Pura pena
Una de las cosas más raras de este mundo es que no hayamos aprendido a matar después de haber matado tanto. Se demostró hace poco en Alabama (EE UU) con Kenneth Eugene Smith, que llevaba más de 30 años en el pasillo de la muerte. Si no soportamos 10 minutos de espera en la cola del supermercado, imagínense 30 años en la de la parca. Imaginariamente hablando, debió de morir dos o tres millones de veces, pobre. Pero las autoridades se habían propuesto matarlo también de manera real y allá que fueron.
El problema es que no conseguían acertar. En 2022, el verdugo (un incapaz, un torpe) le dejó el brazo hecho un colador sin dar con la vena adecuada y lo tuvieron que enviar de vuelta a la cola mientras discurrían nuevas formas de cargárselo.
—¡Pero por Dios —daban ganas de gritar a los verdugos—, sédenlo ustedes con propofol, como si fueran a hacerle una intervención sin importancia (pongamos una gastroscopia), y, ya una vez dormido, mátenlo con sus propias manos, rájenle el cuello! ¡Disfruten, coño!
No se les ocurrió, de modo que decidieron ensayar nuevos métodos, como si les faltara (o nos faltara) práctica en esto de acabar con la gente. Así que lo inmovilizaron sin piedad en la camilla de la imagen, situada en el lugar más frío del mundo que quepa imaginar, y le provocaron la asfixia con nitrógeno. Estuvo retorciéndose unos 15 minutos. “Los amo a todos”, dijo antes de que le colocaran la mascarilla. Quizá trató de ser irónico o quizá no. Hay días en los que uno se levanta odiando a la humanidad y en los que se acuesta amándola de puta pura pena que le da.
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