del tiempo. “Usé carbón para que los suelos pareciesen antiguos, y rompí algunas baldosas. Vivo en una casa de atrezo”, reconoce. Y tan conseguida está la escenografía a la que llama hogar que, de camino aquí desde la estación de Aranjuez, extraña un poco ver que en una pastelería se vendan pestiños y perrunillas en vez de cannoli, cassata o bizcochos Babá, y que los cajeros no sean los de la Banca Agricola Popolare di Ragusa. Solo cuando Parra baja a abrir el portón principal del palacio donde se encuentra su casa empieza la función. “¡Buongiorno!”, le ha saludado al cruzársele en la escalera principal una vecina familiarizada con el hecho de que él se refiera al edificio como palazzo en vez de palacio. “¿De quién era la canción con la que nos has despertado hoy?”.

Construido en el siglo XVIII, el palacio en el que se sitúan las nuevas habitaciones de Jorge Parra sirvió como residencia de los duques de Medinaceli durante la temporada que la corte pasaba en Aranjuez en primavera. Se cree que lo proyectó Juan de Villanueva, el arquitecto autor del edificio del Museo del Prado y de otros de tipo neoclásico en Aranjuez como la Casa de Infantes, pero como casi todo lo relativo a la historia del palacio, su autoría es difícil de constatar. Más certeza hay de que a finales del siglo XIX el edificio fue adquirido por una familia local de terratenientes y que, tras una temporada residiendo en él, dividieron los distintos aposentos para destinarlos a viviendas. Jorge Parra lo conoció de niño, jugando en el patio durante las visitas a unos parientes de su abuela que vivían allí. “En esos años aún había tanta gente que parecía una corrala. Es curioso, pero fue la decadencia en la que quedó sumido el edificio a medida que algunos vecinos fueron muriendo lo que reveló su pasado palaciego”, explica Parra, que siempre quiso vivir allí.

Lo consiguió en 2017, cuando después de un tiempo viviendo en Barcelona regresó a Madrid y se mudó a uno de los espacios que había quedado libre. “Era la antigua sala de billar. Me avisaron de que estaba hecha un asco pero, por supuesto, a mí me encantó”. Parra lo transformó en una de sus fantasías viscontianas y, además de vivir allí, empezó a usarlo de estudio para House of Bows, la marca de ropa especializada en pijamas que acababa de fundar en esa época. De allí sacó la inspiración para sus diseños y para unas campañas de publicidad que no solo tuvieron el efecto de promocionar su marca, sino que hicieron que el propio espacio llamara la atención de las principales revistas de moda y decoración de España, donde fue apareciendo retratado, y a ser reclamado por firmas como Christian Dior Beauty para la celebración de eventos o sesiones de fotos. También le convirtieron a él en un personaje, porque nadie se muda al palacio con el que soñaba de pequeño para llevar una vida anodina. “A veces bajaba a montar en caballo en pijama. Me costó algunas multas”.

Sus vecinos, en su mayoría personas mayores que le conocen desde pequeño, se han acostumbrado al trasiego de periodistas, fotógrafos, y modelos engalanados con bicornios bonapartistas, pelucas versallescas, sombreros de flores como los de los alumnos de Eton en la fiesta de su colegio o bandas de órdenes imaginarias. Ya casi nada les sorprende: una noche que oyeron ruidos y se asomaron al patio, vieron que estaba celebrándose un tenebroso baile a lo Eyes Wide Shut, así que prepararon algo de picar para los enmascarados. Eran los actores de una de las escenas de El vals invisible, un corto producido por Royal Family Films con el que Parra está a punto de debutar como director. “La historia está sacada de un cuento que escribí de adolescente. Nuestra idea es presentarlo a la próxima edición de los Goya”.

Está ahora por ver si la nueva etapa de madurez en la que dice estar inmerso supone el final de sus quijotadas y una vida sin sobresaltos para su caballo. Por el momento, su manera de sentar cabeza ha consistido en cambiar su estudio por una de las casas del palacio. “Es bastante más grande”, razona.

Estos nuevos aposentos se sitúan en la zona que, según cree, estuvo destinada a las cocinas, aunque la escasa documentación que existe acerca del edificio hace que resulte casi imposible estar seguro de su uso original. “Parece ser que a este tipo de residencias de temporada no se les daba demasiada importancia en los archivos. No existen planos originales. En la reforma he tenido que guiarme por mi instinto para decidir qué elementos pertenecían a la arquitectura original y merecían ser conservados”, explica Parra. Y pone como ejemplo la entrada por la que ahora se accede al salón, quitada hace años y recuperada durante las obras, o la amplitud que vuelve a tener esta estancia, liberada a golpe de piqueta de los tabiques con los que quedó compartimentada en una sucesión de cuartuchos en la época en que el palacio se dividió en viviendas.

Pero el esplendor que ha devuelto su nuevo dueño a esta zona del viejo palacio de los duques de Medinaceli se debe más a un truco de ilusionismo que a un riguroso trabajo de restauración. “Casi nada de lo que ves ahora estaba aquí antes”, asegura. Se refiere no solamente a los suelos, las puertas, las molduras y los muebles que fue reuniendo para componer su atrezo, sino a todas las “chapucillas” que llevó a cabo con la finalidad de que la casa produjera la impresión no de acabar de salir de una reforma, sino de una clausura de varias décadas. Así, en lugar de sustituir los pomos por otros nuevos, arreglar los muebles, pulir su superficie o reparar las paredes, el trabajo de Jorge Parra consistió en ajar todos esos elementos más de lo que ya de por sí estaban. “No soy de los que usan la lijadora”.

A ese aire vetusto contribuyen también las antigüedades y obras de arte con las que está amueblada la casa, en su mayoría heredadas de su familia. Hay sillas isabelinas, un secreter Luis XV, un piano Pleyel y objetos curiosos como las lámparas que cuelgan del techo del salón: son las del negocio que su familia materna tuvo hace años en el centro de Madrid, el mítico restaurante alemán Edelweiss (traspasado luego a un grupo hostelero). En las paredes, y sobre las mesas y los armarios, grabados originales de Goya y otras piezas antiguas se mezclan con obras de artistas contemporáneos como Lorena Prain o sus propios dibujos. Llaman la atención varios retratos de Alfonso XIII, un personaje que Parra suele tomar como inspiración para las colecciones de House of Bows, aunque los grandes protagonistas de la casa son esos figurines de ojos vendados tan característicos de sus diseños con los que, un poco a la manera de Cocteau en la Villa Santo Sospir, están tatuadas las altísimas paredes del salón y el dormitorio principal (y que últimamente le han convertido en un muralista solicitado por establecimientos como el hotel Mercure Benidorm).

La reforma non è finita. A los dos dormitorios, el salón, el cuarto de baño, la cocina de temática taurina, el guadarnés, la biblioteca o el comedor que, en un giro de los acontecimientos, acabó siendo una sala de pimpón, pronto podría añadirse el pequeño teatro en el que Jorge Parra tiene en mente convertir una habitación por ahora sin uso, y en donde planea representar piezas de teatro “y hasta óperas”. “De aquí a un tiempo me gustaría dedicarme a la interpretación”, avisa. Recientemente también le ha dado por la escultura, un arte que por ahora le ha proporcionado algunos bustos para decorar su nuevo hogar. Lo hemos presentado como diseñador e ilustrador, pero es muy posible que de aquí a que este reportaje se publique Jorge Parra haya añadido esas y otras aficiones más a su currículo. Ya que vive en un palazzo, llamémosle mejor dilettante.

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