Historia del helado: cómo conseguimos sostener el verano en nuestras manos
Marco Polo descubrió que los chinos llevaban milenios empapando la nieve de las montañas con miel, leche y zumos, pero el verdadero inventor del helado se llamaba Fran
Hemos comido pies, cohetes, lápices y tiburones. Hemos esculpido cuanto nos rodeaba, incluida la misma galaxia que habitamos. Bolas como planetas atrapados por un cucharón esférico y aposentados en un pedestal cónico, con sus órbitas detenidas, esperando el meteoro del lametazo. Porque hay alimentos que, por definición, se devoran, y el manjar que simboliza las vacaciones supera en glotonería a la ensaladilla perfecta o a la tortilla de mamá. “¿Ya está?”, te pregunta lo que te queda de niño cuando apuras el último bocado. Comerte un helado significa parar el tiempo, congelar el cerebro y sostener el verano en la mano sin que te importe nada más.
De niños engullíamos cohetes mientras nos imaginábamos brincando por la luna. El futuro se presentaba tan prometedor como aquellos agostos larguísimos, como los carteles de la piscina, el teleclub o el chiringuito donde el tendero iba tachando los helados conforme se iban agotando. “¡No puede ser, no quedan Dráculas!”. Hoy, por contra, añoramos el Colajet mientras nuestras ficciones nos presentan al inhóspito Marte como la única salida ante el inevitable colapso de la Tierra, apocalipsis que también vaticina la ciencia y que braman desde sus tuits tantos políticos. Porque no encontramos el sabor que descubrimos de críos, sin aceptar que en esa trampa reside el éxito último de esta delicia, ya que, a diferencia de la tortilla de mamá, el helado es un alimento que principalmente aparece y transcurre en nuestras vidas en su versión industrial.
El miedo ha crecido más que la esperanza. La nostalgia es manipulación y peligro. Inventábamos divertidos tornados de colores cuando no imaginábamos que un tsunami podría arrasar el sudeste asiático. El helado, irónicamente, nació por esa franja continental donde emplazamos el arranque de la civilización. Cuando el origen es incierto (como sucede siempre con todos los alimentos básicos), los occidentales recurrimos por sistema a Marco Polo, que vale para todo, ya que fue el primero en interesarse por Oriente, por ese tramo del mapamundi que ahora dirige el cambio geopolítico con una furia de humo y tecnología que puede rematar la democracia y el clima.
El padre del polo se llamaba Fran
Marco Polo descubrió que los chinos llevaban milenios empapando la nieve de las montañas con miel, leche y con zumos. En realidad, todas las culturas se han buscado la vida para alegrarse los meses cálidos con procesos similares, desde los persas hasta los griegos, los romanos y por supuesto los árabes, maestros de la gastronomía y a los que hoy seguimos sin entender, como no entendíamos en los años ochenta que llamar Negrito a un cucurucho implicaba cierto racismo. ¿Y por qué las mejores heladerías eran las italianas, cuando nunca las regentaba un italiano? ¿Fue Marco Polo quien les sugirió a los chinos ponerle un palo a su invento y llamarlo con su apellido? Pues no, resulta que fue un crío.
En 1905, Fran Epperson, un chaval de San Francisco, se olvidó en la encimera un vaso con zumo. Aquella noche heló en la bahía más famosa de California y Fran se encontró su jugo convertido en una golosina solidificada, que, por supuesto, tuvo que chupar. Y flipó. O esto cuenta la industria norteamericana, que ha perfeccionado las fábulas de Marco Polo para que las entienda ese crío que guardamos dentro. Hollywood hasta nos enseñó a aplacar las penas de amor poniéndonos tibios con cubos de helado, y desde entonces los zampamos también en invierno, porque los desengaños del afecto no entienden de calendarios. Helados que consuelan fríos, frío que se torna divertimento, como le pasó a Fran, el chico que no inventó nada, sino que simplemente dejó que el clima hiciera su trabajo.
Luego la industria quiso controlar ese azar para comercializar en masa la entropía que cristaliza el helado, hasta conseguir que su lineal fuera más largo que el de croquetas y guisantes congelados. Y entre las multinacionales tampoco existe un consenso sobre el origen del helado manufacturado. Cada marca quiere apropiárselo para así disfrazarse de artesana. Los italianos ocuparon el liderazgo inicial gracias a Francesco Procopio dei Coltelli, inventor de la primera máquina heladera hace 350 años. Pero cuando Europa sufrió en el siglo XX dos guerras mundiales, cedió el testigo de la economía a Norteamérica, que también reivindica la paternidad del polo, el cucurucho, la tarrina (aunque no de la obesidad mórbida).
Fran resultó un espabilado: le puso un palo al vaso, salió a vender a la calle sus artefactos, registró la patente en 1924, montó una empresa y popularizó un nombre con logo: Popsicle. La típica historia del magnate que sueña con Rosebud. Pero hete aquí que un repostero de Ohio demandó a Fran por plagio. Al final, dinero mediante, ganó un tercero: la multinacional Unilever, que absorbió ambas empresas y santas pascuas con la competencia. La historia contemporánea la escribe el que más invierte en I+D+i; o sea, el que mejor se posiciona en Google.
Helados de verdad
¿Cómo reconocer un buen helado? Lo primero, apaga el móvil y salir al supermercado, donde puedes encontrar algunos competentes, como Ben and Jerry’s, Helados Green o Mövenpick, pero mejor busca una heladería, paseando, que para eso se creó el verano. Gelato Lab o Mistura en Madrid; Paral·lelo o Arigato en Barcelona; Stella Maris, en la Costa Brava; Dellasera en Logroño o La Romana en Valencia: no hay zona de España sin su establecimiento señero.
Todos los artesanales usan frutas frescas, frutos secos de calidad y leche entera. “Ni edulcorantes, ni conservantes, ni grasas añadidas, ni siquiera natas”, cuenta Virginia Revuelta, cuya empresa familiar, Helados Revuelta, de Llanes (Asturias), cumple ahora 100 años con dicho método: “Además, cada helado tiene su receta, no es una base sobre la que se añaden cosas”. Los colores son más tibios, los sabores más genuinos, y el placer, más tranquilo: “Lo notas porque los helados con grasas y con productos industriales llenan mucho más y te dejan peor el estómago”. Porque detrás, como con todo lo rico, hay cocina de verdad, la que no contamina por dentro ni por fuera, ni tampoco engaña. En realidad es muy fácil detectarlos: con los artesanos siempre dices “¿Ya está?”.
Receta: Perfecto de Chocolate
Para elaborar un helado de chocolate riquísimo sin gastarse los cuartos en una heladera, Martine Jolly propone una receta en El libro del amante del chocolate que nunca falla. No en vano, la bautiza como “Perfecto de chocolate”.
Ingredientes
- 125 gramos de chocolate negro
- 3 cucharadas soperas de agua
- 3 cucharadas soperas rasas de azúcar en polvo
- 3 yemas de huevo
- 20 cl. de nata líquida
- 1 sobre de azúcar aromatizado con vainilla
Instrucciones
Poner la nata en una ensaladera, y llevar a la nevera hasta que esté muy fría. Partir el chocolate en trozos, añadir el agua y derretir en un bol sobre un cazo al baño maría.
Añadir el azúcar y remover. Retirar del fuego el cazo. Añadir las yemas y batir. Poner el bol en la nevera.
Añadir el azúcar a la nata. Batir con garbo hasta que duplique su volumen. Verter la crema de chocolate en la nata batida y mezclar con calma.
Pasa todo a un recipiente y al congelador. En unos 20 minutos está perfecto para servir, desmoldándolo o sumergiéndolo un instante en agua caliente.
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