La verdad sobre el ‘caso Houellebecq’
Yo imagino a nuestro hombre diciéndole al imam: “Yo en realidad no creo todas esas sandeces. Tengo que ganarme el pan”
Cada vez que unas declaraciones del novelista Michel Houellebecq desatan una polémica en Francia me acuerdo de Todos dicen I love you, el musical de Woody Allen. En él, un padre neoyorquino discute sin parar con su hijo adolescente porque éste no para de soltar sandeces; no sé: que la pena de muerte está muy bien, que los inmigrantes no hacen más que robar, que lo que tienen que hacer es largarse a su casa y otras muestras avant la lettre de cuñadismo voxista. Un día el adolescente se desmaya y, tras horas de angustia, un médico tranquiliza al padre: su hijo está fuera de peligro, se encuentra muy bien, sólo han tenido que extirparle un coágulo en el cerebro que le impedía pensar con normalidad. “¿No le ha notado usted raro últimamente?”, pregunta el doctor. “¿No decía cosas absurdas?”. Una sonrisa de alivio infinito ilumina la cara del padre, y a partir de aquel momento su hijo vuelve a ser el de siempre: un chaval estupendo.
De la última polvareda levantada por Houellebecq informó en este diario Marc Bassets, quien recogía algunas de las declaraciones del escritor a la revista Front Populaire: que la pena de muerte está muy bien, que los musulmanes no hacen más que robar, que lo que tienen que hacer es largarse a su casa y cosas por el estilo. La reacción a estas palabras fue la de siempre: la izquierda protestó (no toda: sólo la que no piensa que Houellebecq “como mínimo rompe con el aburrido consenso socialdemócrata”), la derecha aplaudió por lo bajini y los radicales exsesentayochistas reconvertidos en reaccionarios radicales —se puede cambiar de ideas, pero no de temperamento— defendieron el derecho de Houellebecq a expresar su opinión, como si alguien se lo hubiera negado, y le dieron una palmadita en la espalda mientras le guiñaban un ojo. Nada nuevo, ya digo; ni siquiera es nuevo que personas valiosas —Houellebecq es un buen novelista— se dediquen a decir cretinadas de ese tipo. Por no salir de Francia: no hace mucho Annie Ernaux, último premio Nobel de Literatura, avalaba en este periódico la violencia de los llamados chalecos amarillos; y en 1973 la revista Actuel acogió estas palabras de Jean-Paul Sartre, sin duda el intelectual más influyente de su tiempo: “Un régimen revolucionario debe desembarazarse de un cierto número de individuos que lo amenazan, y yo no veo otro medio de hacerlo que la muerte. Siempre se puede salir de una prisión. Probablemente los revolucionarios de 1793 no mataron lo suficiente”. Pero, en el caso de la última ocurrencia de Houellebecq, las cosas tomaron un giro inesperado.
Al novelista no le encontraron un coágulo en el cerebro, pero el imam de la Gran Mezquita de París presentó una denuncia contra él por incitación al odio y, después de un encuentro entre ambos, Houellebecq dijo que donde dije digo, digo Diego, y el imam retiró la denuncia. Por supuesto, esta retractación en toda regla le valió a Houellebecq acusaciones de cobardía; me parecen injustas. Yo imagino a nuestro hombre diciéndole al imam: “Mire, señor imam, yo en realidad soy un tipo corriente, un chaval estupendo, yo no creo todas esas sandeces que voy soltando por ahí. Pero ¿cómo voy a creerlas, hombre de Dios? Lo que pasa es que soy novelista, tengo que ganarme el pan, hay un montón de gilipollas que me ríen las gracias, la gente no lee novelas a menos que la armes gorda y, como dijo el insigne torero Manuel Benítez, El Cordobés, ‘más cornás da el hambre”. Bueno, lo del Cordobés me lo he inventado, pero lo demás fue así. Fijo.
En fin. Todo esto no tiene ni pizca de gracia. Porque yo me pregunto cuántos jóvenes sacrificados en el matadero de las guerrillas latinoamericanas y el terrorismo europeo de los años sesenta y setenta leyeron las palabras de Sartre (u otras parecidas), cuántos de los 14 chalecos amarillos muertos se sintieron reconfortados o animados por las palabras de Ernaux, cuántos franceses avalados por las de Houellebecq. No queda más remedio que citar de nuevo a Albert Camus: “Toda idea falsa acaba con sangre, pero se trata siempre de la sangre de los demás. Esto explica que algunos de nuestros pensadores se sientan libres de decir cualquier cosa”.
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