“¡¿Pero qué país salvaje es este?!”: nostalgia sindical y Sindicato de Inquilinas
El conflicto social en torno a la vivienda no es una nueva lucha de clases: es la de siempre. La ciudadanía está harta de ser expulsada y de pagar cada vez más por lo mismo al son de “es el mercado, amigo”
Una de las obsesiones de la revolución neoliberal fue aplastar al sindicalismo. A ello se puso con especial crudeza Margaret Thatcher, la Dama de Hierro, que hizo honor a su nombre ganando la batalla a los duros y orgullosos mineros británicos en los años ochenta. Los sindicatos habían sido pilar y promotor del exitoso Estado de Bienestar, el capitalismo bien, apretando para mejorar los salarios y las condiciones, colaborando en la construcción de ese ente difuso y menguante que llamamos clase media. Al llegar la crisis de los setenta, algunos pensaron que había que cortarles el rollo. Y lo hicieron.
Lo grave es que el neoliberalismo no solo se opuso a los sindicatos realmente existentes, sino a la propia idea de sindicalismo, es decir, a la organización de los trabajadores en defensa de sus intereses. Lo seguimos viendo en muchas de las empresas más importantes del mundo, como en el antisindicalismo de Amazon o Silicon Valley. El argumento dice que los sindicatos lastran la productividad y son una rémora para la libre empresa. Suele olvidarse que muchos de los derechos y libertades que hoy disfrutamos despreocupadamente, tomando un frapuccino, existen gracias a la lucha de los trabajadores haciendo piña y cerrando el puño.
Ahora los sindicatos están de capa caída. El neoliberalismo, junto con los cambios en las formas del trabajo, cada vez más flexibles y atomizadas, y las malas praxis y corrupciones, han hecho que los sindicatos (algunos, los mayoritarios, completamente institucionalizados) hayan perdido relevancia, baje la afiliación y triunfe el estereotipo del ewok corrupto adicto a las mariscadas. Pero donde los sindicatos son débiles aumenta la precariedad, empeora la vida y la izquierda pierde espinazo. “Todo lo que le pasa a la atribulada izquierda occidental, todos sus conflictos, son un debate desesperado sobre con qué sustituir el papel histórico de los sindicatos: los movimientos sociales, el idealismo kantiano, el recreacionismo histórico, el carisma de un líder”, escribía el otro día el ensayista Pablo Batalla en la red social X.
El Sindicato de Inquilinas es otro tipo de sindicato, pero es el sindicato más visible y combativo del momento. Recuerdo cuando hace unos años comencé a ver por el barrio sus carteles naranja, sus solventes portavoces en los medios, su intervención en los desahucios, sus asambleas en los Bloques en Lucha, amenazados por los grandes villanos de nuestra época: los buitres insaciables de los fondos de inversión. Me pareció una iniciativa loable, aunque tenía dudas sobre su capacidad para arraigar.
Pasado el tiempo, el Sindicato de Inquilinas se ha convertido en el mascarón de proa de un fortísimo movimiento por la vivienda, respaldado también por otras decenas de asociaciones y asambleas, que resisten desde hace años, y que salió del underground en una manifestación masiva en Madrid el 13 de octubre, resonando en otras por toda España. Después de años debatiendo si la izquierda había abandonado las luchas materiales por las posmateriales (a mi juicio, un falso dilema), ahora las cosas materiales, tan materiales como un ladrillo, vuelven a ocupar el centro del debate y amenazan con un terremoto.
Se viene a unir al amplio movimiento contra el turismo metastásico que vimos en verano, a la tradicional lucha contra los desahucios desde la crisis de 2008 o al movimiento V de Vivienda desde, ojo, antes de aquella (esta) crisis, cuando España iba bien, al menos para algunos. El problema de la vivienda es crónico y vergonzante en España. La gente está hasta las narices de que la expulsen de la ciudad y de que le cobren cada vez más por lo mismo, porque “es el mercado, amigo”. Es muy raro este país que se quiere creer exitoso, pero que no asegura el alojamiento a sus habitantes: aquí es muy difícil vivir, físicamente, y lo primero que tiene que ser un país es un lugar físico para la vida.
La periodista Rosa Belmonte habló el otro día, con una condescendencia propia de María Antonieta, del Sindicato de Inquilinas en la tertulia política de El hormiguero (nota para despistados: El hormiguero tiene una tertulia política) en un corte que se hizo viral. Dijo con desparpajo que “se han montado una especie de lucha de clases moderna” entre propietarios e inquilinos y que se han inventado una huelga de alquileres. Esta lucha de clases entre los que tienen y los que no tienen no es nueva, es la de siempre, y la huelga de alquileres tampoco es nueva: se ha puesto en práctica, a lo largo de la historia, en Barcelona, en Nueva York, en Glasgow o en Toronto. El problema de la vivienda es la misma lucha por la tierra que se da desde el Neolítico, cuando nos domesticó el trigo. Pero lo mejor de la intervención de Belmonte fue una frase genial que, aunque pronunciada a la contra, ha gustado mucho al movimiento, porque puede convertirse en un lema: “¿¡Pero qué país salvaje es este!?”.
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