La suerte tenía un precio
Más vale cantar que darnos con un canto en los dientes. Los pájaros y los ángeles vuelan porque saben tomarse a la ligera


No lo entiendo, dice tu hijo. Tras una afortunada carambola en el juego, esa extraña frase había brotado de tus labios: “Puedes darte con un canto en los dientes”. En un intento de explicar lo incomprensible, aclaras que ese canto no es una canción, sino una piedra. Sí, tu frase le anima a golpearse la dentadura con un pedazo de roca. Pero ¿por qué?, insiste el niño, como el sabueso que empieza a olfatear otra estrafalaria ocurrencia adulta. Y tú, empezando a perder pie, respondes que es una antigua costumbre, rara, muy rara. Algunas personas creían que, si tenías suerte, o si las cosas salían mejor de lo esperado, había que pagar un precio, sacrificar algo, provocarse dolor uno mismo. No lo entiendo, zanja él, mientras regresa entre risas y aleteos a su teatro de diversiones.
Quizás por algún temor ancestral, nos sentimos vulnerables ante la felicidad, da miedo incluso nombrarla. Tememos un brutal ajuste de cuentas: si todo nos sonríe, será porque una desgracia acecha a la vuelta de la esquina. A mayor suerte, mayor desastre. Ese presentimiento late en la historia griega del afortunado Polícrates, tirano de la isla de Samos. Cuando estaba en la cumbre de sus triunfos, recibió una carta del faraón advirtiéndole que acumular tanto éxito es peligroso. Te recomiendo que te deshagas de algún objeto que tenga mucho valor para ti: quizá al sufrir su pérdida podrás contrarrestar el exceso de tus victorias. Atemorizado, Polícrates zarpó en un barco, se alejó de la costa y temblando lanzó al mar su joya favorita: una sortija con una espléndida esmeralda labrada. Días después, un pescador capturó un pez para la mesa de palacio y, al abrirlo, los cocineros encontraron en sus tripas el mismo anillo arrojado a las olas. Cuando el faraón se enteró, supo que Polícrates tendría un final escalofriante. En efecto, poco tiempo después cayó en una trampa y murió crucificado por sus enemigos. Todavía hoy sigue vivo ese oscuro presagio, y tendemos a creer que nos cobrarán muy caro cada instante de felicidad. Como cantaba, por soleá, el jerezano Manuel Torre: “Estoy tan hecho a perder que cuando gano me enfado”.
No nos tratamos mucho mejor si, por el contrario, llueven los disgustos: ante errores y decepciones, nos asfixia el remordimiento o, peor aún, sentimos el impulso de castigarnos como penitencia, llegando incluso al extremo de las autolesiones. No en vano, la palabra “culpa” parece estar emparentada con colpus, en latín “golpe”. Terencio estrenó en la antigua Roma una obra teatral titulada Heautontimoroumenos, que significa “el que se atormenta a sí mismo”. Su protagonista educa con tal severidad y disciplina a su hijo que los rigores provocan la huida del joven. Tras meses sin saber de él, el padre vende su casa, sus propias ropas, sus muebles, todo, y se impone una vida sin placeres. Si era rígido con su hijo, ahora pasa a serlo consigo mismo. Este personaje doliente inspiraría a Baudelaire muchos siglos después un poema autobiográfico en Las flores del mal: “¡Yo soy la herida y el cuchillo, la bofetada y la mejilla! Soy el vampiro de mi sangre”. Pesimistas impenitentes, cuando nos cubre la noche oscura no esperamos el golpe de suerte, sino más bien el golpe de gracia.
Mantenemos una sorprendente relación con la prosperidad y la desdicha: casi la misma. Pensamos en expiar la felicidad o la angustia, como si una carga amenazadora acompañase cualquier giro de la fortuna. Entre sus propuestas para el nuevo milenio, el escritor Italo Calvino reivindicó la levedad: ante las espirales opresivas, proponía quitar peso, pena y gravedad. Afirmaba que, según la ciencia, la estructura del mundo material se apoya en entidades sutilísimas, como los mensajes del ADN, los impulsos de las neuronas, los quarks, los neutrinos errantes en el espacio desde el comienzo de los tiempos. Escribió: “Tomad la vida con levedad, que no es ser superficial, sino deslizarse sobre las cosas desde arriba, no tener piedras en el corazón, soltar los nudos que nos aprietan”. Más vale cantar que darnos con un canto en los dientes. Los pájaros y los ángeles vuelan porque saben tomarse a la ligera.
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