Pura vida
Cuando estás muy lleno de muerte también estás muy lleno de vida. De la conciencia de estar vivo. Me encanta vivir
El otro día, la gran Berna González Harbour me hizo una entrevista en este periódico. Me preguntó si no añoraba trabajar más como reportera, y yo contesté con una frase que terminó siendo el titular de la nota: “¿Más periodismo? Me queda poco tiempo de vida y quiero hacer lo que me caliente más el corazón”. Cuando se publicó el texto anduve muy liada y no pude leerlo hasta bien entrado el día, pero desde muy temprano supe que estaba sucediendo algo raro, porque empecé a recibir wasaps de amigos y correos de lectores, todos ellos amorosamente preocupados por mi salud y temerosos de que estuviera a punto de estirar la pata o, en su defecto, de que me hubiera sumido en una depresión monumental. Para más coincidencia, esa semana había publicado un artículo en el que hablaba de la muerte y, aunque se trataba de un texto humorístico y risueño (menos mal), pudo contribuir a que algunas personas se imaginaran lo peor. La verdad es que su inquietud era muy tierna y conmovedora; me sentí abrazada por sus desvelos y los agradezco de corazón. Pero también me sorprendieron, y me quedé pensando sobre el tema.
Es decir, me quedé pensando en lo difícil que le resulta a esta sociedad reflexionar sobre la muerte, y en que la gran mayoría de los humanos viven como si fueran eternos. Pero luego hay un puñado de neuróticos, entre quienes me cuento, que no podemos olvidar nuestra fugacidad. “Siempre supe que era mortal”, dijo Cicerón, así que debía de pertenecer al club de los morituri, igual que Woody Allen, uno de sus integrantes más conspicuos. A menudo he contado que, con 10 años, yo me decía: mira, Rosita, qué tarde tan bonita, disfrútala porque enseguida, enseguida, pasará el tiempo y estarás durmiendo esta noche en tu cama, y enseguida será mañana y te irás a la escuela, y después te harás mayor, y luego se habrán muerto tus padres, y al fin morirás tú. Ya comprendo que resulta un pensamiento chocante para una niña, pero repito el principio: mira, Rosita, qué tarde tan bonita, disfrútala. Porque cuando estás muy lleno de muerte también estás muy lleno de vida. De la conciencia de estar vivo. Del deseo de estrujar la existencia hasta su última gota. Soy una disfrutona. Me encanta vivir.
Y es en ese sentido como deben de entenderse mis palabras, que no sólo no me parecen deprimentes ni inquietantes, sino que me asombra que alguien pueda entenderlas así, siendo, como son, una simple y sensata descripción de la realidad. Vamos a ver, tengo 73 años; lo mires como lo mires, no hay más remedio que reconocer que por delante solo queda una parte pequeña del trayecto, con el añadido de que no me tienta en absoluto ser la más vieja del cementerio. Lo que ambiciono, eso sí, es seguir sintiendo, experimentando y viajando por mis días intensa y felizmente, y morir lo más viva posible. A eso me refería en la entrevista, y a mí me parece algo elemental y evidente en sí mismo.
Sin embargo, la abundancia de mensajes preocupados me ha hecho sospechar que la mayoría de la gente no lo vive así. Se diría que muchos se prohíben cualquier pensamiento de fugacidad, que prefieren no vislumbrar futuros, que sólo enunciar algo así los desasosiega. No me parece mal, no es una crítica, cada cual se defiende como puede de la oscuridad inacabable. Pero el problema es que nos morimos, eso es impepinable y, a decir verdad, francamente molesto, hasta aterrador si no lo digieres. Y he empezado a pensar que, después de todo, es posible que esta manada de neuróticos petardos que vamos todo el rato con la parca metida en la cabeza estemos más preparados para despedirnos que quienes viven ignorando su finitud.
Cuando yo tenía 20 años, miraba por el rabillo del ojo a la gente mayor de 60. Primero, porque me parecían unos vejestorios, pero sobre todo porque me pasmaba que entraran y salieran, que fueran al cine o se tomaran un vermú en una terraza tan contentos, ¡cuando se encontraban tan cerca de la muerte! Si yo tuviera su edad, me decía, estaría metida debajo de la cama aullando de miedo. Pues bien, ahora he sobrepasado con creces esa frontera y no estoy metida debajo de la cama (al menos, por el momento). Lo cierto es que ahora le tengo bastante menos miedo a morir que cuando tenía 20 años, así que algo bueno habré hecho por el camino. Y estoy convencida de que lo que he hecho bien es no olvidarme de que era mortal, como decía Cicerón. Asumir la finitud es pura vida.
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