Tecnopaletismo y cocaína
La proliferación de estímulos y pantallas provoca en el cerebro efectos similares a los de ciertas drogas estimulantes. El ajetreo puede ser placentero y queda bien cuando la prisa, y no el ocio, es lo que da estatus
![Iluminación nocturna en la plaza de Callao de Madrid, el 5 de agosto de 2022.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/MKR2YJFVPNB2FFMJWBQ4ZEXDEI.jpg?auth=47038e7c87ee6a374de5a7981518df2f2d1b3195ff892137d2ff40ff029ac88e&width=414)
David Beckham, medio en bolas, repantigado con todos los tatus, tratando de venderme unos calzoncillos. Me apela insistentemente desde las tropecientas pantallas que hay en la estación de Sol. Al parecer, el futuro era esto.
(Todavía no me he comprado los calzoncillos, aunque no lo descarto, porque soy de voluntad débil).
Hace casi un año se anunció a bombo y platillo la creciente “digitalización” del Metro de Madrid. Llegaban unos dispositivos “muy atractivos para los usuarios”, dijo el consejero de la Comunidad, Jorge Rodrigo. “Una imagen vanguardista”, añadió. “Lugares totalmente inmersivos con columnas LED y mupis digitales”, volvió a añadir. “El metropolitano más digitalizado de Europa”, concluyó, triunfal. Qué gran época para estar vivo.
¿Para qué servía ese prodigio? Para poner anuncios. Deslumbrante, pero en el mal sentido.
El prometido provenir era esto: la publicidad masiva. El ciberpunk como profecía autocumplida. El gran progreso eran 500 pantallas más, como si hubiera pocas, como si nos rodearan pocas, para vendernos todo tipo de artículos y experiencias. Como si tuviéramos necesidad de tenerlas, dinero para comprarlas o tiempo para disfrutarlas. La gente quiere irse a currar tranquila, que ya tiene bastante, y que no le coman la cabeza con mierdas en cualquier milímetro de realidad donde pose la vista.
![Una pantalla de la estación de metro de Sol, en Madrid, desde la que David Beckham nos invita a comprar unos calzoncillos como los suyos. El 9 de febrero de 2025.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/6VONU2OCIZHKVBE6CHL7A3PDWE.jpg?auth=35518267e2128103033955347f8fddd5076aabe6bdfe7ec1f47e34ed0deb27ea&width=414)
Podríamos definir el tecnopaletismo radical como la furia porque el metro, la plaza de Callao, el salón de tu casa o tu cerebro sean el nuevo Times Square neoyorquino. La percepción de cualquier innovación tecnológica como progreso. Pantallas que nos atacan por doquier, que nos agarran por el cuello y nos atraen con sus cantos de sirena. Mira esto, flipa mucho, esto es épico. Donde podría haber un simple papel, un cartoncillo, una pizarra garabateada con el menú del día, ya hay una pantalla. Un teléfono que es más inteligente que tú y que se ha convertido en un órgano más de tu cuerpo, pero que lo domina entero. Los cíborgs no vienen, somos nosotros. Aquel chip controlador de los conspiranoicos, lo llevamos con gusto. Detrás de cada trémula notificación se esconde la promesa de una vida mejor que nunca llega.
“Vive usted su vida en un estado de excitación que sus antepasados solo conocieron en la batalla”, escribe el autor Mark Helprin, según recoge Stefan Klein en El tiempo. Los secretos de nuestro bien más preciado (Península). Es una sobrecarga de estímulos que, dice Klein, actúa sobre nuestras vías nerviosas de la misma manera que algunas drogas, como la cocaína. Y no es solo que la cocaína sea tan ampliamente denostada como consumida (los restos de droga en los billetes o en los baños de los parlamentos), sino que la sensación general de la población, se ponga o no se ponga, es de estar puesta. “Seguimos los acontecimientos del mundo exterior como un perrito adiestrado que obedece al silbato”, añade Klein.
Quien viene de sitios más plácidos lo dice: es que vais todos como un tiro. Aquí, sin contraste, tampoco nos damos cuenta. Lo paradójico es que esa sensación drogadicta, como saben los consumidores, resulta placentera. Y como todas las drogas, no sale gratis: nuestra atención es puré, nuestro estrés aumenta, pero ni tan mal. El ajetreo y la falta de tiempo se consideran males distinguidos, propios de quien parte el bacalao. La tradicional ociosidad de las clases altas, la indolencia aristócrata, el dolce far niente, ya no están bien vistos en tiempos acelerados.
Probablemente, alguna vez, haya usted sentido cierto regusto aristocrático al decir eso de: “Joder, es que no me da la vida”.
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