Edificios que funcionen como árboles y calles sin asfaltar: los expertos imaginan la ciudad poscovid
La pandemia obliga a repensar el paradigma urbano y las propuestas pasan por utilizar la madera de manera sostenible o volver la vista a las ciudades tropicales de la antigüedad
Que una enfermedad como la covid 19 esté obligando a las urbes a resetearse no es nuevo: en el siglo XIX, en París, debido a la tuberculosis se ampliaron las ventanas de los edificios y debido al cólera se ensancharon las avenidas; el sistema de alcantarillado se mejoró en Londres para frenar el cólera en el mismo siglo, y el brote de fiebre amarilla en Filadelfia de 1793 se saldó con la creación de los primeros departamentos de salud en EE UU. Ni siquiera la llamada gripe española, que contagió a un tercio de la población mundial, dio al traste con las ciudades que aprovecharon para transformarse.
En ese proceso de metamorfosis andan algunas metrópolis hoy, debido al impacto de una pandemia que ha supuesto el tercer fenómeno disruptor del siglo XXI –tras el 11-S (2001) y la Gran Recesión (2008)– y obliga a repensar el paradigma. “El teletrabajo está cambiando el uso que se le da a los inmuebles, no van a hacer falta tantas oficinas, por lo que se revertirá el uso de algunas de ellas para viviendas. Crecerán, eso sí, los coworkings cerca de las viviendas”, pronostica Inés Sánchez de Madariaga, arquitecta urbanista.
Modelos como el de la biociudad ganan fuerza: una población sostenible y autosuficiente es la propuesta de Vicente Guallart, arquitecto jefe del Ayuntamiento de Barcelona entre 2011 y 2015 y fundador de Guallart Architects. “Es el nuevo gran paradigma después de la ciudad industrial o tardoindustrial de finales del siglo XX y de la ciudad inteligente del siglo XXI. Se basa en la economía circular, en la producción local y en gestionar los residuos”, nos cuenta el también codirector del Master in Advanced Ecological Buildings and Biocities. Su objetivo es romper con el compulsivo modelo basado en extraer, consumir y tirar que se impulsó con la revolución industrial dando la espalda al entorno. Ahora, en cambio, se apuesta por la dinámica circular de la naturaleza. Como nos recuerda Joám Evans, director de la fundación Montescola, en el informe Breaking Free From Mining, hasta la Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) cambió su retórica en 2021, al sugerir medidas para un “crecimiento sin crecimiento económico”, haciendo un guiño al pensamiento indígena, a movimientos sociales y a obras como Prosperity Without Growth, de Tim Jackson.
“Se trata de levantar edificios con un metabolismo interno que se comporten como árboles. Es decir, que almacenen y generen energía, que recojan y reciclen el agua para el riego, que produzcan alimentos y que construyan una red interna de información entre los habitantes. Es fundamental levantar edificios que duren mucho tiempo”, defiende Guallart. Atrás quedaría asimismo la Ciudad Máquina de Le Corbusier y la Bauhaus; es la hora de construcciones orgánicas e incluso de desasfaltar las calles.
“Las islas de calor se producen porque el suelo está sellado con superficies negras y las fachadas con cristales. Hemos de desasfaltar cuando se pueda y levantar edificios con balcones y materiales que no reflejen los rayos del sol”, sugiere Guallart, que aboga por la madera industrial, el material clave de dos sonados proyectos del arquitecto: The Voxel y el futuro conjunto de viviendas para 3.000 personas que se construirá en Komerg’an, a cien kilómetros de Pekín. El primero, basado en el uso de madera procedente de gestión forestal sostenible, es capaz de almacenar el CO2 de los edificios. El segundo, ambicioso, ensoñador y futurista –las casas están equipadas con impresoras 3D y cubiertas por invernaderos para alimentos–, cumple el sueño de la biociudad y de la economía circular a la par que confía en la madera. “Hace 100 años la revolución fue el hormigón; hace 50, el plástico; hoy es la madera. Hay países africanos como Gabón que están apostando en su industrialización. Si se hace con la renovación como premisa, puede ser una fuente inagotable. En España se han descuidado los bosques: solo se gestiona el 20% y como no hay interés económico no se protegen de los incendios”, opina Guallart, que ha luchado para que Barcelona fuera elegida Ciudad Europea del Bosque para el 2022, un encuentro donde el tema a debate serán las biociudades.
¿Pasa la nueva ecología por podar árboles en los bosques?
“Frente al cemento, el hormigón, el aluminio o el PVC, la madera es el material con menos huella de carbono. Tenemos que abandonar los combustibles fósiles, las cementeras son las que más contaminan. La clave está en recuperar y reciclar la madera como ya hacen los franceses e ingleses que llevan años alargando la vida de los muebles: la madera tiene una vida útil, por eso pedimos que no se la considere un residuo”, reclama Nanqui Soto, portavoz de Greenpeace.
“El problema no es la materia prima con la que se construye, sino el modelo de crecimiento sin medida, de usar y tirar y de obsolescencia. En 2013, China usó la misma cantidad de cemento que EE.UU. en todo el siglo XX. ¿Pretendemos hacer lo mismo con la madera? Los monocultivos forestales de donde saldría esa materia prima destruyen bosques. No se trata de sustituir unos materiales por otros, de reemplazar los 1.400 millones de coches de diésel y gasolina por coches eléctricos, sino de cambiar de paradigma, de reutilizar los residuos, de frenar la minería urbana que ha llegado incluso a los océanos donde 1,3 millones de km2 ya se están explorando para la extracción”, alerta Evans.
Algo así plantea Patrick Roberts, catedrático, investigador jefe del Max Planck Institute y autor del reciente Jungle: How The Topical Forests Shaped the world, un ensayo que cuestiona el mito de la ciudad tropical como un lugar inhóspito y abocado a desaparecer. “Sobran prejuicios cuando se piensa en los mayas o en el Imperio K’mer de Angkor Bat: se da por hecho que fracasaron a pesar de que sobrevivieron más de 500 años”, razona Roberts. El cine, los videojuegos y la literatura han alimentado la oscura leyenda de estos emplazamientos que vivieron en sintonía con el bosque: se los considera modelos insostenibles. “Las nuevas tecnologías han revelado lo contrario: un complejo e inspirador sistema urbanístico. Un láser nos ha permitido mapear zonas frondosas, impracticables a pie, y descubrir que no solo había templos o pirámides, sino miles de casas, agricultores y sistemas de abastecimiento de agua con pantanos, diques, depósitos, sumideros y canales alrededor de esos monumentos religiosos. Los mayas usaban nenúfares en los depósitos para monitorizar la calidad del agua: estas plantas solo crecen si el agua es pura. El paisaje urbano era más extenso que el de Roma, Constantinopla u otras antiguas ciudades chinas; estas ciudades deberían ser un paradigma: a pesar de tener más obstáculos –sequía, tormentas, etc.– fueron muy resilientes gracias a su inventiva”, argumenta Roberts.
En vez de poblaciones compactas –con lo político y lo social en el centro y lo agrícola alrededor–, estas civilizaciones se decantaron por un extenso entramado –de unos cien kilómetros cuadrados y en el caso de Tikal incluso de 200– que entretejía a la población con la agricultura. Su sistema económico era más complejo de lo que se pensaba: los mayas, por ejemplo, no solo plantaban cultivos básicos, sino también tomates, piñas, aguacates o mandiocas. Del mismo modo, capturaban y alimentaban a ciervos y pavos salvajes. “Este urbanismo agrario de baja densidad tiene muchas ventajas: preserva la biodiversidad y la fertilidad de la tierra, permite empatizar con la naturaleza y no vivir de espaldas a sus necesidades y evita escasez de alimentos en caso de cierre de fronteras. En estos asentamientos se daba respuesta a necesidades dispares, a las medioambientales, a las infraestructuras culturales y políticas, y al aumento de la población”, sentencia Roberts.
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