La felicidad
Nada de medir constantemente tu vida con la de los demás. Nada de nostalgia. Y nada de rumiar 20.000 temores futuros
Ya se sabe que nuestra mayor ambición es ser felices, o al menos es así desde el siglo XVIII: antes se nos educaba en el convencimiento de que la Tierra era un valle de lágrimas. En los últimos tiempos, además, queremos ser felices ya, de manera inmediata y permanente y, a ser posible, sin esforzarnos mucho; por eso nos despepitamos por aprender las fórmulas mágicas que nos pueden conducir al paraíso. De ahí el éxito de los libros de autoayuda, supongo. Bueno, de ahí y de que cada vez estamos menos preparados para enfrentarnos a la frustración, al desasosiego y al dolor. Cada vez nos sentimos más impelidos a ser dichosos en sesión continua, lo cual es irreal y problemático.
Y, sin embargo, venimos muy bien dotados de nacimiento. Según la World Values Survey de 2008, una gigantesca encuesta con 118.000 personas de 96 países, la gente está bastante satisfecha: con una puntuación del 1 al 10, siendo el 1 completamente infeliz y el 10 completamente dichoso, menos del 5% eligió el 1, mientras que un asombroso 12% se adjudicó el 10. En total, más del 60% de las personas se dieron una nota de 6 o superior. Otra estadística que me dejó bisoja fue el barómetro del CIS de junio de 2015, que concluía que 8 de cada 10 españoles se declaraban felices o muy felices. La respuesta más abundante (también del 1 al 10) era el 8, y un 42% decían ser casi completamente dichosos. Eso, la tendencia a considerarte más feliz que infeliz, es una constante en todos los estudios y en todos los países siempre que no haya una situación de guerra. Somos bichos tenaces y esa alegría básica es una de las razones de nuestro depredador triunfo como especie.
Hace un par de semanas salió en EL PAÍS una estupenda entrevista de Aser Rada con el psiquiatra Robert Waldinger, cuarto director del mayor estudio sobre la felicidad que jamás se ha hecho, una investigación que comenzó en la Universidad de Harvard (EE UU) hace 85 años y que aún continúa, y cuya peculiaridad consiste en que se hace una evaluación de la vida de los sujetos a lo largo de toda su existencia. Waldinger diferencia entre la felicidad hedónica, ligada al placer inmediato, y la eudemónica, que tiene que ver con la sensación de que nuestra vida tiene sentido, y explica que todos buscamos ambas felicidades, en diversas proporciones dependiendo de las personas y del momento vital. También concluye algo que señalan todas las investigaciones y que a mí me parece evidente: la sensación de felicidad está ligada principalmente a la calidad de las relaciones personales. Ni el éxito social ni el dinero dan tanta dicha como los buenos amigos y los buenos amores. Y otra obviedad más: ser generoso ayuda a sentirte bien.
Escribo todo esto y pienso en la gente que me lee y se amarga diciendo: pues yo no me daría un 8, por qué los demás son felices y yo no, a qué viene toda esta monserga de la generosidad cuando mi rabia me consuela tanto. Y es verdad. Si te sientes frustrado, el odio, que uno siempre cree justificado, alivia mucho. Pero es una mejora engañosa. Es como cuando tienes una herida en la encía y la lengua insiste en rozarla; de entrada, parece consolador, pero en realidad estas empeorando la lesión. Sí, la generosidad ayuda. Al principio cuesta un poco más que la rabieta, pero después se notan los beneficios.
Con la edad una va aprendiendo que la felicidad se parece mucho a la falta de dolor. Es decir, basta con que no haya grandes sufrimientos para que la dicha florezca, porque la vida se regocija de vivir: como ya he dicho, tenemos esa suerte, traemos ese entusiasmo de fábrica. Pero creo que también podemos ayudarnos con una especie de gimnasia activa de la voluntad. Por ejemplo: nada de medir constantemente tu vida con la de los demás; solemos magnificar la felicidad de los otros cuando lo cierto es que no tenemos ni idea de lo que ellos sienten, es compararse con un espejismo, siempre saldrás perdiendo estúpidamente. Y nada de nostalgia. La nostalgia es un tormento inútil, y mirar hacia atrás impide ver y disfrutar el ahora. De igual modo, nada de rumiar 20.000 temores futuros, porque el futuro nunca es como lo imaginas, y obsesionarte con los hipotéticos males del mañana arruina lo único que existe, que es el presente. En fin, todas estas obviedades, tan fáciles de decir y difíciles de hacer, se resumen en ese potente verso de Raúl Zurita: Ni pena, ni miedo.
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