La revolución del hojaldre en España
Crujiente por fuera, delicada, versátil. La bollería hojaldrada es más creativa que nunca. Bocados de felicidad en los que los artesanos juegan con frutas de temporada, flores y frutos secos. Cuatro obradores referentes en España muestran sus piezas de autor. Un lujo cotidiano en alza
“Paso más tiempo con la laminadora que con mi mujer”, afirma Antonio García, mientras extiende y dobla una y otra vez masa de hojaldre y mantequilla. Podría ser broma. O no. El propietario de Panem pasa una media de ocho horas frente a la máquina desde que comienza su jornada, a eso de las cuatro de la madrugada. Con ella, prepara la masa laminada que un día después, y tras fermentar, se hinchará en el horno en apenas 17 minutos, convirtiéndose en decenas de cruasanes de alveolado perfecto en su interior, crujientes y sutiles en boca, y embriagador aroma a mantequilla. Una pieza de bollería perfecta, artesanía pura, que él lleva tatuada en su antebrazo y que, en su opinión, hace unos años “era casi imposible de encontrar en Madrid”.
Al pie de García trabaja su hermana Laura, quien mete y saca del horno bandejas sin pausa. En un solo día, venden alrededor de unas 1.200 piezas de bollería hojaldrada entre la tienda física y los pedidos que reciben de restaurantes como el triestrellado DiverXO, de Dabiz Muñoz. “Nos piden mucho de negocios de hostelería, pero no podemos abarcar todo, ni queremos”, matiza García, que sabe muy bien lo que es trabajar desbordado. En octubre de 2021, ganó el premio a Mejor Croissant Artesano de Mantequilla de España que concede el Gremio de Pastelería de Barcelona. Un galardón que, por primera vez, viajó fuera de Cataluña. “Fue una locura. Pasamos de hacer 200 cruasanes a 1.500 diarios”, recuerda. Hoy despachan entre 300 y 400 cada jornada entre simples y otros con relleno, como el de cremoso de pistacho, almendra o gianduja, una crema de chocolate y avellana. El precio va desde 1,90 hasta 3,80 euros para una pieza que tarda tres días en elaborarse y en la que se emplea materia prima de calidad, como una mantequilla francesa con Denominación de Origen Protegida Lescure o chocolate Valrhona.
En el mostrador del establecimiento que García abrió en 2018 luce algo más que la buena baguette y el buen cruasán que se propuso tener entonces, después de haber trabajado en un obrador de Toledo propiedad de su suegro. Su última idea han sido las medias lunas de café, pero hay cruffins de limón y de queso y frambuesa; flan parisién —hojaldre relleno de crema avainillada—, palmeras de pistacho, pain au chocolat y cubos. Estas son las piezas con más trabajo técnico de todas las que realizan y ejemplifican esa nueva forma de mirar al hojaldre desde la innovación y la exigencia, surgida en los últimos años, y que ha hecho que el producto no solo haya ganado en calidad, sino en versatilidad y protagonismo. Para elaborarlas, en un molde de 7×7 centímetros con tapa, se superponen cuatro piezas de masa hojaldrada de 12 capas cada una. En total, 48 láminas crujientes que forman un cubo cuyas aristas se repasan con pulcritud al salir del horno para asegurar su perfección, y que se rellena y remata con cremosos y toppings que varían de semana en semana. Hoy toca tiramisú. Sobre la báscula, una repostera los rellena uno a uno con crema de café, crema de mascarpone y gel de amaretto, mientras su compañera coloca minuciosamente en la parte superior figuritas sólidas hechas con los cremosos, una galleta de chocolate y gel de cacao y amaretto. Alta cocina dulce. Cada sábado sacan a la venta 80 unidades a un precio de seis euros. Vuelan todas, como el resto de la producción.
El hojaldre es una elaboración sencilla en su composición, pero extremadamente compleja en su elaboración para lograr que tenga esa textura vulnerable, sutil, que se desmigue al morderlo. Los maestros pasteleros juegan con la receta base compuesta de harina, agua, sal y grasa, y coinciden en la importancia de emplear una buena mantequilla y en que lo más difícil es lograr la regularidad en el producto. Para ello, en Brunells, en Barcelona, se han equipado con la “fórmula uno”, como apunta Lluís Estrada, uno de los tres propietarios mientras señala a un horno Wiesheu en marcha en la trastienda de la pastelería barcelonesa. Maquinaria de última generación para elaborar una bollería artesanal que se cuida pieza a pieza, aunque estemos hablando, solo en cruasanes, de entre 400 y 600 diarios. Fuera, en la tienda, cinco turistas que realizan un tour muerden unos rellenos de cremoso de pistacho, uno de los superventas de este negocio, en el que se rinde pleitesía a esta pieza y se juega con ella con ingenio, pero con respeto. “La crema la hacemos con huevos, nata y praliné de pistacho. Sacamos 10 de cada variedad por la mañana y de este, 60″, revela Estrada. Ese bollo, en concreto, se vende por 5,60 euros.
El escaparate, con mármol negro y molduras de madera; la sala en la que se lamina, presidida por unas neveras históricas y el antiguo mostrador de piedra de una pastelería anterior donde ahora se forman las piezas, delatan que Brunells recoge el testigo de un negocio centenario. Estrada y sus socios, Joan Guasch y Salvador Sans, lo reabrieron en junio de 2020, en plena pandemia, después de un tiempo cerrado. Entonces decidieron juntar los mundos de Estrada, hijo de los propietarios de la afamada pastelería Canal, y de Sans, dueño del café El Magnífico, y construyeron el grueso de la oferta en torno a un cruasán “de escuela Canal, pero con pequeñas variaciones”. Y es que ese cruasán en concreto, el de Canal, ha ganado ya tres veces el premio a Mejor Croissant Artesano de Mantequilla, un título que Brunells logró también pocos meses después de abrir. “Estábamos preparados para el desborde, pero aun así, te desborda”, comenta Guasch, quien apunta que en un mes vendieron 30.000 unidades y el día récord, 2.200.
En los inicios, apostaron por los clásicos —sin relleno, chocolate, nata y crema—, pero pronto empezaron a jugar, en rellenos y toppings, con las estaciones y los productos de temporada frescos como los higos y las cerezas, e incluso con flores como la de hibisco, el jazmín y la de sauco. En la mesa de al lado, una chica pide uno de melocotón, vainilla y frambuesa. “Habremos hecho un total de unas 25 variedades”, apunta Guasch, publicista de profesión. “Menos de merengue y tocinillo, todas”, replica en broma Sans. Los ha habido incluso con alcohol, como el de daiquiri y el de ron, aunque Estrada confiesa que no funcionaron. “La suerte es que con Lluís en el barco tenemos esa agilidad creativa. Partiendo de un cruasán de mantequilla de 10, tienes todo el bagaje pastelero para jugar con los rellenos”, opina Guasch. En el obrador, de donde salen también diplomáticos etéreos de hojaldre invertido, milhojas, palmeras de chocolate blanco u otras elaboraciones tradicionales como la coca de llardons, trabajan siete personas, entre ellas, estudiantes que desean aprender el oficio. “Los jóvenes antes querían formarse en el chocolate, ahora en el pan y en las masas fermentadas”, dice Estrada.
El auge de la bollería hojaldrada creativa en España no es más que el reflejo de un fenómeno global que se extiende desde la pequeña panadería de Nobuyuki Endo, en Niigata, Japón, hasta el célebre obrador en San Francisco Tartine Bakery; pasando por Rosetta, en Ciudad de México, sin olvidar una de las mecas actuales en este tipo de productos, Copenhague. “La gente empezó a ver que fuera de España daban caché”, comenta Yohan Ferrant. El director de Baking School Barcelona Sabadell, a la cabeza en la formación de profesionales bajo esta visión innovadora, sitúa el punto de inflexión hace un par de años y cree que a día de hoy “la bollería es el producto que más valora el público, incluso por delante del pan”. “Es la transición entre la panadería y la pastelería”, argumenta. En el centro, por el que pasan una media de 1.500 alumnos al año, “se intenta llevar más allá el nivel de la bollería, sobre todo en lo competitivo, con el objetivo de que la bollería creativa española se sitúe entre las seis mejores del mundo”. Él mismo es el encargado de preparar al equipo nacional que compite el Mondial du Pain y en el que España quedó segunda en 2021. “El futuro de las panaderías, incluso diría de la gastronomía de masas, pasará por la bollería creativa sí o sí”, sentencia. Días después, un roll —espiral hojaldrada— de lechazo, ideado por el restaurante Trasto, se alzó con el primer premio del Concurso Nacional de Pinchos y Tapas de Valladolid.
La inquietud creativa, la apertura a las tendencias, es lo que ha hecho que un roll, una pieza creada en 2022 por la cafetería neoyorkina Lafayette, sea hoy un producto “fijo” en la vitrina de Pan da Moa, en Santiago de Compostela. El salto geográfico de por sí no es menor, pero parece aún mayor si se tiene en cuenta que en Galicia nunca ha habido tradición de hojaldre de mantequilla. “Nadie la suministraba siquiera, pero ahora el 60% de las panaderías ya ofrece esa tipología de cruasán”, cuenta Guillermo Moscoso, de 39 años y responsable de que en el obrador familiar ahora convivan molletes de Compostela y empanadas con unas 25 piezas de bollería francesa que se alternan en función del día. De los rolls tienen versiones saladas y dulces, con varios rellenos y coberturas: de trufa, cubierto de chocolate con leche y toques de avellana; crema de pistacho, con cobertura de chocolate blanco y trozos de pistacho caramelizado; o crema de almendras y exterior de chocolate con leche y trozos de almendra. Los venden a tres euros. “No podemos hacer más de 80 al día”, indica Moscoso sobre la pieza, que necesita más tiempo de horneado que el cruasán y que fermenta dentro de un aro metálico que se retira una vez están cocidas para lograr un buen caramelizado. Aunque el roll se haya convertido en éxito rotundo, Moscoso se enorgullece de que los gallegos “conozcan más una larpeira [tarta con crema pastelera] que un New York roll, porque significa que hay una gran tradición”. Él mismo se esfuerza por salvaguardarla frente a las modas y asegura que, aunque ha apostado por innovar en la oferta, “dejaría de vender los rolls antes que la larpeira”. “Corremos el riesgo de uniformizar la bollería. La hay muy buena en muchos puntos del país y se puede perder, porque me da la sensación de que todos vamos a hacer lo mismo. Es nuestra obligación adaptar las variedades tradicionales a nuestro tiempo”, concluye.
Frente a la creatividad también hay quien ha decidido mantenerse fiel a la bollería hojaldrada tradicional. Estela Gutiérrez lo ha hecho por coherencia con sus orígenes y gusto personal. Nació, creció y aprendió el oficio en un pueblo de Cantabria, cuna del hojaldre en España, mientras veía a su padre trabajar en el obrador familiar. Y desde que abrió su propio establecimiento en Madrid en 2021, Estela Hojaldre, las filas de devotos que acuden a la basílica de Jesús de Medinaceli se mezclan con las de aquellos que peregrinan en busca de su milhojas de crema de mantequilla, cruasanes, palmeras y panes hojaldrados. En su vitrina no hay cremosos de colores vivos, ni coberturas más allá de alguna almendra laminada, azúcar glas, yema de huevo y chocolate. “Como golosa, me gusta probar diferentes cosas, pero lo que más me atrae es el mundo dulce o salado tradicional. No me seducen las decoraciones extremas. Son abordajes diferentes”, razona desde el respeto a la oferta de otros obradores. Colas hay en todos.
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