Los políticos y su imagen
Por mi parte, tengo un cierto afecto a quien no deja que su tribu le imponga sus ropajes. Son muy pocos
![Retrato del expresidente de Estados Unidos John F. Kennedy en la Casa Blanca, en 1962.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/4ZK6NNMDBBF6TD6Q6TVWJSMFIU.jpg?auth=a495c162a4236cdafa87c50604d8cc1ebe78c4da6d7ac9955c71914f50ab7c8c&width=414)
A la vanidad le cuesta admitirlo, pero muchas veces ni siquiera nuestros defectos son de nuestra invención. Podemos pensar que vivimos en la democracia más mediática de todas, pero tampoco aquí somos pioneros: ningún político, por ejemplo, tendrá la influencia que tuvo Kennedy al cargarse la industria del sombrero con el simple gesto de no ponerse ninguno. Quizá, pese a todo, la política importaba más antes: lo de llevarla en el cuerpo está ya en los sans-culottes, en las pelambreras románticas, en aquellos petimetres que —según cuenta Galdós— se recortaban barbas y perillas a imagen de Sagasta o de Cánovas. Pero sigue apareciendo siempre aquí y allá. En la complicidad antifranquista que denotaban ciertas barbas. En la imposibilidad de llevar con inocencia un loden. A veces una foto condensa una época, cuando no lleva cifrada una ideología. El traje sin corbata de Ciudadanos o la política techie. Los botones abiertos de Abascal, dispuesto a partirse el pecho lobo por su causa. O los conflictos de Esquerra con los usos burgueses, finalmente resueltos en ponerse corbata pero del mismo color de la camisa. Al narrar la entrada de Carlos V en Bolonia —1530—, Luigi Barzini describe el contraste entre el negro absoluto del cortejo imperial y la bizarría de sedas, brocados y velludillos de colores con que recibieron al emperador los boloñeses. “Pocos meses después, también los italianos vestían de negro”. La ideología tiende a la uniformidad. Incapaces de imposición, las democracias liberales apenas pueden proponer —por suerte— más que la desiderabilidad de la imagen.
Pocos políticos la tuvieron mejor que Anthony Eden, hombre tan apuesto, resuelto y elegante que se ganó el apodo de Lord Pestañas. Sabía desmayar los corazones de las tories con un no sé qué entre distante y melancólico, con una suavidad de maneras soberana. Los hombres imitaban su bigote, sus solapas, sus chalecos. Pero además, Eden había sido héroe de guerra y era un orientalista erudito y un diplomático sagaz: en definitiva, un candidato para la gloria sin reproche. Hoy se le recuerda, sin embargo, por haber dado nombre a un sombrero, sí, pero también inicio al declive —la crisis de Suez— de Gran Bretaña. Tan contrario a Eden, lord Salisbury fue un hombre modesto hasta lo mortecino. Nunca aceptó cumplidos, ni quiso reconocimientos, ni tuvo esa simpatía —esa zalamería— tan propia de los políticos. Todo en él emanaba una gravedad saturnina: “prefería”, según se ha escrito, “el silencio de su estudio a cualquier contacto con sus semejantes”, despreciaba la vida de club, abominaba del deporte y desesperaba a su familia por su incapacidad para el chisme. Su desaliño indumentario todavía se recuerda: en las mejores soirées aparecía con franelas carcomidas, hasta que un día el príncipe de Gales le reprochó sus andrajos. “Seguramente estaba pensando en alguna cosa menor al vestirme, señor”, se excusó Salisbury, más preocupado por el damero de la política europea que por el ranúnculo en su ojal. Hoy se le recuerda como uno de los grandes premiers de la Historia.
De las perlitas de la Thatcher a esa cómoda confianza que exudaban Obama, los Kennedy o Suárez, la imagen ancla simpatías, delimita terreno, afianza una congruencia, nos engancha o nos repele, nos provoca. Quizá por esa misma razón merezca un pase por los fríos del escepticismo. Por mi parte, tengo un cierto afecto a quien no deja que su tribu le imponga sus ropajes. Son muy pocos. Pienso en Giuseppe Conte, que lidera el Podemos italiano a bordo de unos trajes cuyo precio ya duele imaginar. En Tierno Galván, Fraga por fuera y revolucionario por dentro. En Juan Millán, un tipo listo del PP que parece que pasara las mañanas pegando carteles con Esquerra. O en José Manuel Prieto, joven promesa socialista con aire de aperitivo en el club de tenis.
Un gremio tan observador como el de los sastres londinenses pudo apuntar que, de Jorge IV al duque de Windsor, los príncipes mejor vestidos han sido siempre los peores reyes; los más atentos a sus vestimentas, los más ligeros con la repercusión de sus acciones. Dicho de otro modo, incluso los primeros expertos en imagen supieron que una buena figura no hace una buena política, o que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que piensan los asesores de comunicación, imagen, telegenia o marca personal. Ahí están Eden y Salisbury para demostrarlo.
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