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Pamplinas
Columna
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La palabra pochoclo

Al tragarlo volvemos a ser aquellos seres que, primero en grutas, luego en chozas, comían casi sin sabores

Pochoclo
Vendedor de palomitas de maíz durante un partido contra los Tampa Bay Rays en el Rogers Centre el 19 de mayo de 2024 en Toronto, Ontario, Canadá.Vaughn Ridley (Getty Images)
Martín Caparrós

¿A qué les suena la palabra pochoclo? A ustedes, gran mayoría de españoles y ñamericanos que no la oyeron nunca, ¿qué les hace pensar? La palabra pochoclo solo se usa en el extremo sur de América; la cosa que designa, en cambio, se usa en todas partes, más y más. Ya sabemos que tenemos una lengua común que nos separa. Pero en muy pocos casos nos separa tanto como en el del famoso pochoclo. O pororó o pipoca o poporocho o crispetas o krispetak o cotufas o cabritas o pajaretas o rosetas o canguil o tostones o popcorn — por citar solo algunos de sus nombres. Palomitas, sin ir más lejos, aquí en la estepa castellana —como si comer palomas chiquititas fuera golosina.

Si hay algo que el pochoclo puede reivindicar es que no debe haber muchas cosas —tan insignificantes— que tengan tantos nombres. Y es una buena muestra de cómo suponemos la historia, de nuestra pereza para tratar de conocerla un poco más. El pochoclo parece muy reciente, junk food yanqui siglo XX en todo su esplendor, pero resulta que es una de las comidas más antiguas. El maíz con que se hace nació en Mesoamérica y se supone que una de las primeras formas de comerlo fue así, blanquito y estallado. Dicen que empezaron hace más de 5.000 años y la preparación, en todo caso, no era complicada: se ponían los granos de ese maíz especial, el pisingallo o reventón, en un recipiente quizá de barro sobre el fuego, y se esperaba que los pequeños estallidos le dieran su forma y su sabor. Entonces no los hacían para mirar la tele: era la forma más fácil e inmediata de cocinarlos, de poder comerlos. Así que el pochoclo se fue extendiendo por todo el continente: desde los iroqueses hasta los araucanos le hacían los honores.

Y cuando llegaron los españoles lo vieron, lo probaron, no supieron bien qué hacer con él, lo fueron olvidando. Se precisaba un norteamericano para pensarlo como una producción rentable: en 1885, un tal Charles Cretors, de Chicago, inventó una máquina para fabricarlo. Y se vendía sin furor hasta que aquellas palomitas encontraron, de pronto, dónde posarse: las butacas de los cinematógrafos, que atraían cada vez más más boquiabiertos. El pochoclo se volvió un gran ejemplo de esas coincidencias que a veces se dan entre dos cosas o actividades que no tenían por qué reunirse: mirar películas, masticar pavadas.

Desde entonces, el pochoclo/palomita/pororó/popcorn se identifica con el espectáculo más o menos barato. “Prepará el pochoclo”, dicen por ejemplo en argentino básico cuando ven que se aproxima cualquiera de los innumerables disparates y desgracias que la vida cotidiana provee a mis compatriotas. Es la forma de decir que vamos a sentarnos frente al televisor o a cualquier otro medio o incluso en el balcón de la república para sufrir o disfrutar una vez más de ese show fascinante y ridículo: la política en acto —o sea en espectáculo, y ese placer de odiar, de pretender que otros tienen la culpa.

El pochoclo/palomita/pororó/popcorn nunca es una comida, siempre un manoteo. Así, casi sin quererlo, se transformó en el portaestandarte de una manera de comer: sin hacerle caso. Nosotros, los prósperos globales, dedicamos enorme atención a las ingestas; el pochoclo sería la forma de negarla. Es todo lo contrario, esa comida que se agarra sin mirar, por un puro reflejo de la mano, y se lleva a la boca sin pensar, por un puro reflejo del reflejo, y se mastica o masca mientras hacemos otra cosa. Su sabor es conocido y repetido: nada en él nos llama la atención. El pochoclo/palomita/pororó/popcorn suena moderno, tan contemporáneo, y es todo lo contrario: un remanente de cuando la comida era pura costumbre, no había recetarios, no salía por la tele, no creaba héroes improbables. Al tragarlo volvemos a ser aquellos seres que, primero en grutas, luego en chozas, comían casi sin sabores, siempre el mismo sabor, porque algo había que comer, solo para sacarse el hambre o la ansiedad.

Hace años y años que no como pochoclo: no me gusta —ni él ni, sobre todo, el espectáculo del mundo. Pero me gusta mucho que me sirva como argumento para decir que tal vez —solo tal vez— estemos exagerando un poco con este asunto de la gastronomía.

—¡Camarero, marche una espuma de pochoclo!

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