El estómago es capaz de obligarnos a buscar los sabores y olores de épocas más felices
En una conexión directa con el cerebro, el estómago y digiere comida y emociones
“Viajamos para cambiar, no de lugar, sino de ideas”, reflexionaba el historiador y filósofo Hipólito Taine, el mismo que opinaba que el estómago es la conciencia del cuerpo.
Ahora, ni la comida ajena ni la distancia nos caen a todos por igual. Precisamente estudiando la tristeza, la languidez y los dolores abdominales que provocaba a los mercenarios suizos el distanciamiento del hogar, el aspirante a médico Johannes Hofer acuñó, en 1688, el término “nostalgia”. Otra forma de viaje, en este caso al tenue mundo de los episodios que fueron relevantes en el pasado, que adhiere con fuerza lugares y personas capaces de despertar, al ser evocados, ese calambre agridulce que origina la ternura entretejida con la añoranza.
El ardiente deseo de volver al lugar donde se fue feliz recurriendo al rastro que los sabores depositaron en la memoria es una de las más reiteradas fijaciones culinarias, hoy convertida en tendencia gastronómica gracias a platos que, a la par que el sofrito y la cocción lenta, invocan buenos recuerdos.
Lo respalda esa relación entre el gusto y el olfato con las estructuras del sistema límbico, donde se procesan y almacenan las reacciones emocionales. Ahí está la clave de por qué los olores y sabores, que sostienen más fuerte de las memorias asociativas, activan tan eficazmente experiencias vividas que hacen de la cocina una poderosa vía de acceso a momentos que se extrañan. Sentidos químicos que se conocen igualmente como viscerales por la relación que guardan con el aparato gastrointestinal. El estómago, junto a los alimentos, digiere también sentimientos. El aleteo de mariposas, el cosquilleo o el nudo en el vientre cuando el nerviosismo atenaza son buena prueba de ello. Se podría decir que al encañonar el sentir de alguien se apunta a su estómago. Lo conoce desde hace milenios la medicina tradicional china, que liga este órgano a la reflexión y, en consecuencia, a las preocupaciones, las obsesiones y, claro está, a la nostalgia.
En el intestino se produce la mayor parte de la serotonina y cerca de la mitad de la dopamina del cuerpo
Esa digestión emocional se refleja en el tubo digestivo impactando en los microorganismos que lo habitan, del mismo modo que ellos repercuten en el cerebro a través del nervio vago. Son los billones de bacterias intestinales que producen sustancias neuroactivas que influyen en el comportamiento social del individuo e inciden en la memoria y la capacidad de aprendizaje. En el intestino se produce la mayor parte de la serotonina y cerca de la mitad de la dopamina del cuerpo, que desempeñan una función crucial en la regulación de las emociones. Si el estrés o la angustia continuados perturban la microbiota, se quiebra esa simbiosis entre el intestino y el cerebro, incrementándose no solo las patologías intestinales, sino enfermedades de tipo metabólico, autoinmune o mentales.
Una investigación liderada por la Facultad de Medicina de participación de grupos clínicos del CIBER de Salud Mental, advirtió que en pacientes con depresión, con relación a individuos sanos, los géneros bacterianos Bilophila y Alistipes aumentan, mientras que Anaerostipes y Dialister disminuyen. Sabemos que parte de esa comunidad de microorganismos vivos formada por cerca de 800 especies nos asiste desde la llegada al mundo, al igual que sabemos que requieren alimentarse tomando lo que comemos y modificándolo para que podamos absorberlo en forma de nutrientes. ¿Por qué no especular con la idea de que bajo esa capacidad de la microbiota de incidir sobre los cambios de humor no está en realidad un pretexto para buscar el alimento que le permita prosperar a ella? Quizás utilizando el poderoso campo magnético de las referencias autobiográficas en bocados que nos devuelven a una infancia donde esas especies de bacterias ya estaban. ¿Por qué no contemplar la idea de que la nostalgia es la respuesta de las colonias bacterianas a sus urgencias y deseos, al tiempo que estiran del evocador hilo del pasado tratando de trenzar una percepción de continuidad con lo que apreciamos? “Se puede matar todo menos la nostalgia”, escribió Julio Cortázar en Rayuela. “(…) la llevamos en el color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y engaña”. La llevamos en el microbioma, añadiría yo, que instiga a comer a su dictado aquello que nos hace sentir más cerca de casa
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