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Pamplinas
Columna
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La palabra cholula

Fan no tiene la carga que sí tiene cholulo, y no tiene la posibilidad de convertirse en una condición, el cholulismo | Columna de Martín Caparrós

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Quedan muchos rincones de la lengua donde la palabra cholula todavía no se dice. Y, sin embargo, es necesaria: sin ella hay tanto que no sabemos decir, que no pensamos claro; tanto que intuimos, balbuceamos, pero no precisamos.

De tanto en tanto un grupo crea una palabra que debería haber existido y no existía. Suele pasar cuando esa palabra dice un objeto o un acto o una emoción que no se habían definido antes, y de pronto sí. Entonces se produce ese milagro por el cual de repente algo se expresa: el prodigio de la nominación. Y eso que recién entonces se puede decir recién entonces pasa a existir del todo.

Después esa palabra puede difundirse más allá de las fronteras que la concibieron —o no. En nuestra lengua repartida entre 20 países pasa mucho: palabras que deberían circular pero todavía no lo hacen, palabras que deberían ser del idioma y son de un lugar solo. La palabra cholula sería una de ellas.

La palabra cholula es argentina —y tiene, como todas, una historia curiosa. Nació casi conmigo, a mediados de 1950, en una revista cómico-deportiva, La Nueva Cancha, dirigida por un catalán de Buenos Aires. Allí apareció una tira cuya protagonista primero se llamó Cholula, loca por los cracks y, muy pronto, Cholula, loca por los astros, firmada por un Toño Gallo. Eran las aventuras de una chica que se pasaba la vida acechando a sus estrellas favoritas; se inspiraba en una historia verdadera.

Su protagonista se llama Adela Montes, porteña de 1928, hija de un taxista y una empleada doméstica que vivía con sus tres hermanos en un conventillo —o corrala o solar o vecindad. A sus 12 años empezó a trabajar en una fábrica pero estudiaba por las noches para ser secretaria; en sus ratos libres —¿sus ratos libres?— iba a las puertas de radios y teatros a esperar a sus artistas favoritos, sonreírles, pedirles una firma. Unas pocas chicas más lo hacían: con el tiempo formaron un cardumen y se llamaron CADA —Cazadoras Argentinas de Autógrafos. Respetaban su código, que las obligaba a “no pedirles nada a los famosos, no tocar el timbre de sus casas, no llamarlos por teléfono, solicitarles el autógrafo con una sonrisa”, entre otras reglas. Así sus presas las fueron conociendo, les contestaban, incluso a veces les contaban cosas. Adela Montes se volvió periodista de espectáculos —y lo siguió siendo hasta más allá de sus 90 años. Muchas veces, el periodismo es una excusa para acercarse a personas y lugares que nos quedan muy lejos: cholulismo puro.

De aquel personaje de historieta derivó la palabra: cholula o cholulo define a la persona que está pendiente de sus ídolos, quiere saber todo sobre ellos y se muere de emoción si consigue acercárseles, sentirse mínimamente parte. En la sociedad del espectáculo los cholulos son cada vez más —y no solo chicas aburridas—: he conocido a más de un multimillonario que pagaba fortunas por un evento que le permitía codearse con algún escritor famoso, por ejemplo, o un músico en boga.

Algunos anglomasos los llaman fans, pero fan no tiene la carga y el sonido que sí tiene cholulo, y no tiene la posibilidad de convertirse en una condición, el cholulismo, entre las más difundidas de estos días. El cholulismo es la pasividad más activa que hay: grandes esfuerzos para no hacer nada, para seguir a alguien a ninguna parte, la adoración, maneras del sometimiento. Estrellas del show que millones y millones idolatran, futbolistas cuyas camisetas usan más millones, aretes que se vuelven estandartes porque aquella rubita, famosos por ser famosos e influencers por ser marrulleros, un pueblo que desfila ante el cadáver de una reina.

Y su deriva más peligrosa, el cholulismo de Estado: el hecho de seguir y votar a alguien por su atractivo —su “carisma”— más allá de sus ideas y proyectos. El cholulismo es religión de este tiempo sin héroes, sociedades sin metas: los cholulos siguen a personas que no son más que reflejos de lo que les gustaría ser pero nunca serán, una ilusión ajena.

Y sin embargo la palabra no existe —por ahora— en tantos rincones de la lengua. Es necesaria: si no es esa, precisamos otra que diga lo que dice, pero cholula es tan bonita, tan sonora, tan brutal que no usarla sería una verdadera pena.

Aunque sea, pobre, tan argentina que parece mexicana.

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