Palestina-Israel: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
El 7 de octubre un brutal ataque de Hamás causó la muerte de 1.400 israelíes. La represalia no se hizo esperar y miles de palestinos han muerto desde entonces en la Franja de Gaza. Pero esta tragedia solo puede entenderse desde el contexto de un conflicto cuyo origen se remonta al siglo XIX
El pasado 24 de octubre, 18 días después de iniciada la guerra, en el marco de una reunión del Consejo de Seguridad en Nueva York, el secretario general de la ONU, António Guterres, realizó una declaración que removió el suelo de la diplomacia. Dijo que el ataque sorpresa de Hamás del 7 de octubre —que causó 1.400 muertes israelíes— no salió de la nada, sino que se produjo en un contexto de sufrimiento del pueblo palestino, en referencia a la violencia que padece la población palestina de Cisjordania y la Franja de Gaza desde la guerra de los Seis Días, en 1967. Aunque condenó con duros términos la carnicería del Movimiento de Resistencia Islámico (nombre completo de Hamás) contra la población israelí —”los agravios del pueblo palestino no pueden justificar los horribles ataques de Hamás”, dijo—, se refirió también a los 56 años de ocupación. “Han visto su tierra fuertemente devorada por asentamientos y con una plaga de violencia”, dijo usando unas palabras con las que también se refirió explícitamente al estrangulamiento de la economía palestina, al desplazamiento de personas y a la demolición de casas. Esta alocución resonó dolorosamente en Israel y en otras partes del mundo, donde muchos medios evitan dar un contexto a la situación en Palestina y referirse a la ocupación. El ministro de Exteriores de Israel, Eli Cohen, que se encontraba en la sala, descalificó a Guterres: “¿Pero en qué mundo vive usted? Desde luego ese no es nuestro mundo”. Y a continuación, el embajador israelí ante la ONU, Gilad Erdan, exigió la dimisión del secretario general. Guterres se atrevió a hablar del elefante en la habitación, algo que los mandatarios israelíes no están acostumbrados a escuchar de los líderes occidentales, léase el presidente francés, el canciller alemán y el primer ministro británico, entre otros.
Pero, ciertamente, el discurso de Guterres se enmarca en una realidad que está ahí desde hace décadas, visible, pero que el Estado israelí no reconoce. El contexto para entender cómo hemos llegado hasta aquí arranca a finales del siglo XIX, cuando Palestina formaba parte del Imperio Otomano y las ideas románticas circulaban con profusión por toda Europa. Con el trasfondo nacionalista del Romanticismo, se estima que unos 25.000 judíos, en su mayor parte europeos de Rusia y Rumania, emigraron a Palestina en la llamada primera aliyah (la inmigración judía a la Tierra de Israel), desde 1881 a 1903. En Palestina, todavía bajo el Imperio Otomano, ya vivía una pequeña comunidad de judíos que no eran sionistas, es decir, no buscaban hacerse con el control de la zona y establecer una patria exclusiva o mayoritariamente judía, sino que convivían con musulmanes y cristianos desde tiempo inmemorial.
El movimiento sionista pretendía la creación de un Estado judío en la región de Palestina. Fue muy activo en aquellos años. Su personaje central, el activista austrohúngaro Theodor Herzl, se empleó a través del periodismo. Herzl no fue el primer ideólogo del sionismo, aunque se le mencione en la declaración de independencia de Israel de 1948; hubo otros pensadores antes que él. En sus primeros años de vida, fue lo que se llamaba un judío asimilado y no religioso, es decir, un judío que se hallaba en proceso de integración cultural a su entorno europeo cristiano. Pero entonces llegó el caso Dreyfus, que sacudió sus planteamientos, y si antes había predicado la conversión masiva de los judíos al cristianismo, a partir de ese momento se convirtió en un defensor a ultranza de una patria judía ideal, que luego se identificó con Palestina.
Theodor Herzl (1860-1904)
El caso Alfred Dreyfus estalló en Francia a partir de 1894 y tuvo importantes repercusiones para los judíos. El capitán francés Dreyfus, judío, fue acusado injustamente de espiar a favor de Alemania, y fue víctima de un proceso judicial antisemita. Al revés de los sionistas, Herzl no había prestado hasta ese momento gran atención a la cuestión judía, pero a partir de entonces se volcó en ella. Cubrió informativamente el caso Dreyfus para un importante diario vienés y se convirtió en un apasionado sionista. En su libro El Estado judío, publicado en 1896, propuso la creación de un Estado independiente en el que vivirían todos los judíos del mundo. Este Estado tendría numerosas virtudes, como la de acabar con el antisemitismo que se manifestaba en toda Europa. Al principio, la idea no fue bien acogida por los judíos más influyentes, que mayoritariamente pensaban que la solución a lo que se llamaba “la cuestión judía” consistía en la asimilación a su entorno, pero poco a poco la idea empezó a calar con fuerza entre las comunidades judías de Europa.
El goteo de migrantes a Palestina continuó casi sin interrupción hasta llegar a otro jalón del movimiento sionista, quizás el más decisivo, que fue la Declaración Balfour, una carta que lord Arthur Balfour, ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, escribió a lord Lionel Walter Rothschild, líder de la comunidad judía británica, en 1917, en plena Primera Guerra Mundial. Este documento era el resultado de un esfuerzo prolongado de los líderes sionistas. El diplomático y miembro de la comunidad judía lord Herbert Samuel había impulsado el contenido de esa declaración desde el inicio de la Gran Guerra, cuando previó la caída del Imperio Otomano. Pensó que su derrota facilitaría la creación de unas condiciones básicas aptas para que el Reino Unido tomara posición del lado de los sionistas y en detrimento de los árabes-palestinos que habitaban Palestina, bajo mandato británico. La declaración hacía referencia por primera vez a la creación de un “hogar nacional” judío, una expresión que carecía de precedentes en el lenguaje diplomático, pero que fue cuidadosamente escogida por los británicos y los sionistas para abrir el camino a la creación, tan pronto como fuera posible, de un Estado judío en medio de una zona históricamente habitada por árabes, en su inmensa mayoría de confesión musulmana suní. Paradójicamente, un comunicado del Gobierno británico del año 2017, cuando se cumplía el centenario de la Declaración Balfour, reconocía que aquel documento debería haber salvaguardado los derechos políticos de la población no judía, es decir de los árabes-palestinos, cosa que no hizo.
Arthur Balfour (1848-1930)
La reacción de la población no judía —musulmana y cristiana—, que comprendía casi el 90% de los habitantes de Palestina, fue de rechazo. Mucho más tarde, el filósofo estadounidense-palestino cristiano Edward Said diría que esta declaración la adoptó una potencia occidental sobre un territorio no occidental y que no atendía al deseo de la vasta mayoría de su población. Naturalmente, para todo el mundo estaba claro que un proyecto de estas características solo podría ejecutarse mediante la fuerza de las armas. Un comunicado firmado poco después por un centenar de notables de todas las confesiones locales no judías decía que históricamente los árabes musulmanes y cristianos habían simpatizado con la causa de los judíos, que habían sido perseguidos en casi todas partes donde habían vivido, pero no podían aceptar que a partir de entonces los judíos les gobernasen.
Conforme los acontecimientos se desarrollaban, y viendo que las comunidades locales no podían frenar el movimiento sionista debido a su asociación con las grandes potencias, surgió la violencia, que en distintas épocas y lugares fue más o menos cruda. Un personaje notorio en este aspecto fue Izz al Din al Qassam, muerto en 1935, cuya memoria ha perdurado en el nombre de las milicias de Hamás. El predicador Al Qassam era un sirio que estudió en la prestigiosa Universidad cairota de Al Azhar, pero que adquirió su leyenda combatiendo a las potencias europeas que ocupaban Oriente Próximo desde la caída del Imperio Otomano al finalizar la Primera Guerra Mundial. Primero luchó contra los franceses en Siria y, cuando fue derrotado, emigró a Palestina para combatir a los británicos y a los judíos, muriendo en 1935 a manos de los británicos.
Izz al Din al Qassam (1892-1935)
En mayo de 1948, un día antes de la expiración del Mandato Británico, David Ben Gurion, en su calidad de máximo dirigente de la Agencia Judía, declaró el establecimiento de un estado judío que adoptó el nombre de Israel. La declaración de Ben Gurion no reconocía ninguna frontera a ese estado fuera de una vaga referencia a Eretz Yisrael, un concepto que desde entonces se suele traducir como Gran Israel. El hecho de que Ben Gurion no delimitara las fronteras refleja el deseo de los líderes sionistas de incorporar al estado la mayor parte posible de tierras de la Palestina histórica; las Naciones Unidas habían proyectado poco antes la existencia de dos Estados, uno judío y otro árabe, con una zona internacional que incluía Jerusalén, al primero de los cuales se otorgaba algo más de la mitad del territorio. Los países árabes, que no aceptaban el reparto propuesto por la ONU, enviaron tropas al recién creado Estado de Israel para combatir a la Haganah, las milicias judías. Pero esos contingentes, pequeños y poco disciplinados, fueron derrotados rápidamente por la eficiente Haganah, que logró ocupar numerosos territorios que el plan de partición de las Naciones Unidas había asignado a un futuro estado árabe dentro de la Palestina histórica.
De ese modo, el establecimiento del Estado judío, apenas unos años después del final de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto, se produjo en medio de un conflicto armado árabe-israelí durante el cual los judíos expulsaron a los árabes de más de 750 ciudades, pueblos y aldeas de Palestina. Así, el reparto territorial propuesto por la ONU se convirtió muy pronto en papel mojado; los judíos, mejor armados, más organizados y más eficaces, ocuparon la mayor parte del territorio, dejando fuera de su Estado solo Cisjordania y la Franja de Gaza, es decir, el 22% del territorio histórico de Palestina. Cientos de miles de palestinos (se estima que al menos 750.000) se vieron obligados a abandonar sus hogares y huir como refugiados a Cisjordania, Gaza o los países limítrofes, sin que nunca se les permitiera regresar. Hoy se estima que hay alrededor de siete millones de palestinos refugiados, contando los descendientes de los que fueron expulsados en 1948, de los que Israel no quiere oír hablar. Cuando el secretario general de la ONU, António Guterres, dijo que había que tener en cuenta que el ataque del 7 de octubre no había salido de la nada, probablemente se refería a este contexto.
En la guerra de 1967, conocida como la guerra de los Seis Días, Israel asestó una derrota a sus enemigos: una coalición formada por Egipto, Siria, Jordania e Irak. Ocupó en horas Cisjordania, Gaza, el Sinaí egipcio y el Golán sirio. El célebre científico y filósofo Yeshayahu Leibowitz, conciencia ética, religiosa y política de Israel, describió la gobernanza de los territorios palestinos como una administración militar que calificó de “judeo-nazi” y “deshumanizada”, y, siendo él mismo un judío ortodoxo, criticó al sionismo al considerar que para la derecha, y también para cierta parte de la izquierda, Israel había renunciado a los valores humanistas del judaísmo de la diáspora, supeditando sus nuevos valores a la idea del Estado de Israel.
Poco a poco el Estado fue desplazando a los territorios ocupados a cientos de miles de colonos judíos que en su mayor parte eran radicales o muy radicales, incentivándolos con ventajas fiscales y económicas para que se asentaran en las colonias. Estas constituyen hoy un entramado complejo donde los israelíes viven dentro de las ciudades y los pueblos palestinos sin ninguna relación de confianza con ellos. Es muy difícil que esta situación se revierta, máxime si tenemos en cuenta que la Autoridad Palestina del presidente Mahmud Abás, sita en la ciudad de Ramala, 20 kilómetros al norte de Jerusalén, es, para muchos palestinos, una extensión del Gobierno israelí que se dedica a perseguir a cualquier palestino disidente y dispuesto a participar en la resistencia.
La siguiente guerra, la de Yom Kipur, la lanzaron en 1973 Egipto y Siria al unísono. Tras unos días de sorpresa, el Ejército israelí se recuperó y retomó los territorios que los árabes habían liberado inicialmente. En los 20 días que duró este conflicto murieron 2.656 militares, es decir, casi el doble de los israelíes que murieron en el ataque de Hamás del pasado 7 de octubre, que fueron alrededor de 1.400 en un solo día, incluidos más de 300 soldados, según datos oficiales. Pero una vez asumidas las pérdidas, la guerra de 1973 no rectificó las políticas del Gobierno, que siguió enviando colonos a Cisjordania, Gaza, el Golán y el Sinaí. Apenas unos años después llegó la sorpresa del acuerdo de paz que firmaron el presidente egipcio Anwar al Sadat y el primer ministro israelí Menahem Begin. Egipto recuperó el Sinaí e Israel se garantizó que no iba a repetirse la guerra de 1973. Las relaciones entre los dos países se normalizaron, si bien se han desarrollado en una especie de paz fría y distante hasta el día de hoy, una paz que no acepta una gran parte de la población egipcia.
La ocupación se fue intensificando más y en 1987 estalló la primera Intifada, nombre con el que se conocen las sucesivas revueltas palestinas a lo largo del tiempo. Esta primera se prolongó durante varios años. Los territorios palestinos se convirtieron en un hervidero de protestas con un consiguiente número de muertos. Un hecho que marcaría las décadas futuras fue la fundación en Gaza de Hamás, acrónimo de Movimiento de Resistencia Islámico, una organización que inicialmente satisfizo a Israel. En esos primeros años, las autoridades israelíes trabaron contactos informales con los líderes de Hamás, pensando que los islamistas estarían despolitizados y no participarían en la resistencia armada. Simón Peres fue uno de los políticos que más impulsaron a Hamás con el fin de desacreditar a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasir Arafat en los ambientes occidentales. Sin embargo, Hamás pronto participó en la lucha armada con mucha mayor determinación que la OLP.
Yasir Arafat (1929-2004)
Fue sin duda la resistencia en el marco de la primera Intifada lo que condujo a la celebración de la Conferencia de Madrid de 1991 y a los subsiguientes acuerdos de Oslo en 1993. El primer ministro israelí de entonces, Isaac Shamir, aceptó las negociaciones con los palestinos y con los países árabes con la intención de acceder a los 10.000 millones de dólares que los estadounidenses le prometieron para integrar en Israel a cientos de miles de inmigrantes judíos que procedían de la Unión Soviética. En unos pocos años se tuvo la impresión de que la paz estaba al alcance de la mano, pero no fue más que un espejismo que duró hasta el asesinato del primer ministro Isaac Rabin el 4 de noviembre de 1995. Fue una fuerte sacudida para el conjunto del país. El magnicida, Yigal Amir, era un joven estudiante religioso judío de extrema derecha que, según las investigaciones, actuó en solitario.
No está claro si el fallecido Rabin habría conducido el país hacia la paz con los palestinos y los sirios, aunque entonces la impresión era esa; como tampoco está claro hasta dónde habría llegado el primer ministro Ariel Sharon, que en 2005 sacó al Ejército y los colonos de la Franja de Gaza. Esa salida de los colonos de Gaza fue un trauma para gran parte de la sociedad israelí, aunque era evidente que esa presencia era un lastre que sistemáticamente se cobraba la vida de colonos y de soldados. Las milicias, especialmente las Brigadas Izz al Din al Qassam, el brazo armado de Hamás, realizaban a diario osados ataques contra el Ejército y los colonos, y este fue probablemente el motivo que llevó a Sharon a desengancharse de la Franja. Sharon murió tras sufrir una crisis cerebral y es imposible saber si habría continuado con la desconexión de Cisjordania.
Benjamín Netanyahu ha gobernado Israel durante buena parte del siglo XXI. Con respecto a los palestinos, su política ha consistido en incrementar la colonización de Cisjordania y mantener a los palestinos a raya en Gaza con un férreo bloqueo. El presidente de la Autoridad Nacional Palestina, con base en Cisjordania, Mahmud Abás, es visto por muchos como un colaborador de Netanyahu que hace el trabajo sucio de limpiar los territorios ocupados de cualquier vestigio de resistencia. Pero después del reciente ataque de Hamás, Netanyahu se tambalea en la cuerda floja.
Una de las vías para acabar con un conflicto que dura ya décadas pasa por la que se conoce como la Solución de dos Estados, de la que, entre otros países, España es un firme defensor. Sin embargo, de los 193 Estados miembros de las Naciones Unidas, solo 139 han reconocido al Estado de Palestina. Ni Estados Unidos ni los principales países europeos están entre ellos. Quizás sea interesante recordar que otros momentos de crisis han desembocado en acuerdos. Los israelíes fueron a la Conferencia de Madrid y firmaron los de Oslo bajo la presión de la primera Intifada. Se retiraron de la Franja de Gaza presionados por la segunda Intifada. Y abandonaron el sur de Líbano en el año 2000 para poner fin al goteo constante de soldados muertos a manos de la milicia chií libanesa Hezbolá. Quizá la gran tragedia que estamos viviendo desde el 7 de octubre haga reflexionar finalmente a unos líderes y a una comunidad internacional que en lo que llevamos de siglo no han querido mover ficha.
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