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El atlas de Pandora
Columna
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Fe de erratas

Hay una belleza veterana y aguerrida en el hecho de reconocer las sandeces propias sin drama, disimulo ni autoflagelación

Irene Vallejo
EPS
Irene Vallejo

Tu hijo, tal vez por esa sabiduría que enseñan las cicatrices, mantiene una relación amistosa con la torpeza y el error. Cálmate, no te preocupes, te dice cada vez que se confunde o falla. Te asombra su solidaridad con sus propios desaguisados. Durante tu adolescencia —lo recuerdas bien—, te aterrorizaba equivocarte y defraudar. Silenciabas tus preguntas temiendo que ya debieras saber la respuesta, detenías los pasos, asustada por un posible tropiezo, censurabas tu espontaneidad por miedo al desacierto.

Ese espanto ante el error viene de lejos. La antigua sociedad griega ­—y muchas otras aún— se asentaba sobre la idea del honor: había que vivir sin tacha ni defecto. Para Homero y la nobleza de su tiempo, perder la honra era la mayor desgracia humana. Demasiadas veces, un desliz involuntario precipitaba la condena. En general, los protagonistas de las tragedias clásicas no merecen su caída, y por eso el público siente inquietud por sí mismo y piedad por el personaje. En el siglo V antes de Cristo, Sófocles escribió una obra teatral sobre Áyax, un combatiente en la guerra de Troya conocido por su valentía, su fuerza y su sed de gloria. Tras la muerte de Aquiles, cree que le corresponde la recompensa de heredar sus armas, pero el astuto Odiseo consigue ese codiciado premio. Áyax, despechado, vuelca su ira contra unos rebaños de corderos que, en su delirio, confunde con los generales griegos que lo humillaron. La alucinación es pasajera y, cuando toma conciencia de lo sucedido, la vergüenza le quema. Creyendo que todos se burlan de él, utiliza la espada que arrebató al troyano Héctor para suicidarse.

En un largo poema río, la escritora y filóloga norteamericana Anne Carson se pregunta por el remordimiento y la ansiedad que envuelven nuestros fallos, y se rebela de la mano de la filosofía: “Mucha gente, incluyendo a Aristóteles, opina que el error es un suceso mental, interesante y valioso. No es solo que las cosas no son lo que parecen, y de ahí que nos confundamos; además, la equivocación es en sí valiosa”. Nuestras estupideces tienen el mérito de zarandear el entramado de inercias y tópicos que nos fabricamos para avanzar cómodos y monótonos por la vida. Hay una belleza veterana y aguerrida en el hecho de reconocer las sandeces propias sin drama, disimulo ni autoflagelación.

Nuestro Cervantes, acostumbrado a los reveses, dio un giro a la historia de Áyax en la primera parte del Quijote. En su locura, el caballero manchego también confunde un rebaño de carneros y ovejas con un fiero ejército —las huestes de Pentapolín del Arremangado Brazo—. Como el héroe griego, se lanza a la batalla. Al momento los pastores empiezan a lanzarle piedras para evitar la disparatada embestida contra su ganado. Una pedrada le hunde dos costillas, otra lo tira del caballo y le salta varias muelas. Cuando Sancho acude a atenderlo, le palpa las encías para contar los dientes perdidos. Entonces el hidalgo le vomita encima, y, en un ataque de repugnancia, su escudero hace otro tanto. La contienda deja a ambos malolientes y doloridos, pero don Quijote —a diferencia de Áyax— lo asume sin tremendismos y reacciona con entereza, diciendo: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”. Con sorna, el buen Sancho sentencia que su señor es mejor predicador que caballero andante.

Don Quijote, nacido como personaje ridículo, se eleva a lo largo del libro por encima del chiste que lo gestó para afirmar su propia dignidad tambaleante. Respetamos su empeño en convertir a cualquier precio su tediosa vida en una gran aventura y en obra de arte. La imaginación lo consuela de lo que no logra ser, el humor lo consuela de lo que es. A través de él, Cervantes reivindica esa risa que es humilde, pero no humillante. Como escribe Anne Carson, nos ayuda a aceptar la verdad verdadera, que en el caso de los humanos es la imperfección. Tu hijo, con sus cicatrices sabias, te ha enseñado que las equivocaciones son nuestro domicilio habitual: no hay que sentir terror al error.

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