La palabra contraseña
La elección y recuerdo de contraseñas ha pasado a ser una de las obsesiones y fracasos más habituales de estos tiempos
La palabra contraseña, vieja como un cuento de piratas, es una resurrección inesperada: triunfadora del tiempo digital, estandarte del secreto falso —que vuelve para reírse de nosotros.
¿Quién habría pronunciado o siquiera pensado alguna vez la palabra contraseña hace 30 años? Era un vocablo viejo y olvidado; podía sonar a conspiración militar, cambio de guardia, guarida de ladrones, espías impías, novelita mala: nada que, en principio, nos involucrara. Y ahora, en cambio, no paramos de pensar en contraseñas, perderlas, renovarlas, encontrarlas cuando ya no sirven, detestarlas.
La contraseña empezó como una operación casi compleja entre gente muy simple: un vigilante hacía una pregunta o una seña, el recién llegado le respondía la contra-seña convenida. ¿Cómo comemos las patatas? Bravas, a las bravas —decía, por ejemplo—, y el pobre hombre dejaba pasar al otro pobre hombre. Las contraseñas eran diálogos estúpidos —cuanto más estúpidos mejor, para que nadie un poco inteligente pudiera suponerlos— que abrían puertas que el miedo mantenía cerradas. Los franceses lo dijeron más directo: mot de passe —palabra de paso— y de ahí los ingleses sintetizaron password y los italianos y noruegos y daneses y alemanes y tantos otros se copiaron. Pero nosotros seguimos teniendo contraseñas.
(Que nos dan una imagen tan cercana, tan nuestra: esas cosas que luchan, que se enfrentan. Nuestra lengua está llena de ellas. Tenemos tanta contra: marcha, vía, dicción, indicación, tiempo, luz, golpe, orden, revolución, corriente, peso, punto, pie, ataque, producente, partida, vención, bajo, bando, tapa, tación, riedad y así de tontísimo seguido.)
Pero es cierto que vivimos en una sociedad contraseñada. Allí donde esos engendros no existían, ahora recontra existen: cada uno de nosotros tiene que imaginar y recordar cantidades ingentes de contraseñas para poder ocupar su lugar en el mundo.
Contraseñar se nos ha vuelto un arte y un oficio y una pesadilla, y por supuesto nos bombardean consignas: que no uses tu fecha de nacimiento o tus nombres o los de tus parientes o nada que cualquiera con un poco de astucia y/o paciencia pueda relacionar contigo. Por lo cual tienes que buscar combinaciones que no te identifiquen pero tú puedas identificar, so pena de quedarte fuera de tu vida. La elección y recuerdo de contraseñas ha pasado a ser una de las obsesiones y fracasos más habituales de estos tiempos, una fuente de preocupaciones insistentes para manejar esas “aplicaciones” que deberían despreocuparte.
Y todo, además, en nombre de un secreto que nunca lo es. Nos la pasamos agazapados, asustados de que otros puedan acceder a lo que es nuestro, y acceden todo el tiempo. Vivimos en la sociedad del falso secreto. Nos creemos que protegemos nuestros datos, nuestra “intimidad”, que en realidad les entregamos sin parar a los que más y mejor pueden usarlos: las grandes corporaciones que controlan los espacios digitales a los que entramos con esas contraseñas.
Ellas son los que ni siquiera necesitan violar nuestros secretos, supuestamente protegidos por letras y números: les damos acceso a todos ellos, les permitimos que los usen para vendernos lo que nunca precisamos, les entregamos nuestro tiempo y dinero a cambio de que nos permitan armarnos espacios de falsa intimidad —pero eso sí, tan custodiados.
Las contraseñas, supongo, son un mal pasajero —y tienen una sobrevida limitada. Dentro de algunos años sonarán tan antiguas como sonaban hace medio siglo, cuando hacían pensar en un cuartel de mercenarios de Felipe II. Ya llegan los reemplazos: primero fueron las contraseñas formuladas por otra aplicación. Son combinaciones imposibles, que nadie pretende recordar: para eso está el cerebro autista de la máquina. Es fácil desconfiarles: no es bueno entregarse así, depender tanto de que un programa funcione más o menos —y dejar todas esas llaves en alguna parte, listas para el que pueda sustraerlas.
Así que últimamente las máquinas más chuchis nos ofrecen que nuestras huellas digitales o la forma de nuestra cara —o incluso los latidos de nuestro corazón— cumplan esa función de segurata: que nos identifiquen. La contraseña, durante siglos, fue algo que hacíamos o decíamos; ahora somos, cada vez más, nosotros mismos.
Es otro avance de nuestra conversión en signos.
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