La nostalgia y la melancolía en la era del futuro abolido
Aceleramos hacia un porvenir borroso: seguramente cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero seguramente tampoco lo será cualquier tiempo futuro
Quizás nuestro horror por el devenir de las ciudades se debe simplemente, me dijo una amiga escritora, a que están dejando de parecerse a las ciudades en las que nos criamos. Las ciudades viven en una extraña encrucijada temporal, como esa mujer del cuento de Gospodínov que ve el futuro por un ojo y ve el pasado por el otro, y le es imposible vivir. En la Gran Vía madrileña caminamos entre edificios que se levantaron hace un siglo, pero sus tiendas, sus ropas, sus comidas y sus gentes ya casi no pertenecen al presente, sino a un futuro sombrío. Cuando decía las ciudades, mi amiga se refería al mundo.
Los humanos vivimos dos vidas dentro de nuestra vida: una en el mundo que nos es propio y otra en la vejez, cuando el mundo ya nos parece ajeno, cambiante, en manos de otros, y nos convertimos en seres de lejanías, como contaba Umbral. Ahora todo va tan rápido que esa sensación no llega en el otoño vital, sino que comienza a los treinta y tantos, cuando empiezas a no entender nada. El mundo cada vez cambia más rápido, y cada vez es más difícil encontrar un lugar al que aferrarse.
El sábado fui al concierto de Green Day en Usera: habían pasado 30 años desde su disco Dookie y yo no daba crédito a que dentro de mi vida consciente cupiesen horquillas de tiempo tan grandes (ni a ese aforo demasiado grande, 35.000 personas, como para ver bien a la banda). También han pasado 30 años del Super 8 de Los Planetas, y ver la película Segundo Premio, que ficciona sus inicios, me abrió fuertes heridas nostálgicas, porque Los Planetas fueron la banda sonora de la juventud de algunos, porque parecía que sus canciones hablaban de nuestros corazones tóxicos y heridos. El paso del tiempo es algo que nunca ha dejado de sorprenderme, por mucho que lo haya experimentado, y, lamentablemente, no parece que vaya a dejar de hacerlo.
Hubo un tiempo en que la gente podía morir de nostalgia, y hubo otro en el que se inventaron el mito del eterno retorno para combatirla. Hoy la nostalgia y su melancolía asociada superan el ámbito personal y se establecen como las pasiones tristes de nuestra época. Sobre ellas se escribe desde diferentes ángulos (Clara Ramas, Elizabeth Duval, Azahara Palomeque, Ana Iris Simón, Diego Garrocho, etc); incluso se han convertido en un negocio a base de conciertos (de Samantha Fox, por ejemplo), series, camisetas y tazas de café. La melancolía y la nostalgia duelen, pero también gustan; brotan de esta aceleración hacia un futuro abolido, plagado de apocalipsis. Aceleramos hacia la nada y eso da bajón y miedo.
La cultura parece agotada: solo queda mirar hacia atrás y remezclar lo existente, siguiendo la retromanía que teorizó Simon Reynolds. La política se extravía y nadie parece estar satisfecho con el rumbo de las cosas. La izquierda añora las corrientes revolucionarias o la construcción del Estado del Bienestar. La derecha añora la tradición, la religión, el mundo ordenado y comprensible. Todos se sienten perdedores y todos sienten una pérdida. La ciudadanía de a pie añora su juventud, que es el territorio menos melancólico, cuando todo es nuevo y preñado de futuro, y la muerte todavía no está en el horizonte y parece un cuento inverosímil. Pero la juventud actual se ve en el atolladero: ser joven es vivir para el futuro, y el futuro está borroso.
Lo más raro es que puede que esa Edad Dorada ni siquiera haya tenido lugar, como escribe Clara Ramas, adicta a Proust, en El tiempo perdido (Arpa), y solo sea un recuerdo edulcorado y construido. Nostalgia de lo que nunca sucedió. La memoria tiene la calidad de la fantasía y las cosas suelen recordarse mejor de lo que fueron. Se añora la adolescencia, pero sufríamos íntimamente. Se añora aquel Madrid de barrios obreros y heroicos movimientos vecinales, tan hermoso en las fotos de Campano, pero aquella gente tuvo una vida de zozobras. Al PSOE de antes, tan reivindicado por mayores de toda trinchera, también le montaban conspiraciones sus opositores y también llamaban putas y brujas a aquellas primeras feministas que ahora se consideran moderadas e ilustradas, recuerda Ramas.
Quizás esa sensación de pérdida sea consustancial al ser humano, reminiscencia de la salida del útero materno, el Paraíso del que somos expulsados para ser, heideggerianamente, arrojados al mundo. Ojalá fuera cierto que no es que el mundo vaya a peor, sino que echamos de menos el mundo en el que nos criamos. Pero quizás aquel mundo fuera una mierda y su inocencia era la nuestra. Yo estoy seguro de que cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, pero también estoy completamente seguro de que no lo será cualquier tiempo futuro.
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