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Columna
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Por qué si la cocina está de moda cada vez cocinamos menos

El acto de cocinar es lo contrario a consumir. Cocinando nos alzamos como seres humanos, capaces de crear y modelar el mundo para compartirlo con la familia, la comunidad, el barrio, el pueblo o los amigos.

Columna Maria Nicolau
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

Con la cocina tenemos un problema: se nos ha acabado el hambre. El hambre fisiológica, la del estómago, ha mantenido viva la cocina durante sus más de 200.000 años de historia. La ha hecho necesaria. Todo aquel que se haya dedicado regularmente a cocinar, desde los primeros homínidos hasta la tía Paquita, lo ha hecho por necesidad; porque era la única manera de transformar comida para unos pocos en comida para muchos, de convertir tóxicos en alimentos, de estirar los últimos céntimos de la nómina una semana más, de seguir vivos como individuos y como especie.

Hoy, esa hambre ya no está en nuestro horizonte de posibilidades. Todos nosotros, los que hemos tenido la suerte de nacer en este lugar y este tiempo privilegiados, sabemos que de inanición nunca vamos a morir, por mucho que la vida se nos pueda llegar a torcer. Nuestro tormento no es el de no saber si mañana tendremos algo con que llenar el estómago, sino el del engorro que supone el hecho mismo de tener que comer, de tener que pensar y hacer la cena una y otra vez. Cada. Santo. Día. No sé si nos hemos dado cuenta aún de cuán reciente es este paradigma de abundancia ni de lo afortunados que somos.

En lo que a cocina se refiere, y los datos de horas y recursos invertidos en esta tarea son arrolladores, vivimos anclados entre el “no tengo tiempo” y el “no tengo ganas”. El clamor es casi unánime: “¡No nos da la vida!”. Concebimos cocinar como una tarea más y a lo que aspiramos, naturalmente, es a quitarnos trabajo de encima, no a añadirlo. Paralelamente, parece que cada día tenemos menos ganas de hacer nada con las manos que requiera de un mínimo esfuerzo. No le vemos sentido, pudiendo comprar lo que nos apetezca, sea la cena, una mesa nueva o un seguro de vida, a golpe de clic, desde el móvil, y sin siquiera salir de casa.

Hemos dejado de hacer. Nos hemos convertido en consumidores pasivos de ítems fabricados en serie por desconocidos, que no explican nada de ninguna parte, de ningún tiempo y de ningún alguien. Palpamos, sorbemos, mordemos, tragamos, sin añadir significado alguno a todo aquello que tocamos con las manos, sin dejar huella que no sea en forma de residuo no reciclable, como si fuésemos simples herramientas para que el dinero y los eslóganes vacíos puedan cambiar de manos. Consumimos comida precocinada, campañas contra el despilfarro alimentario, y consumimos cocina como hobby y como forma de etiqueta de estatus social y de imagen. Consumimos campañas en pro de la sostenibilidad, de lo ecológico, de lo próximo; consumimos programas de cocina con los que dormitar y series sobre chefs fabulosos; consejos de cocina para una alimentación saludable en paralelo a consumir comida ultraprocesada compensada con suplementos alimenticios y material de farmacia. Consumimos una ingente cantidad de material y contenido relacionado con la cocina. Y mientras tanto, móvil en mano, pugnamos por encontrar la forma de conectar genuinamente con el mundo y con el otro, de descubrir quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, de aplacar la soledad, la sed de significado, de sentirnos parte de algo más grande, y de expresar nuestra personalidad e identidad.

Desde el rincón, la cocina nos mira y espera, paciente, a que nos demos cuenta.

Ella ha estado siempre con nosotros, entrelazada con la tierra, la lengua, la historia y el paso de las estaciones, mutando y manifestándose de forma particular y diferente en cada rincón del mundo, a cada día del año, en cada estado de ánimo, explicando, contando quiénes somos cada uno de nosotros con una precisión que no consigue ninguna otra disciplina. Los 200.000 años de vida de la cocina son los 200.000 años de la humanidad.

Y ella espera a que nos demos cuenta de que, de la paella popular, lo más absolutamente irrelevante y poco interesante, la pequeñez más nimia, es la receta del arroz. De la cena de barrio, de la comida para la fiambrera del hijo, de la ristra de espetos, de la celebración del otro día en casa de Pedro, del botillo comunitario, de los biquinis de sobras para picar viendo una serie, de la calçotada, o de la tortilla a la francesa de emergencia comida a solas y de pie en la cocina, lo más importante y poderoso es el hambre que sentimos todos en el vientre de amar y ser amados, de calor humano, de comunidad real y no digital, de reivindicar nuestro lugar en el universo, de sentir que lo que hacemos tiene algún tipo de impacto en cómo son las cosas, de sabernos útiles, de expresar nuestra identidad y personalidad, de religarnos con una historia que es antigua y rica, de descubrir maneras diferentes de concebir y explicar el mundo, de reconquistar el espacio público con el fuego y las parrillas y de compartirlo con la familia, con la comunidad de vecinos, con el barrio, el pueblo, el grupo de amigos, o el club de senderismo. Todas estas ganas diferentes no puede aplacarlas la comida industrial. Es imposible.

Cocinar es lo contrario a consumir; alzarse como ser humano capaz de crear y modelar el mundo, contra la idea de ser un ternero amarrado a un saco de pienso. A la cocina no la va a mantener viva el hambre, sino nuestras ganas de seguir expresando humanidad viva y vibrante.

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Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.
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