Blandengues
Las palabras de Pericles suenan ambiciosas aún hoy: preferir el hedonismo al fanatismo, debatir, descansar y dejar en paz al prójimo


Escuchaste muchas veces aquel estribillo de vuestra infancia. Os tenían bien calados: en comparación con cualquier tiempo pasado, la tuya era una generación de blandengues, sin disciplina ni aguante. Cuando te hiciste adulta, la acusación quedó en pie para los sucesivos jóvenes. Descubriste después que se esgrimía ya en textos asombrosamente antiguos. El menosprecio hacia los nuevos es viejo: la humanidad vive en el eterno retorno de esta regañina.
Como blandengue acreditada desde niña, sientes escalofríos al pensar en aquella fábrica de tipos duros llamada Esparta, un modelo extremo de instrucción férrea. Se decía que sus habitantes —también conocidos como laconios— aprendían a ser parcos en todo, hasta en palabras. Esa austeridad ha dejado huellas en nuestro vocabulario de abstinencias: “lacónico” y “espartano”. Cuenta Plutarco que el Estado se hacía cargo de los niños a los siete años para endurecer su cuerpo y su carácter. Dormían en catres de paja y caminaban descalzos con solo una capa para vestirse. La dieta infantil era deliberadamente pobre para incitarlos al hurto, siempre aguzando el ingenio. Sin embargo, si los sorprendían, los castigos eran muy severos. Hasta los 30 años no podían abandonar los cuarteles para dormir en casa propia, salvo a escondidas. El sexo debía ser furtivo, un veloz desahogo a oscuras. Algunos tenían hijos antes de haber contemplado ni una vez el cuerpo de su esposa. En los ineludibles comedores colectivos se servía una sopa negra, nutritiva pero monótona —había que alimentar a los guerreros; eso sí, siempre sin placer—. Adiestrados en la obediencia, vivían dispuestos a entrar en combate al instante.
En un texto memorable, el Discurso fúnebre, Pericles explicó el audaz experimento de Atenas, su frágil democracia, como antítesis de la monolítica Esparta. Describió el amor de sus ciudadanos por la reflexión y el debate, también su entusiasmo por las fiestas y el descanso “que aleja las penas”. Rebatió a quienes atribuían debilidad a los atenienses: “Nosotros amamos la belleza sin desenfreno, y cultivamos el saber sin ablandarnos”. En su opinión, exige incluso más valentía amar el placer y no por eso retroceder ante el peligro. Frente a la rutina reglamentada de los esparciatas, Pericles se enorgullecía porque “en el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si vive a su gusto ni ponemos mala cara, lo que no es un castigo, pero resulta penoso”. Es tal vez la más antigua expresión del deseo de ser quienes somos sin que nadie nos mire con desprecio. Quizá por eso Atenas se llenó de amantes de la filosofía y la física, de artistas, poetas y demás gentes de mal vivir y buen pensar.
Aquella utopía gozosa albergaba terribles contradicciones —la esclavitud, la exclusión de las mujeres, un violento sueño imperialista— que precipitaron su caída. Aun así, en sus ratos libres, entre jaranas y debates tumultuosos, pensaron algunas ideas excéntricas que no han envejecido del todo mal: el valor de la razón y del arte, de la ciencia y el diálogo. Mientras tanto, en Lacedemonia forjaron una sociedad severa, rígida y sin resquicios para la creatividad. La rivalidad entre ambas ciudades desencadenó una guerra de casi tres décadas, en la que finalmente venció Esparta a costa del empobrecimiento de toda Grecia.
Las épocas convulsas degeneran fácilmente en paisajes de trincheras, y, ante la incertidumbre y las amenazas, regresa la sed de certezas y mano dura. De nuevo escuchamos que los países autoritarios son más firmes y capaces, olvidando que la flexibilidad es una gran fortaleza. Las palabras de Pericles suenan ambiciosas aún hoy: preferir el hedonismo al fanatismo, debatir, descansar y dejar en paz al prójimo. El intento de forjar pactos en medio del guirigay de los intereses contrapuestos y las quejas constantes puede parecer ineficaz, imperfecto, tedioso y endeble. Sin embargo, como escribió Tucídides, nadie visitará Esparta porque nada nos legó. Frente al silencio lacónico de sus armas y sus ruinas, todavía nos importan las ocurrencias revolucionarias y chispeantes de aquellos charlatanes atenienses. Ser blandengues tiene sus puntos fuertes.
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