De gira con León Benavente: “Un concierto es como alcanzar el nirvana en la meditación. Ves el puto sol”
El grupo que se emancipó de Nacho Vegas está formado por cuatro músicos talentosos, juntos desde hace 20 años, que conectan con el público como pocos en directo. Son unos auténticos trabajadores del escenario
Una bruma invernal cubre Burgos como si la mañana de sábado no quisiese despertar cuando los cuatro de León Benavente se disponen a entrar en la furgoneta para tomar asiento en sus respectivos “sillones de la RAE”. “Abraham tiene el de la A, César el de la C, Edu el de la E y yo el de la L”, dice Luis Rodríguez, guitarrista de la banda. “Llevamos 20 años ocupando los mismos asientos en la furgo”, añade con una sonrisa junto al vehículo, aparcado frente a la puerta del hotel Silken Gran Teatro. Todo el equipaje está en su sitio y cada músico listo para ocupar su sillón cuando un hombre, acompañado de su hija, se detiene frente al guitarrista y dice: “¡Leones, sois los mejores!”. Entonces, sin soltar la mano de la niña observa a los demás miembros del grupo, algo más alejados, y eleva un poco la voz para que le oigan los demás: “¡Estamos vivos por vosotros!”. Todos se lo agradecen saludándole con la mano. A pocos metros, el río Arlanzón deja un rumor de diciembre abandonado cuando la furgoneta ya se pone en marcha rumbo a Bilbao, donde por la noche darán un concierto tras el celebrado el día anterior en la burgalesa Sala Andén 56 y en el que, en un momento dado, Abraham Boba, cantante y compositor de León Benavente, preguntó, interpelando al público y cantando ‘Ayer salí’ a pulmón abierto en uno de sus estribillos más célebres: “¡¿Estáis ahí?!”. Ya sentado en el camerino del local Santana 27 de Bilbao, echando balance de lo que supone una vida dedicada a la carretera como músico, Boba reflexionará: “Conectar con la gente siempre ha sido nuestra principal función”.
León Benavente es una banda que lleva dos décadas conectando con la gente y, por tanto, al pie del cañón. El concierto de Bilbao es el último de 2024 después de una gira por distintas ciudades presentando Nueva sinfonía sobre el caos, el quinto disco de un grupo que se ha recorrido el país de cabo a rabo y que ha demostrado tener uno de los directos más arrolladores de la escena española, muy apreciado por un público que suele llenar sus actuaciones. Más allá del concurrido circuito de festivales, la banda se ha curtido al calor de las salas y por eso esta gira, que se reanudará el 23 de enero en Zaragoza, se centra en ellas. Dentro de la furgoneta, sentados cada uno en sus sillones, están en la parte trasera Abraham Boba, junto a la ventana izquierda, y, a su derecha, el baterista César Verdú. En la parte delantera, también a la izquierda tras el asiento del piloto, Luis Rodríguez, y, al otro lado, el bajista Eduardo Baos. Durante muchos años, los cuatro fueron la formación de acompañamiento de Nacho Vegas, un trabajo que les dio muchísimo callo junto a uno de los epítomes de la música independiente española y que compaginaron desde 2013 con una carrera paralela como banda propia. Debido al éxito de su propuesta, tuvieron que emanciparse de Vegas en 2017 y centrarse en sí mismos. Con todo, el grupo, en palabras de Boba, “está picando piedra todo el tiempo”. Veteranos del oficio del rock rondando los 50 años, en ellos se ve a las claras el concepto de ser auténticos trabajadores del escenario, la verdadera realidad del circuito español donde son muy pocos los que pegan el salto a convertirse en una Rosalía, un C. Tangana o un Dani Martín y llenar grandes pabellones. “Nosotros no podemos hacer como otros músicos que deciden cogerse periodos largos de reflexión o descanso”, asegura Verdú. “Somos pasajeros en tránsito”.
En esta mañana de sábado, el tránsito no es muy largo entre ciudad y ciudad, o entre “bolo y bolo” como se dice en la jerga musical. Hay unos 160 kilómetros por delante, poco más de una hora y media de viaje, la distancia y el tiempo que separan Burgos de Bilbao. En la furgoneta, el ritual se corresponde al propio de toda banda: se acomodan con cojines, consultan sus móviles y aprovechan para echar una cabezada, leer o escuchar música en los cascos. Ataviado siempre con una gorra como si fuera una seña de identidad, Rodríguez lo hace con unas gafas de sol con cascos y micrófono bluetooth incorporados. “Regalo de la organización de los Premios MTV cuando tocamos allí”, confiesa. Habla del podcast Las noches de Ortega, pero se pone a escuchar a Paul McCartney. Verdú alterna entre música clásica y pop-rock argentino porque está en una etapa muy de Luis Alberto Spinetta y, sobre todo, Charly García. “Soy del club charlista”, asegura. Baos saca el cómic Masacre y reconoce que le encanta evadirse con el universo Marvel y otras historias fantásticas porque la realidad ya es muy seria y, a veces, dramática. “No quiero meter más seriedad y drama”, señala. Con gafas de sol, Boba, también con cascos, se recuesta apoyando la cabeza en un cojín pegado a la ventana. Afuera, el paisaje ha sido engullido por la niebla. Parece una estampa muerta.
La música, como decía aquel hombre en la puerta del hotel, ayuda a que las personas se sientan vivas. El día anterior, Boba no las tenía todas consigo para alcanzar este objetivo por culpa de una columna en mitad del escenario. La Sala Andén 56 tenía una “dichosa columna” que partía en dos el escenario y condicionaba la visibilidad tanto para el grupo como para los espectadores. Durante la prueba de sonido, el cantante, con chaqueta y bufanda amarilla, se movió despacio, mucho más despacio que en concierto, e hizo como si la dichosa columna no existiese. “Boba, por favor, dale”, dijo Verdú a la batería antes de lanzarse con ‘Nada’. “No, espera”, saltó Baos, al bajo y las bases electrónicas. Boba esperó a que Baos retocase su sintetizador con Lolo, el técnico de sonido, y, mientras tanto, observó esa columna con ganas de derribarla. Como toda prueba de sonido, el ensayo se hizo con la sala vacía, dentro de un ambiente desangelado, más aún cuando en la calle el termómetro marcaba un grado bajo cero. De alguna manera, el frío inclemente de Burgos parecía ser una invitación a la muerte. Sin embargo, la música, cuando se abre camino como un torbellino con ganas de conectar, siempre invita a lo contrario. Durante el concierto en la Sala Andén 56 se pudo comprobar.
Unos minutos antes de saltar al escenario, entre bambalinas, Boba meneaba la cabeza a los lados, Baos daba palmas y Rodríguez soltó: “¡A por ellos!”. Todos se juntaron en corro, se abrazaron y gritaron a la vez: “¡Vamos!”. Y fueron. Ante el público, León Benavente transmitió una energía imponente, como una fiera de cuatro cabezas salidas de la misma selva. Se pudo ver a cuatro músicos con hambre, que pasaban por el pospunk, synth-pop y art-rock y mezclaban referencias de Brian Eno, New Order, Can, Depeche Mode o Nick Cave and the Bad Seeds. Al acabar, con la gente entusiasmada, Verdú le regaló una baqueta a un niño llamado Sergio Mansón, de 13 años, que estaba en primera fila con sus padres y que, media hora antes de la actuación, se había encontrado con Rodríguez dentro de la sala y le había dicho que era fan del grupo y que quería ser baterista de mayor. “No te lo recomiendo”, dijo el guitarrista. “De hecho, te aconsejo que te hagas guitarrista porque así no tienes que cargar con la batería, que es muy pesada”, añadió en broma, y le regaló al pequeño una púa. Aquel niño era el más joven de un público cuya edad media rondaba la cuarentena y que, según Ricardo Martínez, un fan de 42 años, siente que esos cuatros tipos les hacen “pensar” a todos: “Su sarcasmo refleja que muchas cosas son una mierda”. Horas después, ya en lo profundo de la noche burgalesa, Boba, cerveza en mano en un bar, señalará: “Hay ironía en nuestras letras, pero no cinismo”.
A sus 49 años, Boba ha conseguido con León Benavente consolidar un proyecto en el que reflejar su visión nada condescendiente de la existencia y de la sociedad y penetrar con su música en la psicología del oyente español, tanto como antes hizo el propio Nacho Vegas, al que acompañó al órgano con el resto de los leones cuando entonces eran simplemente el grupo de una de las voces más reconocibles del indie. Sin abandonar su faceta de organista, publicó tres discos en solitario sin mucha repercusión, aunque se vislumbraba un compositor incisivo, de universo propio. No sucedió igual cuando los leones, esto es, “Edu, Luis y César”, tres tipos con los que se entiende a “la perfección” y de “gran talento”, según sus propias palabras, le acompañaron en la aventura de León Benavente. “En los primeros bolos ganábamos unos 50 o 60 pavos por cabeza. Nos parecía un dinero increíble. Porque, si hacíamos dos bolos por finde, te podías sacar unos 120 euros por semana. Y en cuatro semanas te daba a lo mejor para pagar el alquiler”, explica Baos. “No somos mineros. Mi abuelo lo era y eso es otra cosa. ¿Cómo vamos a quejarnos por llevar una vida de músicos?”, dice Rodríguez. Con el primer disco, publicado con el nombre homónimo de la banda en 2013, se intuía que la aventura podía tener una fuerza inusual, capaz de abrir brecha. Los álbumes 2 (2016) y Vamos a volvernos locos (2019) lo confirmaron y dispararon a León Benavente como un nuevo grupo referencial. Un conjunto que daba la campanada con miembros de casi 40 años, una edad en la que las bandas acusan el desgaste o están hasta las narices de sí mismas. Ellos llegaron con ganas. “Con el primer disco viajábamos en nuestros coches y Boba nos decía: ‘Chicos, no os flipéis que nadie nos va a pagar lo suficiente para tener nuestra propia furgoneta”, recuerda el guitarrista.
La furgoneta ha ido dejando atrás los campos burgaleses y esa bruma que daba un aire fantasmal a la carretera. Al entrar en Bilbao, con un generoso sol de invierno, Martín, road manager del grupo, repasa la hoja de ruta de la jornada. Un minuto después, Boba exclama: “Bilbao, ¡qué ciudad más guapa!”. Si León Benavente transmite algo es que es una banda real, de las de verdad, en su concepto clásico. Un grupo donde la suma de las partes es más importante que las individualidades. Todos brillan en beneficio del conjunto. “Una banda es la familia que eliges”, apunta su guitarrista. “Nunca tuvimos un plan b. Eso quizá fue clave”, añade. “Hemos pasado por muchas etapas y hemos tenido altibajos, pero, después de 20 años, nuestro objetivo es seguir juntos y mirar al futuro”, indica el baterista. “Cuando empezamos dijimos ‘hacemos cinco discos y ya está’. Y, de repente, ya llevamos cinco discos”, recuerda Boba. Por el camino, dejaron Warner, una de las grandes discográficas, y se hicieron independientes y ahora se autogestionan. “El contrato con Warner no se renovó como no se renueva una suscripción de Amazon. Supongo que en su día cogieron muchas bandas y, luego, como todo va muy rápido en esta industria, estaban más interesados en otro tipo de músicos”, explica el baterista.
Como señala Boba, Nueva sinfonía sobre el caos recoge mucho de esta última etapa del viaje. Solo basta escuchar canciones como ‘A la moda’ o ‘Qué cruel’. “Nosotros alimentamos nuestra propia ilusión viviendo el presente y siendo como somos”, afirma. También recoge mucho de ese bisturí lírico de León Benavente, punzante y que no deja rehenes, dibujando todo un paisaje de desorientados, frustrados y supervivientes del mundo moderno donde se reúnen tanto los de la generación X como los mileniales. En definitiva, todos los seres que, como se dice en ‘Ayer salí’, alguna vez han sabido lo que es tener “las mismas caras ausentes mientras el mundo seguía su curso ahí fuera”. “Creo que somos un grupo empático con lo que sucede alrededor de las personas. No somos dogmáticos. Se puede decir que hacemos crónica de nuestros tiempos”, reflexiona Verdú. A lo que Boba apunta que lo que la gente ve sobre el escenario son cuatro músicos que conectan entre ellos y que eso, lo de conectar, se transmite sin trapa ni cartón al público. “Es como alcanzar el nirvana en la meditación”, indica Baos. “Te dejas llevar por la música y no piensas en nada más. A veces, son solo tres o cinco segundos, pero estás en otro sitio. Lo buscas con tal ahínco que en cada concierto esperas esos segundos en los que te elevas por encima de las nubes y ves desde ahí el puto sol”.
El concierto de Bilbao comienza en un sábado prenavideño que ya es en sí una fiesta. El público busca ese nirvana. En el camerino, entre tercios de cerveza y cigarros, los cuatro se han vuelto a consagrar a su objetivo: conectar. Sobre el escenario, con los decibelios a tope, Luis Rodríguez pide a la tercera canción al público que se anime. Hace gestos con cabeza y brazos. Busca conectar. Y entonces sucede. La gente se agita como poseída por una euforia que daría para otro reportaje. Mientras tanto, la furgoneta descansa en la calle con los cuatro sillones de la RAE esperando. Los sillones de la A, C, E y L. Abraham, César, Edu y Luis. La familia elegida. León Benavente. Visto lo visto y escuchado lo escuchado, habría que traducir RAE como Real Academia del Escenario. Porque es en ese sitio donde el académico con pelo blanco, como de plata madeja, y empujado locamente por la descarga eléctrica de los otros tres, ha cantado en pleno subidón un verso definitivo de ‘Baile existencialista’: “Querida, he estado pensando que solo quiero ver a la gente contenta. / ¡Que soy un privilegiado!”.
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