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La Inglaterra que nos legó ‘Maggie’ Thatcher

La Dama de Hierro dejó el cargo de primera ministra del Reino Unido hace 30 años. Ella fue la que plantó la semilla del Brexit

Margaret Thatcher abandona el número 10 de Downing Street, Londres, junto a su marido el 28 de noviembre de 1990.
Margaret Thatcher abandona el número 10 de Downing Street, Londres, junto a su marido el 28 de noviembre de 1990.Sean Dempsey/Getty Images (PA Images via Getty Images)

La serie televisiva Industry (HBO y BBC, 2020) comienza con una rápida secuencia, en primeros planos, de las entrevistas de trabajo a un grupo de jóvenes cachorros ansiosos por incorporarse al banco de inversión Pierpont & Co, en Londres. Gus Sackey, negro, homosexual y educado en el elitista colegio privado de Eton y en la Universidad de Oxford, explica el entorno del que procede:

—En la vida de mi madre he sido siempre el tercer violinista de dos figuras importantes, Jesucristo y Margaret Thatcher.

“Y cuál es tu opinión de ambos?”, le preguntan.

—Uno de ellos es el motivo principal de nuestra existencia. El otro era un carpintero.

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Hace 30 años que Margaret Thatcher salió por última vez del número 10 de Downing Street (el 28 de noviembre de 1990) y se despidió de sus compatriotas. “Nos sentimos felices de dejar el Reino Unido en muchísimo mejor estado que cuando llegamos hace once años y medio”, dijo la Dama de Hierro en un reivindicativo plural mayestático. Todavía es asunto de debate si de aquel largo periodo salió un país mejorado, pero resulta innegable que salió distinto, y que las huellas del thatcherismo son una presencia invisible y duradera en la política británica. El Nuevo Laborismo de Tony Blair —él mismo, un admirador confeso de la ex primera ministra— no hubiera sido posible sin la tarea destructiva previa de un Estado elefantiásico, ahogado por su obligación de sostener una industria pública deficitaria. “Si debemos medir el legado de un líder político por la decisión del bando contrario de no dar marcha atrás al reloj, Thatcher ocupa un lugar importante en la historia”, escribió en 2013, semanas antes de morir, el periodista e historiador Hugo Young, autor de una de las biografías más críticas y rigurosas del personaje.

La semilla del Brexit la plantó Thatcher. Es cierto, como curiosamente han argumentado muchos de sus detractores en largos años de agria polémica, que la política conservadora fue una firme defensora del mercado interior comunitario. Pero su recelosa oposición a los avances hacia una mayor integración económica y política, impulsados por un ego a la altura del de ella —como el del entonces presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors—, y su nada disimulada germanofobia, dejaron instalado para siempre un nacionalismo ramplón en el seno del Partido Conservador, inmerso desde entonces en una guerra civil ideológica ajena al pragmatismo del que hasta entonces hizo gala esa formación.

Fue la primera mujer que ocupó el cargo de primera ministra del Reino Unido, en un mundo rodeado de hombres, y en un partido con muchos diletantes de ideología heredada que apenas toleraban con los dientes apretados que la hija de un tendero les pusiera firmes y les sacara los colores sin tacto ni conmiseración. “Siempre hubo un elemento de erotismo en la obsesión nacional hacia ella. Desde la invención del término sadomonetarismo [su defensa a ultranza de la ortodoxia financiera propugnada por Milton Friedman y la Escuela de Economía de Chicago] al modo en que sus poderosos ministros aparecían embelesados a su lado. O la constante denegación por parte de sus críticos de su condición femenina, que ella ejerció con un dominio glacial sobre la imaginación masoquista de la nación (masculina)”, admitía años después de la dimisión de la primera ministra el escritor Ian McEwan. “Nos encantaba odiarla”, reconocía el miembro de una generación floreciente de autores, junto a Martin Amis, Christopher Hitchens o Julian Barnes, que, como el resto de sus compatriotas, construyeron gran parte de su obra en torno a la figura que marcó una década de sus vidas. “Maggie, Maggie, Maggie, out, out, out” (Maggie fuera), era su grito de guerra en las calles contra la mujer que dejó un reguero de odio y división, en cierta medida irracional, en su cruzada inmisericorde por hacer más eficaz un Reino Unido con un paro del 17% y una inflación del 25%.

“Nunca tuve la menor duda de que el nuevo Gobierno debía centrarse en cambios económicos radicales. Debía embridar el poder desbocado de los sindicatos, enfatizar la idea de que debíamos ser más competitivos en el mercado internacional, o desregular las ataduras financieras de la City de Londres para que pudiera rivalizar con Nueva York” reflexiona para EL PAÍS David Owen. El fundador del Partido Socialdemócrata, de los primeros en detectar los excesos de una izquierda británica anquilosada, se mantuvo hasta el final fiel a sus principios y rechazó los cantos de sirena que la propia Thatcher le envió para sumarse a su causa. “Si hubiera sido más sensible frente a los niveles de desempleo o de pobreza social, habría sido una primera ministra brillante. En cualquier caso, fue la mejor primera ministra del periodo posbélico después de Clement Attlee. Un logro considerable”.

Intuyó los deseos de la gran masa social

Tony Blair justificó su viaje al centro en que ningún partido podía gobernar sin el apoyo de la clase media, pero fue Thatcher la primera en olfatear el viento e intuir los anhelos de esa gran masa social. Al “invierno del descontento”, las brutales huelgas del sector público, respondió con una dureza implacable que dejó en el paro a decenas de miles de mineros. La gangrena solo se cura con la amputación del miembro infectado, era la idea que transmitía una primera ministra con poco tiempo para atender a los que pedían diálogo y consenso. “No existe eso que llaman sociedad. Hay individuos hombres y mujeres, y hay familias. Y el Gobierno solo puede actuar a través de la gente, pero es la gente la que debe velar por su propio interés. Todos debemos cuidar de nosotros mismos, y después, también, de nuestros vecinos”, proclamaba la Dama de Hierro en una entrevista a Woman´s Own, curiosamente la revista para amas de casa más tradicional —rancia, para muchos críticos— del Reino Unido.

Al pequeño burgués —como se refirió a ella despectivamente lord Carrington, su primer ministro de Asuntos Exteriores— le ofreció la posibilidad de ser pequeño propietario al poner a la venta a precios asequibles todas las viviendas sociales sostenidas por el Estado después de la Segunda Guerra Mundial. Y al pequeño inglés (Escocia y Gales no entraban en sus cálculos; Irlanda del Norte, solo para sostener el pulso mortal contra el IRA) le brindó una pequeña guerra contra Argentina para recuperar el orgullo de la época de Winston Churchill. “No hay guerra pequeña para una gran nación”, dijo parafraseando al duque de Wellington. Su mayor momento de gloria y popularidad contrasta con la resistencia implacable que opuso a condenar el apartheid de Sudáfrica, al reducir ese drama al único prisma de su lucha incansable contra el comunismo.

El único objetivo de Margaret Thatcher fue ganar, siempre ganar, sin darse cuenta, como ha dejado indicado el autor de los tres volúmenes de su biografía autorizada, Charles Moore, que también es esa la meta de cualquier partido político. Ganó tres elecciones consecutivas, pero sus idus de marzo llegaron cuando su partido, y los miembros de su Gobierno, comprendieron que con ella era imposible ganar una cuarta. Resulta irónico que su tercer mandato fuera finalmente el de las reformas sociales, y que las mejoras de gestión que introdujo en los sistemas públicos de educación y sanidad hayan permanecido inalteradas 30 años después.

Nadie puede discutir que Thatcher dejó un Reino Unido con mayor músculo económico y financiero, pero su legado quizá resida en lo que desapareció con ella. Aquella Inglaterra descrita por George Orwell en su ensayo El león y el unicornio: “La gentileza de la civilización inglesa es probablemente su rasgo más característico. Lo notas en cuanto pones un pie en suelo inglés. Una tierra donde los conductores de autobús son educados y la policía no lleva revólver”. Algo de eso desapareció con el thatcherismo.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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