La palabra pantalla
El objeto que quizá define nuestro tiempo nos vuelve mirones, nos vuelve receptores: nos vuelve más pasivos


Nuestras lenguas están llenas de palabras perdedoras, palabras que se fueron con el viento. Hoy, en cambio, vamos a hablar de una que triunfó. Y que consiguió, incluso, cubrir todas sus huellas: ella misma se sirve de pantalla. Porque lo cierto es que nadie tiene ni idea de dónde viene la palabra pantalla. Se sabe que no es muy vieja, se sabe que es confusa: las personas se podían apantallar pero no con una pantalla, la pantalla de una lámpara dejaba pasar la luz allí donde otras pantallas lo impedían, incluso Freud habló de “recuerdo pantalla” cuando uno trata de ocultar otro más duro. Quizá convenga recordar que desde el principio, la palabra pantalla nombraba un objeto que escondía otros, algo que servía para tapar el resto, pero era, al fin, más que palabra un gallinero —con perdón de gallos y gallinas—, hasta que unos franceses, hace más de un siglo, le buscaron su lugar triunfal: la tela blanca donde se proyectaban esas raras imágenes en movimiento que, por eso mismo, llamaron cinematógrafo.
La pantalla primero lo fue de cine, después de televisor, al fin de computador u ordenador o aun teléfono, si es inteligente. Ya no son blancas: no reflejan la luz sino que la emiten, pero el principio sigue siendo el mismo. Así que en estos días, pese al bochorno y las pantallas solares, ya nadie se confunde: las pantallas son el lugar donde vivimos, el reflejo contra el cual peleamos, lo bueno y lo malo de este mundo. Yo, ahora, estoy mirando una pantalla; usted, ahora, probablemente esté mirando una pantalla. (O una hoja de papel, que ha pasado a ser una pantalla antigua.)
La pantalla se volvió nuestra tabula rasa: la página virgen donde se puede inscribir cualquier relato. La pantalla es la quintaesencia de esa inocencia de las herramientas: así como un martillo puede clavar un clavo o fracturar un cráneo o pelar una nuez, una pantalla puede recibir y reflejar imágenes de un parto, un holocausto, un beso, una charlita, un estafilococo, un partido de fútbol, un niño en pelotas; en una pantalla se puede escribir un trabalenguas o un insulto o un soneto, se puede conversar con un amor o una acreedora. La pantalla no define lo que muestra pero sí la actitud de quien la usa: frente a ella, cada quien se vuelve un mirador, uno que mira desde afuera.
Se puede mirar y sólo mirar; se puede mirar e interactuar, dialogar, contestar, jugar incluso —pero mirar sigue siendo la actitud decisiva. El objeto que quizá define nuestro tiempo, la pantalla, nos vuelve mirones, nos vuelve receptores: nos vuelve más pasivos.
Y así su autoridad aumenta: muchos se creen que lo que dice una pantalla —algún genio o idiota que sale en la pantalla— es verdad automática o semi. Por eso —quizá por eso— tanta tontería se difunde por el mundo: eso, al menos, suponemos los optimistas que presumimos que esta ola de barro conservador que nos enchastra tiene que ver con tanta juventud pegada a sus pantallas. Por eso —y no sólo por eso— la pantalla se ha convertido en enemigo de tanto biempensante. Personas que se pasan las horas y las horas mirando sus teléfonos se desazonan y desasosiegan porque sus hijos lo hacen: creen que eso los convierte en esclavos de quién sabe qué amos; quizá sea incluso cierto.
La pantalla —la omnipresencia de 25.000 millones de pantallas, tres veces más pantallas que personas en la Tierra— parece dar la razón a esos chiflados que dicen que vivimos en un mundo plano. Y, sin embargo, la pantalla también será un gran ejemplo de esta sociedad tecnificada que, para vender más y más técnicas, las deja atrás una tras otra, sin remordimientos: del disco a la cinta al casete al walkman al ipod al stick a la circulación sin más soporte, la música lo muestra. Algo así va a pasar con las pantallas. En algún tiempo —¿cuánto tiempo?— desaparecerán porque veremos todo eso que ahora vemos en ellas en un anteojo o en el aire o directamente en nuestras mentes. Y entonces ya nadie las culpará de nada y habrá nostálgicos que dirán que en ellas todo se veía mejor y por lo menos las pantallas estaban claramente afuera y que esas gafas inteligentes están pudriendo nuestra sociedad.
Para eso sirven, también, las novedades técnicas: para ayudarnos a pensar que no es nuestra culpa, que no son las sociedades que formamos y soportamos y aceptamos sino unos malos malísimos que nos engañan con sus aparatitos. Eso sí que es una pantalla —y es tan fácil quedarse mirándola.
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