Jesús García, de 104 años, el hombre que sobrevivió a todo: “Nos mandaron al frente después de ocho días de formación”
El último brigadista recuerda la batalla del Ebro, con 21.500 muertos, y el desfile de despedida del ejército de voluntarios en Barcelona: “La Pasionaria me besó”
Jesús García Martínez nació en otro siglo, en otro mundo, el 30 de octubre de 1918 en Baza (Granada). Hasta hace poco, iba a ver a sus amigos en bicicleta. Poco es un concepto distinto cuando se tienen 104 años y cada día es una conquista, un desafío a la estadística. El último brigadista internacional vivo emigró con su familia a Francia antes de empezar a hablar, siendo todavía un bebé. “Soy un titi parisien”, bromea, refiriéndose a uno de esos chicos rebeldes de la capital francesa que Víctor Hugo retrató en el Gavroche de Los Miserables. Aunque habla castellano, la mayor parte de la entrevista es en francés. No oye bien. “Se resiste al sonotone”, explica su hijo Robert, de 74 años. Es coqueto. Camina sin bastón. Antes de charlar el pasado lunes con EL PAÍS, subió cinco peldaños de una escalera hasta el escenario del centro cultural de Colliure, donde el secretario de Estado de Memoria Democrática, Fernando Martínez, le entregó un diploma en reconocimiento a su sacrificio en defensa de los valores democráticos. El salón de actos entero le aplaudió en pie. Al concluir la ceremonia por el día oficial del exilio, el público hacía cola para llevarse una foto con él. Hubo que sacarlo de allí en volandas, como a las estrellas tras un concierto, para que pudiera contar qué tuvo que hacer para cambiar el mundo, para sobrevivir al siglo que descubrió el fascismo.
—A los 18 años decidió unirse a las Brigadas Internacionales. ¿Por qué lo hizo? ¿Se sentía español? ¿Creía que estaba defendiendo a su país o algo más grande?
—Me sentía español porque soy español. Aunque hable francés, aunque haya estudiado en colegios franceses. Me uní a las Brigadas Internacionales para defender a la República española y para combatir el fascismo.
Francia aportó casi 9.000 brigadistas a un ejército de 35.000 voluntarios, entre ellos, 700 mujeres, que, procedentes de 55 países, acudieron al rescate de un Gobierno legítimo tras el golpe de Estado de Franco en 1936. Fue su mejor amigo, vecino del barrio, quien animó a Jesús a combatir. Se conocían desde niños y Jesús repite constantemente su nombre: “Antonio murió a mi lado, en la batalla del Ebro. Tenía la misma edad que yo, 18 años”. “La guerra…”, suspira.
El curso de formación para ir al frente duró “ocho días” en Albacete, cuartel general de las brigadas. Allí, explica Jesús, se pusieron a las órdenes de André Marty, líder comunista francés. Al llegar, prometían una declaración solemne que decía: “Soy voluntario porque admiro profundamente el valor y heroísmo del pueblo español en lucha contra el fascismo internacional; porque mis enemigos de siempre son los mismos que los del pueblo español. Porque si el fascismo vence en España, mañana vencerá en mi país y mi hogar será devastado. Porque soy un trabajador, un obrero, un campesino que prefiere morir de pie a vivir de rodillas. Estoy aquí porque soy un voluntario y daré, si es preciso, hasta la última gota de mi sangre por salvar la libertad de España, la libertad del mundo…”.
Con esos ocho días de entrenamiento, fueron enviados a la guerra. Jesús se integró en la XIV Brigada, compuesta fundamentalmente por franceses y belgas. Aunque algunos tenían experiencia militar, la mayoría de los integrantes de este ejército de voluntarios nunca había empuñado un arma. Eran campesinos, mineros, estudiantes, abogados, escritores, políticos… Jesús había aprendido el oficio de mecánico y se ganaba la vida repartiendo periódicos en bicicleta. “En Albacete nos enseñaron a disparar. ¿El qué? Bueno, había un poco de todo”, recuerda. “Nos hicieron una faena porque ningún país quería ayudar con eso”, explica, refiriéndose a su inferioridad de condiciones respecto a las fuerzas franquistas.
En la primera semana de la Guerra Civil, como recuerda el catedrático de historia Enrique Moradiellos, tanto el Gobierno republicano como Franco pidieron ayuda a las potencias europeas porque en España no había medios suficientes para sostener el conflicto. El Gobierno legítimo se dirigió en primer lugar a Francia; los sublevados, a Italia y Alemania. Las autoridades francesas rechazaron la petición de la República y promovieron, con el firme apoyo de los británicos, el acuerdo de no intervención en España, que conllevaba un embargo de armas y munición para ambos bandos en todos los países europeos. Pero Hitler y Mussolini prestaron un apoyo armamentístico y financiero decisivo a Franco —casi 80.000 soldados italianos y unos 19.000 soldados alemanes tomarían parte en casi todas las batallas al lado del bando nacional— y los republicanos solo recibieron intermitentes suministros soviéticos “incapaces de contrarrestar en cantidad o calidad a los enviados regularmente por las potencias del eje italo-germano a Franco”, como explica Moradiellos en el libro La Guerra civil española, coordinado por Julián Casanova y Paul Preston.
En el verano de 1938, Jesús participó en la batalla del Ebro, la más cruenta de la Guerra Civil, en la que murieron 6.500 hombres del bando nacional y casi 15.000 en el republicano. “Cruzamos el río, llegamos a un pueblo que se llamaba Gandesa y nos bombardearon los alemanes y los italianos”, recuerda el brigadista. Preston relata en El holocausto español que “500 cañones dispararon más de 13.500 proyectiles al día durante cuatro meses”, el tiempo que le llevó a Franco —con ayuda de alemanes e italianos— recuperar el terreno que la República había conquistado en una semana. “En uno de esos bombardeos de los alemanes, murió mi mejor amigo, Antonio”, explica Jesús. “Cuando volví a París, fui a contarle a sus padres lo que había pasado, pero no fui capaz. Solo les dije que le había perdido de vista. Pensaron que había desaparecido. Vi muchísimos cadáveres, cubiertos de sangre, en aquella batalla…”.
Él también resultó gravemente herido por la artillería de la legión Cóndor en la batalla del Ebro. Robert pide a la periodista que toque a su padre el brazo izquierdo. Al palpar, bajo el jersey, solo se aprecia el hueso. “Un poco más y me quedo también allí. Perdí todo el músculo. Se acabó el boxeo”, lamenta Jesús, quien antes de sumarse a las Brigadas Internacionales, había participado en peleas en varios campeonatos. “Ya me habían herido otra vez, en la batalla de Teruel. Supongo que eso y la edad que tengo demuestran que soy un hombre fuerte”.
El beso de la Pasionaria
Tras el bombardeo, fue evacuado a un hospital de Barcelona. Ya recuperado, el 1 de noviembre de 1938 participó en el desfile de despedida de las Brigadas Internacionales, donde Dolores Ibárruri, La Pasionaria, pronunció un emocionante discurso de agradecimiento: “Razones políticas, razones de Estado, la salud de esa misma causa por la cual vosotros ofrecisteis vuestra sangre con generosidad sin límites os hacen volver a vuestras patrias a unos, a la forzada emigración a otros. Podéis marcharos orgullosos. Sois la historia, sois la leyenda, sois el ejemplo heroico de la solidaridad y de la universalidad de la democracia frente al espíritu vil y acomodaticio de los que interpretan los principios democráticos mirando hacia las cajas de caudales o hacia las acciones industriales que quieren salvar de todo riesgo”. Jesús llegó a hablar con ella. “Se acercó, le expliqué que venía de Francia, que mi amigo había muerto. Nos felicitó, dijo que estaba muy orgullosa de nosotros, agradeció que hubiésemos luchado por la República española y me dio un beso”, recuerda. “La Pasionaria me besó”, repite con una sonrisa de oreja a oreja.
También presume Jesús de haber conocido, en un baile —su otra gran pasión— a Jean Gabin, célebre actor francés que se alistaría en la marina para combatir en la II Guerra Mundial y que mantuvo romances con Ginger Rogers y Marlene Dietrich.
Al volver a Francia, se unió a la Resistencia. Posteriormente, tuvo que huir a España tras enfrentarse en París a un colaboracionista nazi. En Barcelona se puso a trabajar en una obra. “El capataz era republicano y me cubría cuando hacía misiones en Francia, para verme con los maquis”, relata. En 1943, conoció al amor de su vida, Fernanda, andaluza como él. “Ella vendía tabaco en la calle, yo no fumaba…”. El flechazo duró ocho décadas y el matrimonio tuvo cuatro hijos: Jesús, Carmen, Robert y Jean-Pierre. Los últimos años, ella estaba muy enferma y dejó de hablar. Jesús, cuenta Robert, la cuidó sin descanso hasta el final. A su padre le cuesta hablar de eso. Ha pagado en despedidas y entierros su desafío a la estadística: nadie a su alrededor ha cumplido 104 años.
Cuando Carmen tenía 24 meses, por la misma carretera de Le Perthus por la que miles de españoles habían huido del franquismo al perder la guerra, Jesús y su familia volvieron a Francia para instalarse definitivamente en Toulouse. “Hacía todos los días 25 kilómetros de ida y otros 25 de vuelta en bici para ir a trabajar a Grenade”, recuerda el brigadista, que se empleó como marmolista. “Y eso sin nada de músculo en un brazo”, subraya, como si fuera posible restarle mérito a cualquiera de las cosas que ha contado. Su amigo Henri Farreny, de 77 años, presidente de la asociación de antiguos guerrilleros en Francia y Fuerzas Francesas del Interior, se despide del brigadista con un abrazo largo. Sabe que cada minuto con Jesús, último testigo de tantas páginas de historia, es un tesoro.
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