Corrupción política
Toda esa gente convertida en carne, en mera carne chapada entre el hormigón sin ventanas y el acero… Carne sin espíritu, sin hálito, sin subjetividad, una simple acumulación de músculos y vísceras, de cabezas idénticas y de extremidades idénticas y de miradas idénticas. Se imagina uno a sí mismo formando parte de ese cuadro opaco, de toda esa carne acumulada y se pregunta por qué.
Sabemos por qué, pues al proporcionarnos, junto a estas imágenes devastadoras, las estadísticas que hablan del descenso de crímenes en El Salvador, el cerebro establece una ecuación sencilla: la seguridad equivale a la vulneración crónica de los derechos humanos.
Estas cárceles han sido objeto de reportajes en todos los periódicos que uno frecuenta. Al Gobierno de aquel país no solo no le da vergüenza mostrar su sistema penitenciario, sino que se muestra orgulloso de él, por eso lo propone como modelo para el resto del mundo. El lector ingenuo (yo mismo) los lee, lee estos reportajes, contempla luego las fotos que los ilustran, y es con frecuencia víctima de una disonancia cognitiva, pues le duele, por un lado, la indecencia que supone despersonalizar de este modo a los reclusos, pero se congratula, por otro, de que los ciudadanos puedan circular sin miedo por las calles. Ahora bien, ¿no hay maneras de compatibilizar la seguridad ciudadana con la ética? Claro que las hay, y claro que estamos obligados a buscarlas y a ponerlas en práctica. Pero esto no va con los dictadores, de ahí que Bukele haya emprendido esta campaña mundial de propaganda acerca de las bondades de la corrupción política.
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