El peso de la vida
Al observar atentamente esta imagen de Isabel II en su castillo de Balmoral, me pregunté por qué los reyes y las reinas tienen que ser necesariamente ricos. La historia nos demuestra que pueden ser bobos, crueles, ignorantes, altos, bajos, diestros, zurdos, lo que ustedes prefieran: pueden caer o no caer en cualquier condición imaginable, pero la de la riqueza parece obligatoria. ¿Por qué no habrá monarquías de clase media cuyos titulares vivan cerca de una boca del metro, para que no todo sean penalidades? Dicen que la nuestra, comparada con la británica, vive casi en la indigencia, pero el rey emérito posee cuentas fuera de España y viaja en aviones privados. O sea, que pobres, lo que se dice pobres, tampoco son. Ignoran además el agobio de encontrar vivienda que tanto aflige a los contribuyentes.
De modo que aquí me ven, envidiando ese pedazo de salón en el que la chimenea siempre está encendida, el reloj siempre marca las horas y el precio de las pinturas expuestas en las paredes crece cada año. También me gustan las lámparas, desde luego, y los sofás. Todo le viene grande a la anciana que disfrutaba de ello en vida. A mí lo único que me ha venido grande han sido los zapatos que me compraban de pequeño, pues tenían que durar varios años, de modo que, si calzaba el 34, me compraban el 38. Crecederos, que solía decirse.
Caerían muy simpáticos unos monarcas de cuento de hadas, aún por escribir, que conocieran el precio y el peso de la bombona de butano, sobre todo el peso, que es mayor que el de la corona y metaforiza, por si fuera poco, el peso de la vida.
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