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Columna
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Café con leche sin leche para intolerantes

En el mercado hay más de 70 patentes de licuados vegetales registradas. Para elaborar las principales marcas, sus fabricantes extraen anualmente cerca de 200.000 metros cúbicos de agua de los manantiales del Montseny

Intolerantes a la lactosa
FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty
Maria Nicolau

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”Estoy en París y pedí un café con leche de avena y el camarero dijo que no”. Estas son, literalmente, las palabras que forman uno de los tuits más relevantes del año pasado. La frase del cómico Andy Haynes provocó reacciones en todo el mundo, incluyendo insultos, aplausos entusiastas a la respuesta del camarero, bromas agudísimas y disquisiciones sobre la búsqueda del sentido de la vida en un mundo que se desintegra entre fuegos fatuos y flatulencias cerebrales provocadas más por intolerancia mental que por la incapacidad de algunos intestinos de procesar la lactosa.

En ese momento, servidora tuvo su parte del pastel de improperios: se me ocurrió compartir la frase acompañada de “este es el camino”, y me cayeron hostias virtuales como panes, que ya esperaba y recogí complacida: me gusta más una tangana que a un tonto un boli, y yo estoy en las redes por las risas. Pero no pienso dejar el tema ahí y retirarme a mis aposentos sin antes haber aclarado un par de cosas.

La primera andanada violenta vino del sector intolerante a la lactosa, que interpretó mi posicionamiento como una forma de discriminación y una falta de sensibilidad por su condición médica. Defecto de empatía, tengo, ante su demanda de un café con leche sin leche pero con leche, y me goloseo con el diagnóstico secando vasos con parsimonia detrás de la barra, desde donde el zumo de naranja, los quintos, las medianas, los poleomentas, los bitterkas, las aguas con gas y los cafés solos me devuelven la mirada con un suspiro.

Todos nacemos bebedores de leche. Los intestinos de los bebés producen la enzima lactasa, que descompone la lactosa, un azúcar complejo presente en la leche materna, en azúcares más simples que podemos asimilar. Pero para la mayoría de los humanos, la producción de la enzima lactasa cae en picado después del destete. Desde una perspectiva mamífera, lo normal es ser capaz de tolerar la leche materna para, pasada la infancia, dejar de producir lactasa y volverte intolerante a la lactosa.

Hace unos 10.000 años, una serie de mutaciones genéticas permitieron a algunos grupos humanos mantener la producción de lactasa en la edad adulta, pero eso es la excepción, no la regla, y en todo el mundo, más de dos tercios de la población es considerada intolerante a la lactosa, sin que eso sea un rasgo patológico.

De hecho, beber leche en vaso como alimento habitual es un fenómeno relativamente reciente. No fue hasta principios del siglo XX, con la introducción de la pasteurización obligatoria, que la leche dejó de ser caldo de cultivo de multitud de patógenos mortales y se convirtió en un alimento seguro. Esa seguridad se transformó en buena reputación durante la Primera Guerra Mundial, cuando el entonces campo emergente de la ciencia de la nutrición identificó la leche, con su alto contenido de proteínas y vitaminas, y con su sencilla posología, como un remedio eficaz contra la mortalidad infantil.

Hoy en día, un adulto que bebe leche lo hace por gusto. Nuestras preocupaciones de posguerra han sido reemplazadas por el temor a la obesidad, y las dos terceras partes del mundo que no toman leche no sufren osteoporosis ni raquitismo; de hecho, China y Japón tienen tasas más bajas de estas condiciones que Europa. La necesidad de tomar leche no existe.

Por lo que respecta a la segunda andanada de artillería, el fuego salió del fondo sur del sector vegano, una facción especialmente ruidosa de ese colectivo, paladines de una ideología que, pese a nacer profundamente enraizada en valores admirables de no agresión, es capaz de encontrarse cada dos por tres en el vórtice de las discusiones más virulentas, y que se emperra en verme como una señora mayor en bata en medio de la calle blandiendo un bastón al aire contra el progreso.

En los licuados vegetales ven un medicamento contra el mal de la ecoansiedad, y la solución a la participación de las vacas en nuestro sistema alimentario. Comparto la gran mayoría de sus preocupaciones, el respeto por el resto de los miembros de este nuestro ecosistema, la apuesta sin fisuras por la reducción del consumo global de carne y la erradicación total y absoluta del maltrato animal en el sector primario, pero insisto en considerar a los demás seres humanos también como seres vivos, en ver que mi libertad termina allí donde empieza la del otro, y en pensar que mi capacidad de empatía no está para compensar la dificultad de gestionar la frustración de quien está dispuesto a montar un pollo cada vez que sus expectativas no son cubiertas. Porque los argumentos ecológicos de este grupúsculo de exaltados, que no representan a la totalidad del colectivo vegano, sólo pueden ser una cortina de humo, si de lo que estamos hablando es de ecologismo y sostenibilidad en torno a una taza de café con leche.

Actualmente, en el mercado podemos encontrar licuados de semillas y frutos secos de todo tipo. Hasta de setas. Hay más de 70 patentes de licuados vegetales registradas. Para elaborar las principales marcas que encontramos hoy en nuestros supermercados, sus fabricantes extraen anualmente cerca de 200.000 metros cúbicos de agua de los manantiales del Montseny, el parque natural que veo desde mi ventana. Lo han seguido haciendo a lo largo de esta terrible sequía, hasta que la Riera Major se ha secado, y tienen proyectado perforar más acuíferos hasta duplicar esa cifra. La de almendra representa alrededor de dos tercios de todas las leches vegetales vendidas en el mundo, y se necesitan cuatro litros y medio de agua para cultivar una sola de ellas.

Hay petróleo a disposición de hacer llegar este negocio perfecto de vender agua envasada con cosas a cualquier rincón del globo, porque la gran industria nos conoce, y sabe que antes que modelar nuestro paladar de acuerdo a nuestras propias decisiones libres, antes que tomarnos la molestia de cambiar un solo hábito, antes que adaptarnos al sabor del café sin leche, doblegaremos cualquier otra cosa. ¿Motivos ecológicos? Hasta luego.

En un bar, el empresario está obligado a acatar la legalidad vigente, a cumplir con todas sus obligaciones fiscales, y a responder por todos sus compromisos con trabajadores, proveedores, acreedores y, finalmente, clientes. Ante ellos, su promesa es la carta, colgada en la pared en la entrada del establecimiento, y que informa de lo que puede esperarse a cambio de dinero. A la pregunta de “qué le cuesta a un bar tener leche de avena en la nevera”, respondo “lo mismo que a usted viajar con una petaquita en el bolso”.

No existen ni el derecho a tomar leche ni el de no sentirse ofendido, como tampoco existe el derecho a someter la libertad de los demás a los propios apetitos o caprichos. Ante la sorprendente capacidad de algunos de confundir el “yo quiero” o el “a mí me gusta” con un “tú debes satisfacerme”, mi respuesta es no, y hay que ver lo que les cuesta aceptar un simple “no” a algunos, estando como estamos en plena era del “no es no” y del consentimiento.

En un bar, la alternativa obvia sin lactosa a un café con leche es cualquiera de las opciones sin la palabra leche en su nombre, incluido el café solo. Si el futuro hacia el que vamos es uno en el cual un “no” es percibido como una agresión o como una falta de respeto, entonces estamos yendo hacia atrás hacia un escenario desolador y a una velocidad que da miedo.

Firmado, una intolerante a la lactosa, amante de los manantiales protegidos, que lleva toda una vida gozándolo en los bares sin dar la turra.

Sobre la firma

Maria Nicolau
Es cocinera de oficio y por vocación. Durante más de veinticinco años ha trabajado en restaurantes de España y Francia. Autora del libro ‘Cocina o Barbarie’, prologado por Joan Roca en catalán y Dabiz Muñoz en castellano. Actualmente vive en Vilanova de Sau, Osona, donde ha conducido el restaurante de cocina catalana El Ferrer de Tall.

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