Victoria Martín, la reina del ‘podcast’ confesional: “Ayudo a que la gente saque lo peor de ella”
Tras arrasar con ‘Estirando el chicle’ y ‘Válidas’, la periodista madrileña ha logrado un nuevo éxito (y un tercer Ondas) con ‘Malas personas’
Se acuerda a menudo de aquel profesor que le tocó en la Universidad Rey Juan Carlos… Allí estudió Victoria Martín (Madrid, 34 años) Periodismo entre 2008 y 2013, es decir, en los años negros, sin aliento ni futuro a la vista. “Nos dijo que ninguno de los que estábamos en clase íbamos a acabar trabajando en los medios”. Magnífico pronóstico para motivar a un puñado de chavales aterrados ante lo que en aquellos años produjo la caída de Lehman Brothers y todo el descalabro de la selva anterior. Fue un pronóstico demencial y, sin embargo, acabó motivándolos a muchos. “Todos los amigos que conservo de aquella época están trabajando… en lo que él nos decía que no, claro”.
Quizás no les vaya tan bien como a ella, que acaba de ganar un Premio Ondas al mejor videopodcast por Malas personas (Podimo). El tercero si lo unimos a los que logró en 2021 y 2022 junto a Carolina Iglesias por Estirando el chicle. Lo más probable es que sus compañeros anden tratando de desarrollar sus magníficos talentos en un mundo deteriorado y de saldo como el del periodismo actual. “Te metes en la vida laboral y, es verdad, en la profesión comes mucha mierda. ¡Pagan fatal!”, asegura.
Pero es un ámbito que ella toca de refilón en su versión más convencional. Victoria Martín procede de los márgenes. De esos que hoy ya se están convirtiendo en corriente principal, pero nacieron, crecieron y se conformaron en internet. Aquello que los veteranos temían desbancase los formatos clásicos y ahora, como mínimo, conviven con ellos e incluso los han adoptado como si del maná se tratara. Criaturas que no tenían que pedir permiso ni pasar ningún filtro más allá del de su santa voluntad y su indomable actitud para triunfar en YouTube, desarrollar webseries y, cómo no, lo que es hoy el último grito: el podcast y el videopodcast.
Al fin y al cabo, se trata de lo de siempre: contar historias. En clave informativa, como drama, como tragedia, como comedia… Apenas nada nuevo bajo el sol salvo un soporte con pegada. Y eso es lo que domina Victoria Martín junto a las legiones de una generación que, desde ahí, desde los márgenes, pegados al borde y cómodos en el filo, se han adueñado del cauce principal y no dejan de crecer en fieles y audiencias.
Apenas han tenido tiempo para entender qué les ha pasado, cómo han llegado hasta ahí. Martín se siente, ante todo, guionista, escritora. Pero ha triunfado, además, contando, hablando: “Si lo llego a desear mucho, no me hubiera ocurrido”, dice. Sin embargo, ahí está, con su tono descarado y espídico, con su ansiedad cristalina y aparentemente alborotada, pero, al tiempo, en perfecto orden. Con sus catarsis, su frescura y su desafío a un buen puñado de tópicos que disfruta apuñalando verbalmente.
Un estilo que desarrolla sola y acompañada también de Carolina Iglesias o con productos como su canal de YouTube Living postureo, creado con su pareja, Nacho Pardo, y ahora muy centrada en Malas personas, donde, lejos de moralizar, nos consuela junto a sus invitados, exponiendo todo aquello que odia y nos resulta tan común. “Los grises que todos tenemos, sin llegar a lo negro. Ayudo a que la gente saque lo peor de ella. Los invitados lo hacen, si ha pasado por aquí alguien con narcisismo, no lo hemos notado: todos se han retratado. Hemos dedicado programas a la envidia, al ego, a la soberbia, a los irresponsables… a todo lo que detesto”. Como también tiene claro que el reverso, es decir, uno dedicado a buenas personas, no lo hará: “Lo dejo para otros, no me interesa. Me gustan las ratas, no eso de representar a las mujeres como seres de luz, es más, me repugna”.
Lo cuenta en el estudio de su productora, donde sin biombos ni paredes se van sucediendo los espacios con cada decorado propio para los videopodcasts. Ante el rosa chillón de su programa más personal se muestra categórica respecto a lo que ella considera alguien miserable: “Mala persona es quien no tiene ninguna empatía”, afirma. Luego, sin tapujos, confiesa sus pecados también: “Claro, soy insegura, tengo poca paciencia, me enfado muy rápido con la gente más cercana. Donde hay confianza, ya sabes… Es curioso, a quien no conozco mucho le suelo agasajar, con quienes quiero, sin embargo, me comporto a veces como una cabrona”.
¿Y esa ansiedad indisimulada y ultramoderna? Para ella es creativa. Sabe sacarle partido. “Bien, vale, pero se sufre mucho. De acuerdo, me funciona, pero al tiempo se me cae un mechón de pelo o me quedo medio tuerta en directo si lo hacemos ante el público. Ya me pasó una vez con Carolina, pero nadie lo notó. Nada. Menos mal: The show must go on”. Continúa el espectáculo. Hasta que caiga el telón y ella pueda descomponerse. “Yo creo que moriré joven, encima sin drogarme ni nada. No como los del club de los 27, a la manera de una Amy Winehouse y otras estrellas de la música, que han tenido una vida de excesos. Yo, no. En mi casa, jodida. Bueno, tengo ya 34 años, a partir de ahora, todo pabajo”.
No parece. Anda entre las reinas del género con un equipo detrás que suma y aporta. “No sabes lo que cuesta hacer un podcast. De trabajo, me refiero. Para Estirando el chicle podemos llegar a ser 15 o 16 personas entre realización, vídeo, edición, guion, producción, redes sociales… Es un programa, convoca a mucha gente”. Queda bien detallarlo, aunque solo sea para dar en los morros a aquel profesor cenutrio.
Antes de caer en sus manos peregrinó por algunos colegios privados que la marcaron. “Pido perdón por eso. Eran de pago. Pero mis padres, no sé, entonces tenían la sensación de que a mi hermana y a mí nos enderezarían más allí”. Victoria fue difícil de domar. Sobre todo, en el primero. Uno del Opus. Vivían en Moratalaz y se mudaron a Rivas-Vaciamadrid. Otro contraste en su vida. Aulas pías y hogar en una localidad que casi siempre ha sido gobernada por la izquierda más radical. “Para mí era más extraño el colegio, sin duda. Solo de chicas, superestricto, anclado en conceptos simples del bien y el mal. Todavía me resulta muy difícil deshacerme de ellos. De la culpa o de sentirte fatal por cosas por las que no debería. Fue bastante duro. Era la castigada en un entorno donde no me sentía a gusto”, recuerda.
Cuando supo que se iba a ir dio un portazo a modo de correo electrónico. “Escribí un e-mail larguísimo basado en una investigación que hice por mi cuenta sobre el Opus y poniendo a parir a muchas profesoras. Lo envié como un anónimo y al final lo firmaba, sin darme cuenta. Ya ves, investigadora, sí… E imbécil, también”.
No pasa nada. En el Opus deben estar acostumbrados a desahogos así en la hora final tanto como a ovejas descarriadas. Ya entonces apuntaba maneras para contar historias y hacer guiones. Tenía a su hermana Paula frita. “Era una niña insoportable”. Y a sus amigas, casi también. “Hacía guiones para rodar en grupo, inventaba mucho, escribía y lo representábamos. Yo salí muy autoritaria. No cabía la improvisación. Tenía 12 años y me mostraba dura. Me mandaban a la mierda, claro, pero todavía guardo esas cintas demenciales. Algo muy costumbrista, mucho Almodóvar, abominables”.
Autocrítica jamás le ha faltado. Flagelo con tufo católico atragantado a saco, tampoco. Eso la obliga a probar, a experimentar, a saltar de un lado a otro. En la Universidad descubre que el Periodismo en sí no es lo suyo. “Que no me gusta nada la carrera tal y como la enfocaban. Me parecía todo superencorsetado, no se fomentaba el talento ni la creatividad. Había que dejarse de hostias”. Decidió buscar su propia voz. La fue hallando en la ficción autoparódica y metiéndose en vena programas de la onda de Saturday Night Live. Trató de inventar con ese bagaje. “Hicimos una serie que era una estafa. Para triunfar en algo tienes que fallar mucho”. Y las vías se fueron mezclando. Con escribir se hubiera conformado, pero ha acabado también triunfando con su manera de hablar. Eso la convierte en una cómica de libro. “Escribir comedia es muy difícil. Debes dominar los tiempos”. Lo aprendió empapándose de referencias como Joan Rivers, Sarah Silverman, Maya Rudolph, también con Woody Allen y Billy Wilder. “Pero mi sueño era ser Tina Fey”.
Se empeñó en trasladar esos patrones anglos a España. Sobre todo, en el formato sketch. “No había tantos más allá de los dos mil salvo José Mota”, cree Victoria Martín. La excepción, pero hijo de una época en la que habían triunfado en plena Transición maestros como Tip y Coll, Martes y Trece o Rosa María Sardà. Referentes boomers. Siglo XX. Historia. Apenas un eco para la generación milenial, salvo ahora, que vuelven a oleadas en reels de Instagram.
Para su generación, además, no se requerían permisos. Ni castings, ni nada. Una cámara, talento, cosas que compartir y, claro, saber contarlas. La clave estaba a partir de entonces en destacar dentro de la jungla de internet. Hacerse notar. Muchos conectaron. En el universo del podcast, sobre todo, muchas. “Es una industria supernueva, con Estirando el chicle nos dimos cuenta de lo que se disparaba el consumo. Principalmente, las mujeres, con mucha diferencia”.
Una dupla de éxito junto a Carolina Iglesias que surgió en pandemia tras el éxito de la serie Válidas. “Como no podíamos salir de nuestras casas decidimos hacer el podcast. Lo titulamos así porque se trataba de alargar el éxito que tuvimos con aquello previamente. Creo que romperemos el chicle el día que venga al programa Amaia Montero. Aún no ha aceptado la invitación. Es nuestra estrella. El día que acepte no haremos un puñetero capítulo más”.
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