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Maneras de vivir
Columna
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La luz del mundo

La heroicidad fría, persistente, racional. Esa es la que me maravilla, la que me deja sin palabras. A la que sé que no llego

Lisa Fittko en París, en 1989.
Lisa Fittko en París, en 1989.Ulf Andersen (Getty Images) (Getty Images)
Rosa Montero

Viendo la miniserie de Netflix Tras­atlántico he conocido la existencia de un puñado de personas magníficas sobre las que quizá había leído antes algo, pero sin prestar atención. Uno es el periodista norteamericano Varian Fry (1907-1967), que dirigió en Marsella el Comité de Rescate de Emergencia (una organización de socorro) durante los tremendos años 1940 y 1941, cuando parecía que Hitler iba a comerse el mundo y ya se había tragado casi toda Francia. Fry consiguió salvar a unas 2.000 personas de los nazis, entre ellas gente como Chagall o Hannah Arendt. Le ayudó Mary Jayne Gold (1909-1997), rica heredera estadounidense y mujer intrépida: llegó a Europa pilotando su propio aeroplano e invirtió generosamente su fortuna en los rescates. Ambos, Fry y Gold, corrieron riesgos, fueron hostigados por la policía y terminaron siendo expulsados de Francia en 1941. Supongo que todos nos hemos preguntado alguna vez de qué materia estamos hechos, cuál es el temple de nuestro carácter; si, enfrentados a una situación moralmente extrema, seríamos capaces de actuar conforme a nuestros principios, aunque para eso se necesitara mantener una conducta heroica. Fry y Gold son maravillosos, admirables y valientes. Sé que es muy difícil estar a su altura, pero quizá, quizá, tragando muchas angustias y en la mejor versión de mí misma, en fin, quizá hubiera sido capaz de trabajar con ellos. A fin de cuentas, eran ciudadanos norteamericanos, tenían sus papeles en regla, disponían de dinero y de un mundo al que volver.

Pero lo que sí sé al cien por cien es que jamás hubiera podido hacer lo que hicieron otros. Proezas que exigen un coraje tan extremo que para mí están tan lejos de mi alcance como las piruetas circenses de un trapecista. Como la labor que desarrolló la húngara Lisa Fittko (1909-2005), que también aparece en Trasatlántico y que durante siete meses condujo a pie, a través de los Pirineos y hasta España, a múltiples grupos de los rescatados de Fry. Ella fue quien guio a Walter Benjamin hasta Portbou (aunque, por desgracia, el filósofo se suicidara ante la amenaza de ser devuelto a Francia). Yo, que amo la montaña, intuyo lo que es hacer una marcha aniquilante, de noche, con gente hambrienta, mal calzada y fuera de forma, con la constante amenaza de ser descubiertos y detenidos, o tal vez tiroteados. Y con el agravante de que Lisa era judía y carecía de papeles. Pues bien, tras lograr la proeza, tras pasar la frontera, tras alcanzar España y ponerse a salvo, Lisa regresaba de nuevo por el mismo camino, al infierno, al peligro, tal vez a la tortura y la muerte con la Gestapo, para seguir haciendo una y otra vez ese mismo viaje con otras personas. Para actuar así hace falta un temple que sé que no tengo. Son ángeles, son titanes, son personas que me parecen sobrehumanas, como la extraordinaria polaca Irena Sendler, de quien escribí hace tiempo, una enfermera católica que consiguió sacar del gueto de Varsovia y salvar del Holocausto, con gravísimo riesgo de su vida, a 2.500 niños. Al cabo fue detenida, torturada brutalmente (y aguantó el suplicio sin delatar a sus colaboradores ni decir dónde se escondían los niños) y condenada a muerte, pero consiguió escapar. He aquí otra biografía para mí inalcanzable. Esta sí que es una superheroína, y no las de Marvel.

Hay esencialmente dos tipos de heroicidad: la explosiva, que consiste, por ejemplo, en arrojarse a un río tumultuoso para salvar a alguien. Son actos que se hacen sin pensar, respuestas automáticas, y creo que en verdad nadie sabe cómo va a reaccionar en un momento así. Pero luego está la heroicidad fría, persistente, racional. Esa es la que me maravilla, la que me deja sin palabras. A la que sé que no llego. La heroicidad de Malala, cuando seguía yendo a clase bajo los talibanes. La de las iraníes que salen día tras día a la calle sin velo. Hoy conocemos las proezas de Lisa, de Irena, de Malala, porque sobrevivieron. Pero creo que muchos de estos héroes absolutos, quizá la mayoría, murieron y fueron olvidados. Quiero dar las gracias a esos ángeles prodigiosos, a los anónimos paladines del Bien que, con su coraje y su sacrificio colosal, han conseguido que la luz del mundo siga encendida a través de los siglos. Con su alentador ejemplo me despido. Buen verano y hasta septiembre, amigos.

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