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Maneras de vivir
Columna
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Mis amigos judíos

El ser humano es uno, no es judío o palestino, y ceder a la tentación de la violencia y el odio nos achica y envilece

Gaza
Un manifestante israelí durante una protesta contra la entrega de ayuda humanitaria a Gaza, el pasado febrero.Susana Vera (Reuters)
Rosa Montero

Mis amigos judíos, que son varios y están repartidos por el mundo, se encuentran desgarrados, yo diría que bastante desorientados (aunque supongo que ellos negarán tal cosa) y sumidos en diversos grados de furor y desesperación. Todos son laicos, tipos brillantes y cultos que, en la atroz tragedia palestino-israelí, siempre fueron palomas, esto es, partidarios de la paz. Son gente maravillosa. Pero ahora, tras el brutal ataque de Hamás y la posterior vorágine, algo parece haberse incendiado en sus cabezas. Se sienten incomprendidos, perseguidos, insultados como pueblo. Es decir, se sienten pueblo, en algunos casos quizá por primera vez en su vida. Uno de esos amigos, un latinoamericano muy inteligente que reside en España desde hace muchos años, me dijo hace dos días que está pensando en irse de este país porque no soporta más nuestro antisemitismo. Incluso ha sufrido violentas discusiones y quizá irreparables rupturas con buenos amigos.

Es innegable que hay una tradición antisemita en España. Los hemos estado discriminando desde la época de los romanos, y luego también con los visigodos, y con los árabes de los reinos de Taifas, y después vino la cruel expulsión, 100.000 personas que tuvieron que marcharse en tres meses y a su propia costa, por no hablar de la Inquisición, creada sobre todo contra ellos, y del franquismo y su delirante contubernio judeo-masónico, como cuenta Paloma Díaz-Mas, que acaba de sacar Breve historia de los judíos en España. Y sin duda esa tradición ahora se ha enconado y redoblado.

Admiro profundamente a los judíos. Pese a ser un 0,2% de la población mundial, han ganado el 27% de los premios Nobel de Química, el 26% de Medicina y Física, el 40% de Economía y el 11% de Literatura y Paz. Asombroso. Mi abuelo por parte de madre era vaqueiro de alzada, un pueblo maldito del occidente asturiano (aún se pueden ver iglesias con una raya en el suelo que dice “hasta aquí los vaqueiros”, porque no podían entrar). En cuanto a mi apellido paterno, Montero, es nombre de oficio y, por tanto, quizá de converso, de modo que, aunque sé que el linaje judío oficial es por vía materna, siempre acaricié con orgullo el mito íntimo de ser descendiente de dos pueblos perseguidos. En fin, quiero decir que me siento muy cerca de ellos.

Cuando Netanyahu anunció la brutal represalia, hablé en un artículo del temor a que, sin freno, pudiera acabar en genocidio. Se me echaron encima varios lectores: “¿Genocidio? ¡Pero si se está diciendo a la población que salga de Gaza!”. Cierto; por entonces se parecía más a la expulsión de los Reyes Católicos, sólo que en condiciones más duras (en menos tiempo y en medio de un conflicto bélico). Para peor, después Israel ha bombardeado los campamentos de refugiados, matando a quienes obedecieron y se fueron. Pero sí, genocidio es borrar un grupo étnico de la faz del planeta. Reconozco que no está bien empleada la palabra, porque aquí lo que se quiere borrar es un país, Palestina. Mejor decir masacre, o limpieza étnica dentro de las fronteras de un territorio (como la de los Reyes Católicos), o tal vez, si las cosas siguen así, exterminio de un determinado grupo poblacional. Entiendo muy bien el horror que la cruelísima salvajada de Hamás provocó en la gente, y la situación de constante peligro en la que viven los israelíes, rodeados de pueblos que quieren matarlos. Pero esta catástrofe humanitaria es inadmisible e insoportable.

Me temo que el proyecto del Estado de Israel fue una locura desde el principio; imagina que ahora cedieran a los árabes un par de provincias andaluzas (creo que nos sentaría bastante mal). Pero, claro, tras la indecible monstruosidad del Holocausto, la comunidad internacional se sentía culpable, y con razón, por su antisemitismo. Es una tragedia irresoluble. Acabo de ver en el Teatro Real la magnífica ópera La pasajera, de Weinberg, basada en un libro escrito por una antigua presa de Auschwitz. Durante la función, mientras se me caían las lágrimas recordando el infierno de los campos de exterminio, pensé que en ese dolor también están representados los gazatíes, y las afganas, y todas las víctimas de la brutalidad del mundo. Esa es la cuestión: el ser humano es uno, no es judío o palestino, y ceder a la tentación de la violencia y el odio nos achica y envilece. Yo a mi amigo le diría que no se fuera de España, porque eso sería replegarse intelectual e identitariamente a algo más manchado y más pequeño. Y también le rogaría que siguiera peleándose contra los prejuicios, pero teniendo claro que no toda crítica al horror de Gaza es antisemita.

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