Todos los hoteles que hemos sido
Será que la virtud de los hoteles está en detener o encapsular la transitoriedad de la vida
Los hoteles más clásicos se llamaban Metropole, Excelsior, Terminus —si estaban junto a una estación—, Intercontinental o, sencillamente, “Gran Hotel”. Las ciudades interesantes suelen además tener un hotel Inglaterra y, de hecho, uno aún podría dar una vuelta al mundo de hotel Inglaterra en hotel Inglaterra como un tour de la melancolía que le lleve de Biarritz a Niza y de San Remo a Ginebra, para luego bajar a Marraquech, subir a Copenhague e incluso hacer una paradita —cielo santo— en Lourdes. Quien dice hotel Inglaterra dice hotel Londres, Albión o —como el de Atenas— Gran Bretaña: sus nombres son una pervivencia de los tiempos en que solo viajaban los ingleses, en tanto el resto del mundo, fascinado, buscaba imitarlos en todo lo que va del parlamentarismo al tenis. También hay muchos “hotel Bristol” repartidos por Europa, lo que añade un aire marino y mercantil, aunque uno siempre ha sospechado que se llaman así porque “Bristol” suena bien en cualquier lengua mientras que muchos en el continente se hubieran ahogado al pronunciar “Peterborough”. En todo esto, claro, podía haber belleza, pero lo que había fundamentalmente era un aire de civilización, una forma mentis europea y liberal, casi una internacional del espíritu. En la doliente Ucrania, el Bristol de Odesa y el Bristol de Lviv siguen en pie para probarlo.
Con los hoteles, como con el café, son buenos hasta los malos. Uno puede a la vez recordar ese tabernáculo que es el bar del Hassler y quedarse embobado ante los carteles (“confort moderno – baño individual”) de una pensión que se llama Narcea o Besaya. No son más literarios los esplendores de Scott Fitzgerald que esos hoteles de Larkin donde “los comerciales ya se han vuelto a Leeds, / dejando ceniceros llenos en la Sala de Reuniones”. Los años equilibran los recuerdos y una noche en el Crillon puede no ser más grata que una noche, a la otra orilla del Sena, en el comparativamente pulgoso Quai Voltaire. Será que la virtud de los hoteles está en detener o encapsular la transitoriedad de la vida, ponerla entre paréntesis, arraigar un momento de desamparo, y eso ocurre lo mismo mientras esperamos un café en el American Trade de Panamá que mientras miramos abstraídos, cansados del día, las sábanas de pladur del NH Ciudad de Zaragoza.
Si las ciudades se pueden explicar a través de sus hoteles, también podemos contarnos nuestra vida —sus pasos caprichosos— a partir de los hoteles que hemos sido, de aquel viaje inesperado a las noches de amor o de triunfo o la geoestrategia de las mesas de desayuno en las convenciones de trabajo. ¡Castigo bíblico, desayunar con extraños! Contra todo romanticismo, la “vida de hotel” puede ser bastante miserable: llega una edad en que lo mínimo es ser dueño de elegir dónde duerme uno cada noche. Dicho esto, confieso una debilidad por esos hoteles de alto kitsch victoriano que —de Plymouth a Eastbourne— puntean el litoral inglés: siempre en baja estación, son como una tarta de bodas abandonada junto a la costa, pero a media tarde las gentes aún toman el té, es decir, se hartan de prosecco, sobre moquetas que parecen haber engullido más de un crimen. Otra debilidad: los hoteles italianos de provincia —Forlì, Rimini, Pescara—, tan escuetos en prestaciones y grandilocuentes en escayolas. Suelen tener frescos color pastel que hubieran acabado con Miguel Ángel, pero todavía gusta que el hotel sea de una familia y no de un fondo de inversión del Middle East.
Es curioso: quizá el hotel más hermoso que he visto estaba ya cerrado, el hotel des Bains en el Lido. Y quizá el mejor en el que me he quedado no es un hotel sino algún club o un college de Oxford, aunque tengas que entrar en la ducha por fascículos y no puedas pedir nectarinas a las cuatro de la madrugada, que es lo que parece entenderse como lujo. El genio del lugar compensa todo: es lo que no entendió la cadena Mandarin al reformar el Ritz de Madrid de modo que pareciera un hotel de aeropuerto en Indianápolis. En realidad, los hoteles pueden ser caros pero rara vez serán lujosos, por el motivo de que todo lo que en un hotel no está expresamente permitido, está prohibido o, dicho de otra manera, uno puede hacer de todo, salvo lo que le dé la gana. Pensemos que por algo los ricos tienen casas. Aunque pensemos también que para qué casas si en el piano del bar empieza a sonar Stormy Weather.
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