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El atlas de Pandora
Columna
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Las familias perfectas y otras criaturas mitológicas

Educar —como crecer— significa tomar decisiones, equivocarse casi siempre, acertar a veces

Irene Vallejo
EPS
Irene Vallejo

Nunca miraste a los adultos como gigantes todopoderosos. Cuando eras pequeña, tu madre te preguntaba —­en momentos de preocupación y perplejidad— si lo estaba haciendo bien. Así descubriste que las personas mayores también dudan. Ante los niños, aparentan conocer todas las respuestas, pero en realidad les habitan enjambres de preguntas. Lo sabes bien porque el día que nació tu hijo aprendiste todos los miedos. A su salud, a su futuro, a tus errores. Este es el equipaje de todas las épocas. Jamás la paternidad fue un triunfal ejercicio de poder: como ahora, las voces del pasado hablan de ansiedad, vacilaciones y desaciertos.

En una de las parábolas bíblicas más conmovedoras, un joven reclama al padre su parte de la herencia. Quiere viajar, ver mundo. El padre cede, y el chico se lanza a malgastar el dinero a su gusto. Cuando ya ha derrochado todo, el hambre aprieta y el chico acaba cuidando cerdos. Entonces añora la finca paterna, donde hasta el último de los jornaleros está mejor alimentado que él. Decide volver a casa, pedir perdón y recibir un alud de “ya te lo dije”. El relato es bien conocido, aunque el giro final resulta totalmente anómalo en una fábula tradicional. De un patriarca a la antigua usanza esperaríamos una cara pétrea y una regañina mítica. Pero no. El anciano se alegra, lo abraza y prepara al hijo pródigo un banquete de bienvenida. No falta quien critica esa actitud blanda: el mismísimo hermano mayor, que nunca abandonó el hogar, protesta ante tanto festín y agasajo. Cuestionar las decisiones de los padres es un deporte muy antiguo.

Los viejos romanos convirtieron estas angustias familiares en material para sus comedias. Los personajes habituales son tipos severos y gruñones con un pasado juerguista y unos hijos desobedientes que se salen con la suya compinchados con un esclavo marrullero. El conflicto generacional viene condimentado con enredos, engaños, mentiras y desastres varios. Nuestros antepasados togados acudían al teatro a reírse y exorcizar juntos sus sentimientos de culpa, porque hasta en las mejores casas impera el desbarajuste. Terencio retrató en Los hermanos a Mición y Demeas, dos paterfamilias con estilos educativos opuestos. El primero opina que conviene confiar en los hijos, perdonar sus faltas y darles dinero para gastos, apelando a su responsabilidad. En cambio, el segundo defiende la disciplina y los castigos, porque la “inconveniente blandura y cobarde indulgencia” echa a perder a los jóvenes. Demeas afirma con convicción: “Tal como uno quiere que sea su hijo, así es”. Al final del vodevil se descubre que ambos retoños han desobedecido y desbarrado a escondidas. Empeñados en defender sus respectivos métodos, los hermanos han perdido el tiempo discurseando y sermoneándose. Sus hijos no son como habían planeado, pero asumen que es ley de vida y se reconcilian superando el chasco con estoicismo.

Hacen falta dosis de audacia para educar a una criatura de la imprevisible especie humana. Por eso, nuestros relatos familiares suelen reflejar la incomprensión mutua. En la película Big Fish, Tim Burton muestra a un padre parlanchín, seductor y fantasioso, a punto de morir. Por reacción a sus mil y un cuentos, su hijo se ha convertido en un adulto serio y pragmático que, harto de palabrería, ha dejado de hablarle. En la última visita al hospital, cuando el gran fabulador es solo un pobre diablo enfermo, el joven comprende que todos, quien más quien menos, necesitamos embellecer la vida contándonos la mejor versión de nosotros mismos. Padre e hijo, con sus caracteres opuestos, se reconcilian al compartir un relato, imaginando juntos uno de esos cuentos imposibles.

Educar —como crecer— significa tomar decisiones, equivocarse casi siempre, acertar a veces. Marco Aurelio, preocupado e insomne por los disgustos que le causaba su hijo Cómodo, escribió en sus Meditaciones un alegato contra estas culpas: “Instrúyele cariñosamente, pero, si no lo consigues, no le recrimines a él, ni siquiera a ti mismo”. Incluso el más sabio de los poderosos emperadores romanos sufrió este desasosiego: criar implica dudar, eso es lo único seguro.

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