Atrapados en el agujero negro de la nostalgia: cómo el pasado se ha convertido en el mayor enemigo del futuro
La añoranza de otros tiempos supuestamente mejores es la gran adicción de nuestra época, de los discursos políticos a las plataformas de ‘streaming’. Varios libros se preguntan si esta dependencia tendrá fin
La nostalgia nació como una enfermedad. Literalmente: la que sufrían los mercenarios suizos destinados a batallar en los Alpes a finales del siglo XVII, que morían de añoranza por el calor del hogar y los guisos caseros de sus madres. Así lo tipificó el estudiante de medicina Johannes Hofer, acuñando el neologismo a partir de las palabras griegas nostos y algia, es decir, regreso a casa y dolor. Hoy la enfermedad que carcome la nostalgia es otra. Se ha transformado en un arma de abducción masiva que todo lo tiñe: desde la retórica del neoliberalismo hasta la cultura del entretenimiento.
Un proceso que se ha acelerado en el mundo posterior al 11-S, en el que ya nadie está seguro. El pasado se ha convertido en el mejor refugio imaginario ante un presente líquido y trastornado y un futuro inmediato apocalíptico. Lo elabora el crítico cultural Grafton Tanner en su ensayo Las horas han perdido su reloj. Las políticas de la nostalgia, recién publicado por Alpha Decay. La pregunta que nos lanza Tanner: ¿es posible utilizar el poderoso sentimiento de la nostalgia de forma positiva para avanzar hacia un futuro mejor?
Si atendemos a los acontecimientos actuales, está complicado. Discursos reaccionarios de políticos como Trump y Bolsonaro o, más recientemente, la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y el británico, Rishi Sunak, por fijarnos en cuatro ejemplos hipermediáticos, incendian una frágil conciencia colectiva aterrada. Lo explica Tanner: “Un líder que insiste en que debemos sentir nostalgia por una versión patriotera del pasado y que jura volver a esos días es extremadamente peligroso. Al confiar en la nostalgia, la derecha está tratando de movilizar apoyo. Es una herramienta fácil porque apunta a los prejuicios de sus bases. Cuando Trump proclamaba su Make America Great Again quería decir que devolvería al país a un período en el que los hombres blancos gobernaban el mundo. Los fascistas tratan de obligar a la gente a sentir nostalgia por una patria imaginaria. Por eso desde la izquierda a menudo se habla de la nostalgia con condescendencia. Pero la derecha no es su dueña; solo le resulta útil para promover el discurso del odio”. Es lo que el filósofo José Antonio Marina llama “falsificación del recuerdo”, que aqueja a tantos nacionalismos.
Tal y como lo expresa Tanner, “históricamente se ha intentado impugnar la nostalgia, enmarcándola como un desafío al progreso. Gente marginada como mujeres, negros, comunidades indígenas o de origen rural, soldados sospechosos de desertar, inmigrantes, casi cualquier persona considerada inferior o atrasada por expertos médico-jurídicos… no ha tenido el derecho a expresarla y compartirla. Estaba reservado para los hombres blancos y ricos, que producían un discurso que difamaba a estas minorías como demasiado nostálgicas o incapaces de sentir nostalgia. Esa emoción no ha sido celebrada hasta hace bien poco, principalmente por la industria cultural”. Ya lo anunciaba una de las grandes influencias de Tanner, el crítico musical Simon Reynolds, en su visionario tratado Retromanía (Caja Negra), donde apuntaba las consecuencias negativas de la actual fiebre por lo retro en la cultura del pop (lo publicó hace una década, cuando aún no había llegado el trap a ponerlo todo patas arriba, pero eso es otra historia).
Mientras los políticos nos prometen un futuro mejor si regresamos a épocas anteriores, Spotify nos ofrece la seguridad de escuchar música nueva que suena igual que la antigua que tanto nos reconforta, y las plataformas de streaming retienen y multiplican suscriptores manteniéndolos en un boyante bucle de nostalgia infinita. Véanse fenómenos como la revisión idealizada y ultraestilizada de los ochenta de Stranger Things, que logra reenganchar a millones de exsuscriptores cada vez que estrena temporada en Netflix, o Bruja Escarlata y Visión, la sofisticada serie de Marvel que jugaba con los clichés de las sitcoms antiguas y que disparó las suscripciones de Disney+ (hasta ocho millones más de usuarios sumó la plataforma con su estreno en solo dos meses). Por no hablar de las infinitas y millonarias ramificaciones con las que se expande Star Wars.
“Megacorporaciones como Disney y Netflix retratan estos universos como algo por lo que vale la pena sentir nostalgia; así, cuando estrenen nuevas entregas, el público las verá para aliviar ese sentimiento. Pero no nos equivoquemos: Marvel y Star Wars son marcas. Podemos sentir nostalgia por ellos y, por tanto, disfrutar consumiéndolos, pero son como Coca-Cola o Nike: mantienen una apariencia inalterable y con eso refuerzan nuestra lealtad. Star Wars no para de sacar entregas, así que ¿podemos echar de menos algo que no se ha ido y posiblemente no desaparecerá? Mientras tenga éxito seguirá ahí, en nuestras pantallas, en chucherías, en juguetes, en todas partes”.
Rigiéndolo todo en ese agujero negro llamado nostalgia, el malvado algoritmo. Un monstruo difícil de derrotar, según Tanner, pero no imposible. “El capitalismo actual funciona algorítmicamente. Es decir, da forma al presente a partir de datos pasados. Es algo que debería cambiar, empezando por resistirnos a esa retórica tecnocrática que alinea los procesos algorítmicos con ‘el futuro’. Internet debe ser para las personas, no para las corporaciones. Igual que las redes sociales, que deben ser desprivatizadas. Hasta entonces, los algoritmos seguirán proyectando en el presente los prejuicios del pasado”. Es lo mismo que argumenta otro pensador actual, Bern Tarnoff, autor del revelador Internet for the People. Y lo hace con una metáfora muy esclarecedora: la Red es como un centro comercial; entrar es gratis, pero una vez que estás dentro todo está pensado para extraer beneficios de ti. Y para eso, claro, se alimenta de tu rastro.
Vivimos una paradoja: tenemos la tecnología más avanzada de la historia y más obsesión que nunca por mirar atrás. Tanner lo atribuye a que “las tecnologías actuales se proyectan en el futuro, pero su mercancía es el pasado. Las redes sociales o Google fotos nos venden el material antiguo como recuerdos. Y estos recuerdos los llevamos en el móvil, en la nube, nos acompañan allá donde vayamos”. Y nos apunta una película de terror que cualquiera podemos acabar protagonizando sin saberlo. “Una de las últimas aplicaciones de las que presume Amazon desarrollada para Alexa es su capacidad para clonar las voces de nuestros parientes muertos para que nunca tengamos que echarlos de menos una vez se hayan ido físicamente. ¿Extrañas a tus seres queridos? No pasa nada, Alexa habla como ellos. Hemos llegado a esta paradoja porque las grandes corporaciones han encontrado un mercado en el anhelo, han mercantilizado la nostalgia, y nosotros les damos todos nuestros datos con cada movimiento que hacemos online para que los exploten con sus anunciantes”.
Una vez que hemos adquirido esa consciencia de que la nostalgia se ha convertido en la herramienta de control social y de marketing más infalible de esta época, la cuestión es: ¿hay manera de escapar? Tanner dice que sí. “La historia de la nostalgia es la historia de la batalla por acabar con ella de una vez por todas. Al ser la emoción dominante de nuestro tiempo, curarla, como si efectivamente fuera una enfermedad, también se ha convertido en una tendencia dominante. La mejor manera de huir es plantar cara a los intentos corporativos y fascistas de aliviárnosla, desde prometernos que un país volverá a los buenos viejos tiempos hasta insistir en que una franquicia cinematográfica, como Star Wars, es digna de sentir nostalgia produciendo más y más contenido bajo la premisa de satisfacer a los fans”.
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