La palabra gastronomía
La cocina ha dejado de producir olores y sabores y texturas para empeñarse en producir imágenes
Hay palabras pretenciosas que siempre fueron pretenciosas. Otras, en cambio, debieron empezar de abajo: recorrer un camino que las llevara desde las sombras a la luz, del barro al oro. La palabra gastronomía es una de esas. Su origen fue modesto, casi tosco: γαστρος, gastros, es la panza, y νόμος, nomos, es la regla, el saber. Saber sobre la panza no es un gran saber y cualquiera puede reivindicarlo; al menos, sobre la suya propia. Somos lo que comemos, dijo algún sabio en horas bajas; somos, sobre todo, comedores. Si algo hacemos en la vida es eso: cuando un señor o señora cumple sus 50 ya ha comido, grueso modo, unas 32.500 colaciones principales y por lo menos otras tantas entre desayunos, meriendas, tentempiés varios y demás chuminadas. El cincuentón o cincuentona estándar es alguien que comió 65.000 comidas: experiencia suficiente como para que empiece a conocerlas. Y sin embargo el susodicho no será un gastrónomo.
Porque la palabra gastronomía se labró su prestigio y consiguió incluso que otro sabio —en años bajos— dijera que no es lo mismo alimentarse que comer. Creó así la diferencia más tajante: los que comen para vivir, los que viven para comer. O, sin llegar a tanto: los que “saben comer” y todo el resto.
Podemos imaginar momentos en que todos comían igual: en las cavernas, aquel mamut o rata, crudos todavía. Y, sin embargo, aún allí ya empezaría alguna jefa o jefe a manotear la porción más deseada, la más gorda. Desde entonces, el privilegio fue comer y el mejor privilegio fue comer mejor: los poderosos podían tragar los trozos más ansiados, los manjares más grandilocuentes.
Al servicio de esos señores —y señoras— empezó a organizarse la gastronomía: la maña de refinar cualquier ingesta. La hubo desde los romanos, pero —en Occidente— terminó de consolidarse en la Francia del siglo XVIII. La practicaban reyes y nobles que competían por los grandes cocineros. La revolución de 1789 tuvo, entre tantos otros, el efecto de dejarlos en la calle: aquellos chefs ya no tenían marqueses y duquesas que servir y empezaron a cocinar sus golosinas en salones públicos —que dieron en llamarse restaurantes.
Fue un invento triunfante. Y entonces la gastronomía, como tantas cosas, dejó de ser cuestión de sangre para volverse de billete. La carga de la prueba se invirtió: ya no comías mejor porque tenías más poder; lo tenías porque comías mejor —y así lo demostrabas. Así es, todavía: la comida lujosa —la “gastronómica”— es una muestra de distinción bastante fácil. Casi nadie llama gastronomía a ese guiso fabuloso que sabe hacer la abuela; lo llamarían si se vendiera, aderezado con jengibre y flores de petunia, deconstruido y en porciones de chiste y en un plato cuadrado y en un salón brilloso. Últimamente, cualquier sociedad que intenta gentrificarse forma sus formas de comer en forma.
“Muchos entienden la ‘gastronomía’ como una forma de placer y afirmación social. Comer, para ellos, es una de las maneras más habituales de mostrar riqueza, armar complicidades: para un nuevo rico es más fácil ‘saber de comida’ que de, digamos, plástica o literatura —y eventualmente más gozoso y barato y fácil de exhibir”, escribió una autora casi contemporánea.
Comer comida “gastronómica”, en efecto, se ha vuelto algo distinto de comer. Saber comer es saber ser, saber estar, saber mostrarse. Y la gastronomía ocupa tal lugar en el imaginario social que los cocineros pasaron de obreros enchastrados a estrellas rutilantes: se muestran por todos los medios, explican el mundo, venden cualquier verdura, embolsan fortunas. Y millones los miran elaborar sus obras en concursos y clases por la tele: la cocina ha dejado de producir olores y sabores y texturas para empeñarse en producir imágenes. Es otra secuela de este mundo plano. Millones de mirones y, mientras tanto, los “mejores restaurantes” nunca cuestan menos de tropecientos euros: por costo, siguen siendo el coto de unos pocos.
Así está, ahora, la gastronomía. Sería bueno despojarla de su componente de clase, aceptar que unos callos, un choripán o una carbonara bien hechos son tan gastronómicos como una espuma de caviar, y que no se necesitan productos caros ni mano de obra cara donde hay buena mano y cariño baratos. Y que comer no debería servir para que te vean comer o para que te digas oh, qué guay soy, cómo como, sino para comer —y disfrutarlo. Pocas cosas hacemos más; pocas, con tanto gusto; pocas, ahora, con pareja alharaca.
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