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Columna
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La palabra futuro

Nuestro futuro inmediato consistirá en inventarse un futuro deseable —y, después, pelear para tratar de conseguirlo | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

La palabra futuro empieza, curiosamente, con las mismas tres letras que la palabra fútbol. Y el fútbol es la razón por la cual esta tarde mil y pico de millones de personas harán lo mismo, exactamente lo mismo en los rincones más diversos del planeta. Parece un dato menor: será, desde que el ser humano empezó a ser humano, el momento en que más personas hagan lo mismo al mismo tiempo. Y lo que harán será, según se mire, banal o tonto o muy extraordinario: mirarán a 22 muchachos corriendo detrás de un cuero inflado.

En todos los rincones del planeta mirarán un partido de fútbol: la simultaneidad es el presente. Y quizá la característica más previsible del futuro cercano, el cambio que ya sabemos ver, sea esto que podemos llamar ubicuidad: el hecho de que cada persona ya no está en un solo sitio sino en varios al tiempo —que tampoco es uno. Esta tarde, sin ir más lejos, estaré en Madrid viendo un partido que se juega por la noche en Doha, comentándolo con mi hijo al mediodía en Buenos Aires, mi amigo Juan Villoro de mañanita en México y mis primos en París a mi hora misma, atento para entregar mi nota antes del cierre de este diario en varios horarios diferentes, y ya casi nos parece normal.

Yo creo —por creer algo que parezca coherente— que el mundo avanza hacia lo inmaterial. Y hacia la robotización de casi todo y el fin del trabajo como lo conocemos y las vidas de más de 100 años y el triunfo chino y sus incalculables consecuencias y el fin del capitalismo y tantas otras cosas. Porque esa es la ventaja del futuro: que podemos atribuirle lo que sea y alcanza con unas gotas de retórica y astucia para justificarlo más o menos. Total, ni usted ni yo vamos a verlo —y eso también es el futuro.

Pero él sigue aquí, tentándonos, amenazándonos. Hoy recuerdo, en un pasado tan lejano, el deslumbramiento que me provocó aquel Bassets profesor de latín que nos explicó de dónde venía la palabra futurum. Lo que importaba era el final, el urum: era la terminación del “participio de futuro activo” de todos los verbos. Amaturus, por ejemplo, era “el que va a amar”; morituri, “los que van a morir”; futurum, “lo que va a ser”. Solo que, como dijimos aquella vez, nadie sabe lo que va a ser. El futuro es siempre conjetura, conjura o travesura o chifladura, criatura sin cura de la literatura. El futuro, habría dicho el doctor Johnson, es el refugio de los canallas —y se habría equivocado. El futuro es el engaño que nos guía; el que consigue, a veces, que consigamos que no sea un engaño.

Está claro que el futuro no existe, pero existen deseos, intenciones, miedos: formas de imaginarlo. Y cada época se distingue por eso: los modos en que imagina su futuro. Ahora nos reímos mirando las viejas series de los cincuenta o sesenta y sus futuros supersónicos, robots y coches por los aires y sonrisas. Imagino que en los cincuenta o sesenta —del siglo XXI— otros se reirán mirando las series actuales donde el futuro es aridez, catástrofe, tragedia.

El futuro no existe en el futuro: existe —insiste—en el presente. La forma en que cada sociedad piensa su futuro la define día tras día. Y creo que se pueden distinguir, a lo largo de la historia, las sociedades que inventan un futuro deseable y lo desean, y las que no lo han inventado y entonces lo temen. La sociedad europea del siglo XVIII deseaba sacudirse reyes y cruces y peleaba para eso: tenía un futuro que deseaba. En el XX, muchas desearon más igualdad y lo intentaron. Salió mal y entonces estamos, por ahora, en una época que todavía no inventó su próximo futuro.

Por eso esta desolación. Si el futuro no es promesa es amenaza, y así lo vivimos: pensamos los tiempos por venir con mucho miedo. La amenaza ecológica, la amenaza demográfica, la amenaza política, la amenaza sanitaria y tantas otras pueblan ahora ese espacio que alguna vez inventamos para poner en algún lugar nuestros deseos, nuestras aspiraciones. Por eso creo que el futuro inmediato de nuestras sociedades consistirá en inventarse un futuro deseable —y, después, pelear para tratar de conseguirlo, en ese presente por venir que hoy llamamos futuro.

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