Nacho Vegas: “Si de este retiro volvía sin canciones, había decidido que iría al médico para que me tratase la tristeza”
Tuvo una depresión y se refugió en Ortiguera, un pueblo pesquero del Cantábrico asturiano. Allí compuso su último disco. Una obra sobre la soledad, pero también sobre la ternura humana. Su inclasificable autor transita entre ambas.
Las olas chocan contra las rocas y las gaviotas sobrevuelan dejando su rumor incierto mientras Nacho Vegas observa absorto el horizonte como si, desde ahí, pudiese encontrar en lo profundo del Cantábrico una perla. A pocos metros, al comienzo del camino pedroso del puerto, un cartel advertía: “Peligro por rebases de oleaje”. El mar no parece bravo y las tres únicas lanchas con permiso para pescar en Ortiguera descansan atracadas. No hay miedo a sobresaltos, aunque todo puede cambiar cuando la marea sube y amenaza tormenta. Inmóvil, con el cuello del abrigo subido y el flequillo castaño zarandeado por el viento, Vegas se mantiene en el borde del estrecho puerto con espigón. Como explicará horas después, pero también como cuenta en las canciones descarnadas de su nuevo disco, Mundos inmóviles derrumbándose, sabe de rebases de oleaje. Cuando llegó a este pequeño pueblo pesquero el pasado abril, huyendo de su Gijón natal, había sido víctima de uno. Una vez más. La soledad arrasó con él. Solo que, en esta ocasión, creyó que nunca más podría superarlo. De hecho, aún hoy, se pregunta si de verdad lo va a superar.
Vegas camina despacio por las callejuelas de Ortiguera, un pueblo asturiano del concejo de Coaña, donde los primeros pobladores asentaron sus casas en precipicios para estar lo más próximas posibles a la playa y atender mejor a las embarcaciones de los pescadores. Hubo una época, a mediados del siglo XX, en que la pesca del percebe era una importante actividad industrial en esta zona tan cercana a Puerto de Vega y Navia. En la cetárea de El Ribeiro, el bello puerto encañonado de Ortiguera, había una gran actividad todos los días para ver el pescado recién traído del mar. Ahora, solo sucede los fines de semana, casi de una forma simbólica. La localidad apenas llega a los 500 habitantes y entre sus enormes paredones de piedra, teñidos de verde vegetación, cuelgan casas de todos los colores y formas. Una de ellas, cercana al recién remodelado faro de San Agustín, fue la que habitó Nacho Vegas. “Nunca me había visto obligado a tener que irme de Gijón, pero esta vez había algo opresivo en quedarme allí”, confiesa.
Corría enero de 2021 y se le caía la casa encima. La casa es su piso en el centro de Gijón, donde el músico pasó el confinamiento solo y donde lleva viviendo muchos años sin compañía por no renunciar a su parcela de independencia. “Ese metro cuadrado de tierra que es bastante”, tal y como recuerda Vegas citando la célebre canción de Vainica Doble. Pasó más o menos bien la parte más dura y restrictiva de la pandemia en la primavera de 2020, aunque llegase justo después del fin de la gira Violética y con la necesidad de resituarse tras la separación definitiva con su grupo, un ente ya propio y con fuerte impacto artístico convertido en León Benavente. Sin embargo, como tantos, no vio venir la ola, esa “soledad desconocida”, que fue creciendo y acabó por rebasarle con el cambio de año, impulsada por “la hostia pandémica”. “Muchos no fuimos conscientes de la gravedad de la hostia hasta el 2021. Toda mi gente alrededor tenía problemas: bajas laborales, trabajos complicadísimos, depresiones… hubo hasta algún suicidio”, explica. “Sentí una dimensión nueva de tristeza. Porque antes yo podía estar jodido, pero afuera había vida y te refugiabas en ella. Pero lo que había afuera era una ciudad fantasma”. Una tarde de principios de enero, de esas de plomo, gris y pesada, le apresó definitivamente la claustrofobia. “Por primera vez, no podía estar en mi casa y me pesaba escribir de mi propia soledad. Pensé: ‘Tengo 46 años, destrocé todas mis relaciones, no tengo perro y solo sé hacer canciones y ahora parece que ni eso. Qué cojones he hecho con mi vida”. De alguna manera, temió que su metro cuadrado se convirtiese en “una tumba”. Necesitó huir. Abandonar la ciudad fantasma. Y se fue a Ortiguera, a 110 kilómetros de Gijón camino de Galicia.
Desde la casa de Ortiguera hay unas vistas espectaculares al Cantábrico. Vegas se la alquiló a Roland Bourgeois, un belga que lleva seis décadas veraneando en el pueblo desde que sus padres en 1961 descubrieron dentro del camino de Santiago este enclave costero, que tiene mar a izquierda y derecha, gracias a que la playa de Navia atraviesa la zona. El músico llegó con la única idea de escribir canciones que le permitiesen combatir su depresión, aunque no confiaba mucho en que fuera a salir bien. “Estaba en shock. Si de este retiro volvía sin canciones, había decidido que iría al médico para que me tratase la tristeza”, confiesa. De hecho, no se instaló solo. “No me atrevía”, reconoce. Le acompañó Juan Ablanedo, su amigo desde los 17 años, de los tiempos en los que tocaron en Eliminator Jr. y Manta Ray. “Lo más parecido que tengo a una pareja”, señala. Ambos se refugiaron en una casa de dos plantas sin televisión, pero con Tass, el perro de Juan. En la planta de abajo, una estancia más amplia que la de arriba donde estaban las habitaciones, Vegas montó junto a la cocina su estudio de grabación con un ordenador, una tarjeta de sonido, una guitarra y algunos libros bien seleccionados, entre ellos dos que le gusta tener cerca siempre, Las uvas de la ira de John Steinbeck y la Divina comedia de Dante. También se llevó ejemplares de poesía que consultaba al azar para que “saltase la chispa” cuando se atascaba con la composición. De estos últimos había libros de Alejandra Pizarnik, Ángel González y Raymond Carver, un autor que relee periódicamente desde los 18 años y del que se sirvió para escribir El don de la ternura, una canción con aire de vals en la que habla de la soledad y “el rumor de su locura”. “Llegué a un lugar donde creí que nadie podría encontrarme”, canta en uno de los versos, y añade: “No hay victoria que sea final, ni derrota total”.
Con dos décadas de carrera en solitario tras abandonar Manta Ray, uno de los grupos claves del indie español de los noventa, Nacho Vegas ha conocido victorias y derrotas de todo tipo. Declarando siempre la guerra al pudor, se le reconoce por sus canciones a tumba abierta sobre el dolor amoroso o la adicción a las drogas. Es un superviviente y, al mismo tiempo, una referencia en la música española por su particularísimo estilo de cantautor alternativo y confesional, con una gran capacidad para exorcizar sentimientos y poetizarlos. Una especie de druida que expone conflictos personales hasta conseguir iluminar las partes más sombrías de la existencia. Discos viscerales y adictivos como Cajas de música difíciles de parar, El manifiesto desastre o La zona sucia abrieron una brecha al respecto. Su nuevo álbum, Mundos inmóviles derrumbándose, que se publicará el 14 de enero, conecta con el espíritu de aquellos trabajos. “Cuando lo escuché entero por primera vez, pensé que me había quedado un disco muy jodido, demasiado triste”, cuenta su autor.
La mayoría de las canciones del disco se escribieron o remataron en Ortiguera. Desde este punto de la costa, es como si se encogiera el horizonte grisáceo, que difumina los azules marinos del mar con el blanco oscuro del cielo. Vegas no había vuelto al pueblo desde que lo abandonó la pasada primavera tras un mes de reclusión. Entonces, trabajaba mañana y tarde y solo se concedía irse a tomar el vermú con Juan, un tipo muy afable que acompaña ahora a su amigo por el paseo. Ambos se convirtieron en pixotos, palabra que se usa para los habitantes de Ortiguera, aunque, en realidad, es un término asturiano para referirse a los que viven en un lugar con puerto al mar. Los dos pixotos solían acudir a El Faro, el único bar de Ortiguera, o al bar Mendal, justo en el pueblo de al lado del mismo nombre. Allí, Vegas entró en contacto con ese “don de la ternura” que reivindica en el disco para combatir la soledad. “La ternura no solo es un sentimiento importante porque implica algo cariñoso, sino porque es lo contrario al cinismo, que solo tiene en cuenta tu propia concepción del mundo”, dice. “Implica reconocer a la otra persona. Tiene un poder empoderador. Termina por necesitar de un apoyo mutuo”. A una persona con ese don le dedica Ramón In, una canción que habla de un amigo que murió en junio de 2018 y montó el ambiente gay y travesti de Gijón. Vegas acudía mucho a uno de sus locales que “atraía a todo el lumpen gijonés”. “Es una canción en la que apenas hay distancia con la realidad”, confiesa su compositor, quien, según la letra, compartió con Ramón heroína, sexo oral y otro tipo de experiencias. “El duelo a la muerte suele ser un acto hiperindividualista. Y quería reflexionar sobre ello. Sus amigos fuimos muy egoístas con su muerte, solo capaces de recaudar 20 euros por cabeza en el tanatorio. Hablar de la muerte es una excusa para hablar de la vida”, remata.
La vida en Ortiguera es tranquila. Tan tranquila que parece irreal. Para llegar a la casa donde Vegas se refugió, hay que ascender a través de calles estrechas de piedra, rodeadas algunas por paredes de pizarra. Ortiguera creció como una hiedra entre los peñascos que quedaron a ambos lados del puerto, aunque hoy el rumor de las olas parezca guardar el eco de un tiempo pasado distinto al actual, en el que la Asturias rural está muy envejecida y se vacía más cada año. En el nuevo álbum, Vegas ha incluido dos canciones cantadas en bable, una de ellas una versión de John Prine, ídolo del country estadounidense que murió por coronavirus. “En anteriores ocasiones, siempre lo usaba para hablar de cosas asturianas. Quería vencer esa barrera. De ahí también versionar una canción del inglés”, explica el cantante, quien defiende la oficialidad de la lengua asturiana y cree que es una “vía para crear conciencia”. “Conseguir la cooficialidad de la lengua sirve para acabar con la disyuntiva de que el castellano es para los cultos y el asturiano para los pobres y catetos”, asegura. “Nos gobiernan desde Madrid”, añade. “Tenemos que ser conscientes de nuestra particularidad. Y reconocer nuestra lengua, cultura y tejido social como cimientos que sostienen el mismo edificio”.
El edificio de Nacho Vegas se sostiene por “tres patas”, según explica él mismo: “Relaciones afectivas, trabajo con la música y política”. Cree que todas necesitan de “un compromiso” y son “procesos colaborativos”. Desde hace casi una década, ha llevado su propio proceso de autoconocimiento y se ha distinguido por ser también un artista combativo, virando sus intereses más allá de la exposición afectiva e incluyendo una muy reseñable carga política y social en sus canciones con discos como Resituación y Violética y epés como Actores poco memorables y Cómo hacer crac. En redes sociales también ha mostrado un perfil incómodo contra los poderes y la derecha. Su pata política está bien clara: es militante desde hace dos años de Anticapitalistas Asturies. En el nuevo disco, se refiere a la Cañada Real, afirma que la civilización es “un casino en plena selva” e incluye una canción como Big Crunch, un “panfleto-bomba” que ataca a la especulación y la economía deshumanizada. “La calle con la pandemia desapareció”, reflexiona. “La izquierda necesita de activismo político. Necesita la calle. Y esta falta lo ha aprovechado la ultraderecha. Con el escenario 15-M se volvieron a tejer redes. Había un ímpetu por reconstruir. Pero al 15-M se lo comieron los gusanos. La izquierda mainstream nunca lo entendió y Podemos está en declive. Es un partido que buscó el fin, buscó la política institucional antes que la transformadora”. Vegas, que considera que las últimas fuerzas transformadoras admirables son el movimiento feminista y el de la lucha contra el cambio climático, llegó a tocar en el interior de una oficina bancaria en Gijón junto a miembros de la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca) y el coro El Altu La Lleva, un vídeo que corrió como la pólvora en Internet. Participa además en varios eventos activistas. Actualmente, dice sentirse “decepcionado” con la escena musical española: “Creo que hay excesivo miedo a que penalice el posicionamiento político”. Y cree que “mezclar lo íntimo y lo político” debería ser algo natural porque es como funciona la realidad. “Mis canciones hablan del mundo que habito. Igual que hablo de la tristeza y las drogas desde una óptica, hago lo mismo con la política”, sentencia.
Ya en Gijón, Nacho Vegas es Nachín, tal y como le llaman sus amigos. A Nachín le cuesta mirar a los ojos cuando habla, signo de una profunda timidez. De hecho, se disculpa por ello. Es curioso cuando en sus canciones destapa tanta alma o muestra una voz política tan guerrera. No parece un tímido quien está detrás de un disco como Mundos inmóviles derrumbándose. “La realidad nos ha mostrado lo frágil que es nuestro mundo. El problema es que hemos salido con un mundo más feo, más hostil y más cínico. Tenemos que reconstruirlo”, reflexiona a última hora del día, sentado en el Café Trisquel, en el centro de Gijón. ¿Y cómo está el mundo de Nacho Vegas? “En proceso de reconstrucción”, dice con media sonrisa, y recupera una idea que ha usado para referirse también a las otras patas de su vida, como la política y la música: “Hay que poner en valor una ética sólida de los cuidados”.
Al despedirse, se lía un cigarro y se pierde por las calles de Gijón, camino de ese metro cuadrado en el que reconoció que, a veces, teme “caer en el olvido”. Escuchando su cancionero, parece que Nacho Vegas, Nachín, está condenado a habitar la soledad. Como en el mito de Sísifo empujando la roca, este músico de caminar lento y ojos claros transporta su propio peso. Quizá solo sea un mito, o puede que algo real, un simple hecho más, que necesita ser reconstruido en este mundo hostil. De lejos, su silueta en la acera es la misma que en el puerto de Ortiguera cuando, frente al Cantábrico, con el oleaje manso y el eco de las gaviotas, observaba el mar. El cartel advertía del peligro de los rebases, pero siguió caminando sin compañía hasta el borde. Daba la sensación de que hubiese hecho lo mismo de haber sido un día de tormenta.
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