El mejor hojaldre de España lo hace una cántabra en Madrid
Harina, agua y paciencia son los ingredientes que han llevado a Estela Gutiérrez a ser elegida mejor pastelera por la Comunidad de Madrid. Su obrador está dedicado exclusivamente a la pasta hojaldrada: milhojas, palmeras, pan, cruasanes, almendradas, emparedados de crema…
Pedro, su padre, tenía las manos grandes y eso siempre es una ventaja para elaborar la masa del hojaldre. “Yo las tengo más pequeñas, por eso estoy llena de contracturas que no se me quitan, pero es tan agradable meterlas ahí…”, dice Estela Gutiérrez (Santander, 48 años) en su obrador madrileño de la plaza de Jesús.
Queda a más de 400 kilómetros de donde sus hermanas, Mariola y Olivia (de nombre como su madre), conservan la pastelería original hoy llamada Las Hijas de Pedro, en Cabezón de la Sal (Cantabria). Pero su local en el madrileño barrio de Las Letras, Estela Hojaldre, está dedicado exclusivamente a esa bendita materia y le ha hecho triunfar hasta haber sido elegida este año mejor pastelera de la Comunidad de Madrid.
Cree que amasar y después observar el desarrollo, verlo crecer, obtener el punto, la temperatura, la textura, es lo que ha enganchado a buena parte de su familia al oficio. A sus tíos, abuelos, hermanas… Todos han acabado de alguna manera en el negocio. Ocasionalmente o de refilón. Ella lo sigue disfrutando en medio del revuelo madrugador o ahora, a media mañana, en soledad, cuando sus compañeros han dejado vacío el obrador, pero la tienda no para de dispensar sus manjares.
En la parte de atrás, Estela aclimata las condiciones propicias y le pide a su compañero Harold que enchufe un fado portugués. Es la música que la acompaña siempre, combinada con alguna pieza clásica. Los hornos se han enfriado y no suenan las bandejas ni las máquinas de mezclas para la masa: 50% de harina y agua sobre la que luego esparcir una mantequilla con un 84% de materia grasa.
La rodean amasadoras de dos ganchos, batidora, tres cámaras de frío y congeladores, dos fermentadoras, una división metálica pegada a las paredes de espátulas, cuchillos, puntillas, tijeras… Todo lo necesario para elaborar el único producto de la casa en múltiples variedades. Saca una masa ya elaborada del frigorífico y la coloca sobre la laminadora para preparar una tarta milhojas ante nuestros ojos.
No pierde jamás la concentración, ni siquiera para activar el recuerdo: puede que el rumor de las enseñanzas de su padre la concentre incluso más en la materia. “Él fue mi maestro absoluto”, dice. A pesar de ello, antes de decidirse del todo por continuar el camino familiar, intentó apartarse de ese destino marcado por lo cotidiano y estudió Enfermería. “Pero era muy aprensiva, mis compañeros me tenían que ayudar y lo dejé”.
Volvió al obrador que su padre había abierto en Cabezón de la Sal en 1974 y, ahí sí, se encomendó en cuerpo, alma, olfato, tacto y trasiego a él, junto a sus hermanas. Fue integrando las enseñanzas y las dinámicas de la cátedra de don Pedro. “Mi padre había aprendido el oficio con mis tíos en el pueblo y en Polanco, donde mis abuelos maternos tenían una pastelería, también. Pero le enseñó mucho cuando hizo la mili en la Marina un italiano compañero de tripulación”. Miluca, se llamaba.
Intercambiaron conocimientos para todo tipo de repostería y mucha respecto a la elaboración del hojaldre. En su toque de distinción futuro, eso le marcó. Mucho de lo que ahora define a Estela viene de aquellas enseñanzas heredadas ahora que se dedica solo a esa especialidad. “La mantequilla no puede quedar reseca para que no se cuartee”, comenta antes de esparcirla. En el obrador usan unos 200 kilos a la semana unidos a 300 de harina ecológica molida en piedra. “La masa depende de la temperatura ambiente. No es lo mismo en invierno que en verano. El truco del hojaldre consiste en que se eleve a su punto óptimo. Para eso, es necesario desarrollar el gluten”, cuenta Estela.
En invierno, ese desarrollo requiere algo más de pericia. “Cuando se ha sacado la masa, lo voleamos y dejamos que descanse, que se extienda, que pierda el agarrotamiento”, añade. Esa maduración es la que depende de la temperatura en cada época del año: en invierno necesitas 15 o 20 minutos y, en verano, bastan 8 o 10. “Luego lo extendemos y añadimos la mantequilla. Importante, insisto, que no esté fría, darle un efecto plastilina”.
La pericia con que aplica sus métodos prueba que es una alquimista aplicada y rigurosa en cada paso que da: “No se puede romper, ni quebrar”, afirma. “Yo ya me he hecho a esto, pero el hojaldre es difícil. No se trata de un bizcocho que puedas emborrachar más o menos, sino del tiempo que le dedicas, la paciencia, de aplicar lo que has aprendido de los maestros. Si lo hacemos rápido, se nos contrae, debe descansar, que el gluten se relaje. Cada hora le damos sus vueltas, después, de esa gran masa, seleccionamos las formas”.
En el caso del milhojas, extrae tres planchas, una vez listas una encima de otra, añade las almendras que se depositan arriba como escamas marrones espolvoreadas de azúcar después. La cuartea en trozos con un chasquido de cuchillo armónico, nada estridente: “El corte debe sonar como si pisaras hojas de otoño por el bosque”, asegura.
Sobre la mesa ha quedado en desorden un archipiélago de crujidos posibles y restos de migas. Pero hay todavía más masa sin forma, preparada para dar cuerpo a otros bocados antes de salir al escaparate. Además del milhojas, esa materia básica se transformará en palmeras, pan, cruasanes, almendradas, emparedados de crema… Eso en cuanto al dulce. Pero también, en esa doble vertiente, cara y cruz milagrosa del hojaldre, en salado el surtido crece a base de empanadas de espinacas con besamel, champiñones, atún con tomate, morcilla con pera, cecina, queso de cabra…
A Estela le van las dos caras de su producto, pero se confiesa golosa. “Mi padre podía aguantar bien ese impulso: yo no. Como de todo y en poca cantidad. Pero, con el dulce, no tengo freno”. Lo mismo les debe pasar a quien diariamente hacen cola en el local madrileño de esta orgullosa hija de Pedro Gutiérrez en la capital. Cuando Estela Hojaldre abre con las bandejas expuestas al público llenas por la mañana, sabe que, al cerrar, quedarán vacías.
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