La batucada en las protestas: ¿refuerza o diluye el mensaje?
Diversos expertos debaten acerca de la supuesta vocación del popular son de origen brasileño como instrumento político y reivindicativo.
Seguro que la han escuchado en alguna ocasión. La batucada genuina es un canto de llamada y respuesta acompañado de estruendo percusivo. Polirritmia afrobrasileña perpetrada por un ejército de tambores, timbales y repiques acompañados de algún instrumento de viento monocorde, como el silbato. El musicólogo español Miguel Jerez rastrea sus orígenes en el Brasil colonial, en la terca pervivencia a lo largo de los siglos de ritos yoruba como el batuque, un panteísmo musical, primo cercano del candomblé, que buscaba impregnarlo todo de sonido para alcanzar un estridente éxtasis y entrar en contacto con los espíritus primordiales.
Jerez sitúa el nacimiento de la batucada contemporánea, la reivindicativa e identitaria, en las protestas sociales que se produjeron en la comunidad negra de Salvador de Bahía en la década de 1970. De aquellas movilizaciones de afrodescendientes galvanizados “por el Black Power estadounidense, por la idea de que lo negro es bello”, nacieron agrupaciones (blocos) como Ilé Alyê, que convirtieron “los tambores en armas” y las fiestas populares en “una oportunidad de ocupar el espacio urbano para transformarlo en escenario de resistencia y lucha”. Jerez añade que la revolución lúdica, sintetizada en la frase “divertirse es vencer”, está en la esencia de la batucada.
Fredy Alejandro Esquive, integrante del bloco colombiano Aainjaa, profundiza en la idea de que los tambores son heraldos de una revolución no violenta: “Cuando retumban los surdos, el cuerpo se estremece de alegría, de satisfacción, de amor”, y en esa euforia compartida está el germen de las subversiones comunitarias. Aainjaa es uno de tantos colectivos batuqueros que viajan por el planeta solidarizándose con todo tipo de movilizaciones sociales, de protestas estudiantiles a manifestaciones altermundistas, contra el racismo y la exclusión o a favor de la equidad y la diversidad sexual. Acudieron por vez primera a España en 2019, invitados por el colectivo tinerfeño Bloko del Valle. Por entonces, la popularidad del axé, funk brasileño, pariente cercano de la batucada, y de colectivos como Timbalada habían convertido ya el antiguo artefacto cultural de origen yoruba en un formidable producto de exportación alternativa, sustituto creciente de las caceroladas espontáneas en las protestas de Argentina, Chile o España.
Entrado 2023, la percusión afrobrasileña es ya un ingrediente esencial de la mayoría de los guisos reivindicativos que se cocinan en el orbe latino. Incluso ha sido huésped de excepción en las últimas cumbres del clima, en Glasgow y Sharm el-Sheikh (Egipto). Con el repunte de su popularidad ha llegado también una cierta polémica. Ya en Chile, durante el estallido social de 2018 y 2019, algunos activistas verbalizaron su rechazo hacia la batucada como símbolo de una forma tan lúdica de concebir la protesta que acababa resultando inane. Sobre todo, a medida que las movilizaciones se iban enconando y eran reprimidas con una contundencia creciente. Este malestar se tradujo en consignas como “Esto no es una fiesta” o “Aquí no hay nada que celebrar”.
En España, la controversia ha adquirido un marcado tono generacional. Los activistas más veteranos reprochan a los más jóvenes su seguidismo acrítico y su falta de verdadero fervor revolucionario. Algunos de estos últimos se defienden con argumentos que recuerdan a los que esgrimía Joe Strummer a finales de los setenta: la revolución ni siquiera vale la pena si no se puede hacer bailando. Rosa Lázaro, profesora de Antropología y Feminismo en la Universitat de Barcelona, destaca que “cualquier artefacto cultural, una vez ha pasado por un proceso de resignificación que lo aleja de su sentido original y lo desconecta de sus raíces, puede acabar siendo fuente de malentendidos y polémicas”. En su opinión, eso es lo que está ocurriendo con la batucada “como instrumento de movilización política”. Para Lázaro, “había una indiscutible coherencia en que una manifestación ritual de la cultura afrobrasileña, una música y un baile utilizado como vehículo comunitario para restituir la dignidad a los esclavos y a sus descendientes, se usase en protestas antirracistas o similares”. En cuanto el artefacto se exporta y se recontextualiza, “existe el riesgo de que se convierta en un significante vacío”. Lázaro añade que resulta lógico que una parte de los activistas lo perciban como “un instrumento no legítimo, que banaliza y degrada la protesta”.
En última instancia, la académica concluye que “habría que preguntar a unos y a otros para entender de verdad esta controversia: qué buscan en la batucada los que recurren a ella, qué motiva el rechazo de los que creen que no debería utilizarse”. Lázaro asume, pese a todo, “que cuanto más juvenil, más espontánea y menos institucional sea una movilización, más probable es que se utilice la batucada: la hemos visto en las movilizaciones por el aborto en América Latina o en actos feministas, de protesta contra la homofobia o de solidaridad con las personas inmigradas en España”. Siempre habrá, pese a todo, quien insista en que las movilizaciones no son fiestas. Y quien vea en la batucada la banda sonora ideal para una revolución incruenta.
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